Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, julio de 1982. Yo fui a despedir a Ulises Lima al aeropuerto, cuando se fue a Managua, en parte porque no me acababa de creer que lo hubieran invitado y en parte porque no tenía nada que hacer aquella mañana, y también lo fui a recibir, cuando volvió al DF, más que nada por verle la cara y por reírnos un rato juntos, pero cuando divisé la cola de los escritores viajeros, perfectamente formados en doble fila india, no pude, por más esfuerzos que hice y por más codazos que propiné, distinguir su inconfundible figura.
Allí estaban Álamo y Labarca, Padilla y Byron Hernández, nuestro viejo conocido Logiacomo y Villaplata, Sala y la poetisa Carmen Prieto, el siniestro Pérez Hernández y el excelso Montesol, pero no él.
Lo primero que pensé fue que Ulises se había quedado dormido en el avión y que no tardaría en aparecer escoltado por dos azafatas y con un pedo de proporciones homéricas. Al menos eso fue lo que quise pensar, dado que no soy una persona propensa a las alarmas, aunque si he de decir la verdad ya desde esa primera visión (el grupo de intelectuales que regresaba cansado y satisfecho) tuve un mal presentimiento.
Cerraba la fila, cargado con varios bolsos de mano, Hugo Montero. Recuerdo que le hice una seña pero no me vio o no me reconoció o se hizo el desentendido. Cuando ya todos los escritores hubieron salido vi a Logiacomo, que parecía renuente a abandonar el aeropuerto, y me acerqué a saludarlo procurando no exteriorizar los temores que sentía. Lo acompañaba otro argentino, un tipo alto y gordo, de barbita de chivo, a quien yo no conocía. Hablaban de dinero. Al menos yo oí la palabra dólares un par de veces y con varios y trémulos puntos de exclamación.
Tras saludarlo, la primera intención de Logiacomo fue hacer como que no se acordaba de mí, pero luego tuvo que aceptar lo inevitable. Le pregunté por Ulises. Me miró horrorizado. En su mirada también había desaprobación, como si yo estuviera exhibiéndome en el aeropuerto con la bragueta abierta o con una herida supurante en la mejilla.
Fue el otro argentino el que habló. Dijo: qué papelón nos hizo pasar el pendejo ese, ¿es tu amigo? Yo lo miré y luego miré a Logiacomo, que buscaba a alguien en la sala de espera, y no supe si reírme o ponerme serio. El otro argentino dijo: hay que ser un poco más responsable (le hablaba a Logiacomo, a mí ni me miraba), te juro que si llego a estar yo al frente le rompo las pelotas, se las rompo. ¿Pero qué pasó?, murmuré con la mejor de mis sonrisas, es decir: con la peor. ¿Dónde está Ulises? El otro argentino dijo algo sobre el lumpenproletariado literario. ¿Qué estás diciendo?, dije yo. Entonces habló Logiacomo, supongo que para apaciguarnos. Ulises se esfumó, dijo. ¿Cómo que se esfumó? Pregúntaselo a Montero, nosotros nos acabamos de enterar. Tardé más de la cuenta en comprender que Ulises no había desaparecido durante el vuelo de vuelta (en mi imaginación lo vi levantarse de su asiento, atravesar el pasillo, cruzarse con una azafata que le sonríe, entrar en el lavabo, echar el pestillo y desaparecer) sino en Managua, durante la visita de la delegación de escritores mexicanos. Y eso fue todo. Al día siguiente fui a ver a Montero a Bellas Artes y me dijo que por culpa de Ulises se iba a quedar sin empleo.
Xóchitl García, calle Montes, cerca del Monumento a la Revolución, México DF, julio de 1982. Había que llamar a la mamá de Ulises, digo, lo menos que podíamos hacer era eso, pero Jacinto no tenía corazón para decirle que su hijo había desaparecido en Nicaragua, aunque yo le decía no será para tanto, Jacinto, tú ya conoces a Ulises, tú eres su amigo y sabes cómo es él, pero Jacinto decía que había desaparecido y punto, igualito que Ambrose Bierce, igualito que los poetas ingleses muertos en la guerra de España, igualito que Pushkin, sólo que en este caso su mujer, digo, la mujer de Pushkin era la Realidad, el francés que mató a Pushkin era la Contra, la nieve de San Petersburgo eran los espacios en blanco que Ulises Lima iba dejando tras de sí, digo, su flojera, su holgazanería, su falta de sentido práctico, y los padrinos del duelo (o los padrotes del duelo, como decía Jacinto), pues la Poesía Mexicana o la Poesía Latinoamericana que en forma de Delegación Solidaria asistía impertérrita a la muerte de uno de los mejores poetas actuales.
Eso decía Jacinto, pero igual no llamaba a la mamá de Ulises, y yo le decía: vamos a ver, examinemos la situación, a esa señora lo que menos le importa es que su hijo sea Pushkin o sea Ambrose Bierce, yo me pongo en su lugar, yo soy madre y si algún día un hijo de la chingada me mata a Franz (Dios no lo quiera), pues no voy a pensar que se murió el gran poeta mexicano (o latinoamericano) sino que voy a retorcerme de dolor y de desesperación y no voy a pensar ni remotamente en la literatura. Esto lo puedo asegurar porque soy madre y sé de las noches en vela y de los sustos y de los cuidados que te da un pinche escuincle, así que te puedo asegurar que lo mejor es llamarla por teléfono o ir a verla a Ciudad Satélite y decirle lo que sabemos de su hijo. Y Jacinto decía: ya lo debe de saber, se lo diría Montero. Y yo le decía: ¿pero cómo puedes estar tan seguro? Y entonces Jacinto se quedaba callado y yo le decía: pero si ni siquiera ha salido en los periódicos, nadie ha dicho nada, es como si Ulises nunca hubiera viajado a Centroamérica. Y Jacinto decía: pues es verdad. Y yo le decía: ni tú ni yo podemos hacer nada, no nos hacen caso, pero tratándose de su madre, seguro que a ella sí que la escucharán. La van a mandar a la goma, decía Jacinto, lo único que vamos a conseguir es darle más preocupaciones, más cosas en que pensar, ella tal como está ya está bien, ojos que no ven corazón que no siente, decía Jacinto preparándole la comida a Franz y paseándose por nuestra casa, ojos que no ven corazón que no piensa, vivir en la ignorancia casi casi es como vivir en la felicidad.
Y entonces yo le decía: cómo puedes decir que eres marxista, Jacinto, cómo puedes decir que eres poeta si luego haces semejantes declaraciones, ¿piensas hacer la revolución con refranes? Y Jacinto me contestaba que francamente él ya no pensaba hacer la revolución de ninguna manera, pero que si una noche le diera por allí, pues no sería mala idea, con refranes y con boleros, y también me decía que parecía que fuera yo la que se había perdido en Nicaragua, por lo angustiada que estaba, y quién te dice a ti, decía, que Ulises se perdió en Nicaragua, puede que no se perdiera en absoluto, puede que decidiera quedarse por su propia voluntad, al fin y al cabo Nicaragua debe de ser como el sueño que teníamos en 1975, el país en donde todos queríamos vivir. Y entonces yo pensaba en el año 75, cuando aún no había nacido Franz, y trataba de acordarme de cómo era Ulises en aquellas fechas y de cómo era Arturo Belano, pero lo único que conseguía recordar con nitidez era la cara de Jacinto, su sonrisa de ángel chimuelo, y me daba como mucha ternura, como ganas de abrazarlo allí mismo, a él y a Franz y decirles a los dos que los quería mucho, pero acto seguido volvía a acordarme de la mamá de Ulises y me parecía que nadie tenía derecho a no decirle dónde estaba su hijo, ya bastante había sufrido, la pobre, y volvía a insistir en que la llamara, llámala por teléfono, Jacinto, y explícale todo lo que sabes, pero Jacinto decía que no era de su incumbencia, que no estaba él para especular con noticias vagas, y entonces yo le dije: quédate un ratito con Franz, ahorita vuelvo, y él se quedó quieto, mirándome sin decir nada, y cuando yo cogí mi bolso y abrí la puerta él me dijo: al menos procura no ser alarmista. Y yo le dije: sólo le voy a decir que su hijo ya no está en México.
Rafael Barrios, en el baño de su casa, Jackson Street, San Diego, California, septiembre de 1982. Con Jacinto nos escribimos de vez en cuando, fue él quien me comunicó la desaparición de Ulises. Pero no me lo dijo por carta. Me llamó por teléfono desde la casa de su amigo Efrén Hernández, de lo que se deduce que, al menos para él, el asunto era grave. Efrén es un poeta joven que quiere hacer una poesía como la que hacíamos los real visceralistas. Yo no lo conozco, apareció cuando ya me había venido a California, pero según Jacinto el chavo no escribe mal. Mándame poemas suyos, le dije, pero Jacinto sólo manda cartas, así que no sé si escribe bien o mal, si hace una poesía real visceralista o no, claro que también, si he de ser sincero, tampoco sé qué es una poesía real visceralista. La de Ulises Lima, por ejemplo. Puede ser. No lo sé. Sólo sé que en México ya no nos conoce nadie y que los que nos conocen se ríen de nosotros (somos el ejemplo de lo que no se debe hacer) y tal vez no les falte razón. Por lo que siempre es grato (o por lo menos de agradecer) que haya un poeta joven que escribe o que quiere escribir a la manera de los real visceralistas. Y este poeta se llama Efrén Hernández y desde su teléfono o más bien desde el teléfono de la casa de sus padres me llamó Jacinto Requena para decirme que Ulises Lima había desaparecido. Yo escuché la historia y después le dije: no ha desaparecido, ha decidido quedarse en Nicaragua, que es bien distinto. Y él dijo: si hubiera decidido quedarse en Nicaragua nos lo hubiera dicho, yo lo fui a despedir al aeropuerto y no tenía ninguna intención de no volver. Yo le dije: no te aceleres, brother, parece como si no conocieras a Ulises. Y él dijo: ha desaparecido, Rafael, créeme, ni a su mamá le dijo nada, no quieras ver el pleito que les está armando a los pendejos de Bellas Artes. Yo le dije: pa su mecha. Y él dijo: cree que los poetas campesinos asesinaron a su hijo. Yo le dije: pa su madre. Y él dijo: pues sí, cuando a una madre le tocan a su hijo se convierte en una leona, al menos eso es lo que asegura Xóchitl.
Bárbara Patterson, en la cocina de su casa, Jackson Street, San Diego, California, octubre de 1982. Nuestra vida era infame pero cuando Rafael supo que Ulises Lima no había vuelto de un viaje a Nicaragua se volvió doblemente infame.
Esto no puede seguir así, le dije un día. Rafael no hacía nada, no trabajaba, no escribía, no me ayudaba a limpiar la casa, no salía a hacer la compra, lo único que hacía era bañarse cada día (eso sí, Rafael es limpio, como casi todos los putos mexicanos) y mirar la tele hasta que amanecía o salir a la calle a tomar cervezas o a jugar al fútbol con los jodidos chícanos del barrio. Cuando yo llegaba me lo encontraba en la puerta de casa, sentado en las escaleras o en el suelo, con una camiseta del América que apestaba a sudor, bebiéndose su TKT y dándole a la lengua con sus amigos, un grupito de adolescentes con el encefalograma plano que lo llamaban el poeta (cosa que a él no parecía disgustarle) y con los que se estaba hasta que yo ya había preparado la jodida cena. Entonces Rafael les decía adiós y ellos órale, poeta, hasta mañana, poeta, otro día seguimos la plática, poeta, y recién entonces entraba en casa.
Yo, la verdad, ardía de rabia, de puro coraje, y de buena gana le hubiera puesto veneno en sus pinches huevos revueltos, pero me contenía, contaba hasta diez, pensaba está pasando por una mala racha, el problema era que yo sabía que la mala racha duraba ya demasiado tiempo, cuatro años para ser exactos, y aunque no escasearon los buenos momentos, la verdad es que los malos eran mucho más numerosos y mi paciencia estaba llegando al límite. Pero me aguantaba y le preguntaba qué tal te ha ido el día (pregunta estúpida) y él decía, ¿qué iba a decir?, bien, regular, más o menos. Y yo le preguntaba: ¿de qué platicas con esos muchachos? Y él decía: les cuento historias, los instruyo en las verdades de la vida. Luego nos quedábamos en silencio, la tele encendida, cada uno ensimismado en sus respectivos huevos revueltos, en sus pedazos de lechuga, en sus rodajas de tomate, y yo pensaba de qué verdades de la vida hablas, pobre infeliz, pobre desgraciado, de qué verdades instruyes, pobre gorroncito, pobre sangroncito, ojete de mierda, que si no fuera por mí estarías ahora durmiendo bajo el puente. Pero no le decía nada, lo miraba y nada más. Aunque hasta mis miradas parecían molestarlo. Me decía: qué me miras, güera, qué estás maquinando. Y yo entonces forzaba una sonrisa de pendeja, no le contestaba y empezaba a recoger los platos.
Luis Sebastián Rosado, estudio en penumbras, calle Cravioto, colonia Coyoacán, México DF, marzo de 1983. Una tarde me llamó por teléfono. ¿Cómo conseguiste mi número?, le pregunté. Me acababa de mudar de la casa de mis padres y a él hacía mucho que no lo veía. Hubo un momento en que pensé que nuestra relación me estaba matando y corté por lo sano, dejé de verlo, dejé de acudir a sus citas y él no tardó en desaparecer, en desinteresarse y correr detrás de otras aventuras, aunque en el fondo, lo supe siempre, lo que yo anhelaba era que me llamara, que me buscara, que sufriera. Pero Piel Divina no me buscó y durante un tiempo, tal vez un año, estuvimos sin saber nada el uno del otro. Así que cuando recibí su llamada tuve una grata sorpresa. ¿Cómo has conseguido mi número?, le pregunté. Telefoneé a casa de tus padres y ellos me lo dieron, dijo, he estado todo el día llamándote, nunca estás en casa. Suspiré. Hubiera preferido que le costara más encontrarme. Pero Piel Divina hablaba como si nos hubiéramos visto por última vez la semana pasada y así no había nada que hacer. Estuvimos hablando durante un rato, me preguntó por mis asuntos, mencionó que había visto un poema mío publicado en Espejo de México y un relato en una antología de nuevos narradores mexicanos de reciente aparición. Le pregunté si el relato le había gustado, acababa de iniciarme en el difícil arte de la narración y mis pasos todavía eran inseguros. Dijo que no lo había leído. Le eché una mirada al libro cuando vi tu nombre, pero no lo leí, no tengo dinero, dijo. Luego se calló, yo me callé y durante un rato ambos permanecimos en silencio escuchando las vibraciones y los restallidos en sordina de los teléfonos públicos del DF. Recuerdo que yo callaba y sonreía e imaginaba el rostro de Piel Divina, también sonriendo, de pie en alguna acera de la Zona Rosa o de Reforma, con su morralito negro colgando de la espalda hasta rozar sus nalgas enfundadas en unos bluejeans desgastados y estrechos, su sonrisa de labios gruesos dibujada con precisión de cirujano en un rostro anguloso en donde no había ni un miligramo de grasa, como un joven sacerdote maya, y entonces no pude más (sentí que las lágrimas subían a mis ojos) y antes de que él me lo pidiera le di mi dirección (una dirección que seguramente él ya tenía) y le dije que viniera, de inmediato, y él se rio, se rio de felicidad y me dijo que desde donde estaba iba a tardar más de dos horas en llegar y yo le dije que no importaba, que mientras tanto prepararía algo de cena, y que lo estaría esperando. Narrativamente, aquél era el momento de colgar el teléfono y bailar, pero Piel Divina siempre esperaba a agotar las monedas y no colgó. Luis Sebastián, me dijo, tengo algo muy importante que contarte. Ya me lo dirás cuando llegues, dije yo. Es algo que quería contarte hace tiempo, dijo. Su voz sonó inusualmente desamparada. En ese momento comencé a sospechar que algo pasaba, que Piel Divina no me había llamado sólo porque quisiera verme o porque necesitara que le prestara dinero. ¿Qué pasa?, dije. ¿Qué ocurre? Sentí cómo la última moneda entraba en la panza del teléfono público, un ruido de hojas, de viento levantando hojas secas, un ruido como de llamas subiendo por el tronco de un árbol, un ruido como de cables enredándose y desenredándose y después deshaciéndose en la nada. Miseria poética. ¿Te acuerdas de algo que quería contarte y al final no te conté?, su voz sonó perfectamente normal. ¿Cuándo?, me oí decir estúpidamente. Hace tiempo, dijo Piel Divina. Dije que no me acordaba y luego argüí que daba lo mismo, que ya me lo contaría cuando estuviera en casa. Voy a salir a comprar algo, te espero, dije, pero Piel Divina no colgó. Y si él no colgaba, ¿cómo iba a colgar yo? Así que esperé y escuché e incluso lo animé a hablar. Y él entonces nombró a Ulises Lima, dijo que se había perdido en algún lugar de Managua (no me extrañó, medio mundo iba a Managua), pero que en realidad no se había perdido, es decir: todos creían (¿quiénes eran todos?, deseé preguntarle, ¿sus amigos, sus lectores, los críticos que seguían meticulosamente su obra?) que se había perdido, pero él sabía que no se había perdido, que en realidad se había ocultado. ¿Y por qué iba a ocultarse Ulises Lima?, dije. Ahí está el quid de la cuestión, dijo Piel Divina. Te hablé de esto hace tiempo, ¿te acuerdas? No, dije, me salió un hilo de voz. ¿Cuándo? Hace años, la primera vez que nos acostamos, dijo. Sentí escalofríos, un retortijón en el estómago, los testículos se me contrajeron. Me costaba hablar. ¿Cómo quieres que me acuerde?, murmuré. Mi premura por verlo se acrecentó. Sugerí que tomara un taxi, él dijo que no tenía dinero, le aseguré que lo pagaría yo, que lo estaría esperando a la puerta de mi casa. Piel Divina se disponía a decir algo más cuando la comunicación se cortó.
Pensé en darme una ducha, pero decidí postergarla para cuando él llegara. Durante un rato me dediqué a arreglar un poco la casa y luego me cambié de camisa y salí a la calle a esperarlo. Tardó más de media hora y durante todo ese tiempo lo único que hice fue intentar recordar aquella primera vez que hicimos el amor.
Cuando se bajó del taxi parecía mucho más flaco que la última vez que lo había visto, muchísimo más flaco y desgastado que en mis recuerdos, pero seguía siendo Piel Divina y me alegré de verlo: le tendí la mano pero él no me la cogió, se abalanzó sobre mí y me dio un abrazo. El resto fue más o menos como lo imaginaba, como lo había deseado, no hubo ni una gota de decepción.
A las tres de la mañana nos levantamos y preparé una segunda cena, esta vez con platos fríos, y llené nuestros vasos de whisky. Ambos teníamos hambre y sed. Entonces, mientras comíamos, Piel Divina volvió a hablar de la desaparición de Ulises Lima. Su teoría era estrafalaria y no resistía el más mínimo examen. Según él, Lima huía de una organización, o eso creí entender al principio, que pretendía matarlo, de ahí que al encontrarse en Managua decidiera no regresar. Se lo mirara como se lo mirara el relato era inverosímil. Todo había empezado, según Piel Divina, con un viaje que Lima y su amigo Belano hicieron al norte, a principios de 1976. Después de ese viaje ambos empezaron a huir, primero por el DF, juntos, después por Europa, ya cada uno por su cuenta. Cuando le pregunté qué habían ido a hacer a Sonora los fundadores del realismo visceral, Piel Divina me contestó que habían ido a buscar a Cesárea Tinajero. Tras vivir algunos años en Europa Lima volvió a México. Tal vez creyó que todo estaría olvidado, pero los asesinos se materializaron una noche, después de una reunión en la que Lima intentaba reagrupar a los real visceralistas, y éste tuvo que volver a huir. Cuando le pregunté por qué iba a querer alguien matar a Lima, Piel Divina dijo no saberlo. ¿Tú no viajaste con él, verdad? Piel Divina asintió. ¿Entonces cómo sabes toda esta historia? ¿Quién te la contó? ¿Lima? Piel Divina dijo que no, que a él se lo había contado María Font (me explicó quién era María Font) y que a ésta se lo había contado su padre. Después me dijo que el padre de María Font estaba en un manicomio. En una situación normal me hubiera puesto a reír ahí mismo, pero cuando Piel Divina me dijo que quien había echado a correr el rumor era un loco sentí un escalofrío. Y también sentí pena y pensé que estaba enamorado.
Aquella noche hablamos hasta que amaneció. A las ocho de la mañana tuve que irme a la universidad. A Piel Divina le dejé unas copias de las llaves de casa y le pedí que me esperara. En la facultad llamé por teléfono a Albertito Moore y le pregunté si se acordaba de Ulises Lima. Su respuesta fue vaga. Se acordaba y no se acordaba, ¿quién era Ulises Lima?, ¿un amante perdido? Le di los buenos días y colgué. Luego llamé a Zarco y le hice la misma pregunta. La respuesta, esta vez, fue mucho más contundente: un loco, dijo Ismael Humberto. Es un poeta, dije yo. Más o menos, dijo Zarco. Viajó a Managua con una delegación de escritores mexicanos y se perdió, dije yo. Debió de ser la delegación de los poetas campesinos, dijo Zarco. Y no volvió con ellos, desapareció, dije yo. Son cosas que suelen ocurrirle a esa gente, dijo Zarco. ¿Eso es todo?, dije yo. Pues sí, dijo Zarco, no hay más misterio. Cuando volví a mi casa Piel Divina estaba durmiendo. A su lado, abierto, estaba mi último libro de poesía. Aquella noche, mientras cenábamos, le propuse que se quedara a vivir conmigo unos días. Eso pensaba hacer, dijo Piel Divina, pero quería que fueras tú quien me lo dijera. Poco después llegó con una maleta en donde estaban todas sus pertenencias: no tenía nada, dos camisas, un sarape que le había robado a un músico, algunos calcetines, una radio a pilas, un cuaderno en donde llevaba una especie de diario y poca cosa más. Así que le regalé un par de pantalones viejos, que le iban tal vez un poco demasiado ajustados pero que le encantaron, tres camisas nuevas que mi mamá me había comprado hacía poco y una noche, después de salir del trabajo, fui hasta una zapatería y le compré unas botas.
Nuestra vida en común fue breve pero feliz. Durante treintaicinco días vivimos juntos y cada noche hicimos el amor y hablamos hasta tarde y comimos en casa comidas que preparaba él y que generalmente eran complicadas o a veces muy sencillas pero siempre apetitosas. Una noche me contó que la primera vez que hizo el amor tenía diez años. No quise que me contara más. Recuerdo que miré hacia otro lado, hacia un grabado de Pérez Camarga que colgaba de una pared y que rogué a Dios que aquella primera vez hubiera sido con una adolescente o con un niño o una niña y que no lo hubieran violado. Otra noche o tal vez la misma noche me contó que había llegado al DF cuando tenía dieciocho años, sin dinero, sin ropa, sin amigos a quienes acudir y que lo había pasado muy mal, hasta que un amigo periodista, con quien se acostó, lo puso a dormir en el almacén de papel de El Nacional. Ya que estaba allí, me dijo, pensé que mi destino era el periodismo, y durante un tiempo intentó escribir crónicas que nadie quiso publicarle. Luego vivió con una mujer y tuvo un hijo e infinidad de trabajos, ninguno permanente. Hizo hasta de merolico por el rumbo de Azcapotzalco, pero al final terminó peleándose a cuchillazos con el tipo que le pasaba la mercadería y lo dejó. Una noche, mientras me penetraba, le pregunté si alguna vez había matado a alguien. No quería hacerle esa pregunta, no quería oír su respuesta, tanto si era verdad como mentira, y me mordí los labios. Él dijo que sí y redobló sus embates, y yo lloré al correrme.
Durante aquellos días nadie vino a verme a casa, suspendí las visitas, a algunos les dije que no me sentía bien, a otros les dije que estaba trabajando en una obra que requería soledad absoluta y el máximo de concentración, y la verdad es que mientras Piel Divina vivió conmigo algo escribí, cinco o seis poemas cortos, y que no están mal pero que probablemente nunca publicaré, aunque eso nunca se sabe. En las historias que me solía contar siempre aparecían los real visceralistas y pese a que al principio me molestaba que hablara de ellos, poco a poco me fui acostumbrando y cuando por casualidad no aparecían era yo el que preguntaba, ¿cuando tú estabas en esa casa de la Calzada Camarones dónde estaban los hermanos Rodríguez?, ¿cuando tú vivías en ese hotel de Niño Perdido, dónde vivía Rafael Barrios?, y él entonces reordenaba las piezas de su narración y me hablaba de aquellas sombras, sus escuderos ocasionales, los fantasmas que ornaban su inmensa libertad, su inmenso desamparo.
Una noche me volvió a hablar de Cesárea Tinajero. Le dije que probablemente había sido un invento de Lima y Belano para justificar el viaje a Sonora. Recuerdo que estábamos desnudos, extendidos en la cama, con la ventana abierta sobre el cielo de Coyoacán, y que Piel Divina se puso de lado y me abrazó, mi verga erecta buscó sus testículos, la bolsa del escroto, la verga de él aún fláccida, y entonces Piel Divina me dijo ñero (nunca antes se había referido a mí de esa manera tan vulgar), me dijo ñero y me agarró de los hombros y me dijo no fue así, Cesárea Tinajero existió, tal vez todavía existe, y luego se quedó callado, pero mirándome, sus ojos abiertos en la oscuridad mientras mi pene erecto golpeaba ligeramente sus testículos. Y entonces yo le pregunté cómo supieron Belano y Lima de la existencia de Cesárea Tinajero, una pregunta puramente formal, y él dijo que fue a raíz de una entrevista, en aquella época Belano y Lima no tenían dinero y se pusieron a hacer entrevistas para una revista, una revista podrida, en la órbita de los poetas campesinos o que no tardaría en estar en la órbita de los poetas campesinos, pero es que entonces, y ahora, me dijo Piel Divina, no había manera de no estar en uno de los dos bandos, ¿de qué bandos hablas?, susurré yo, mi pene subiendo por su escroto y tocando con la punta la raíz de su pene que ya empezaba a hincharse, el bando de los poetas campesinos o el bando de Octavio Paz, y justo mientras Piel Divina decía «el bando de Octavio Paz» su mano subió de mi hombro a mi nuca, pues yo era sin ninguna duda uno de los que estaba en el bando de Octavio Paz, aunque el panorama tenía más matices, en cualquier caso los real visceralistas no estaban en ninguno de los dos bandos, ni con los neopriístas ni con la otredad, ni con los neoestalinistas ni con los exquisitos, ni con los que vivían del erario público ni con los que vivían de la Universidad, ni con los que se vendían ni con los que compraban, ni con los que estaban en la tradición ni con los que convertían la ignorancia en arrogancia, ni con los blancos ni con los negros, ni con los latinoamericanistas ni con los cosmopolitas. Pero lo que importa fue que hicieron esas entrevistas (¿fue para Plural?, ¿fue para Plural después de que corrieran de allí a Octavio Paz?) y aunque yo le dije ¿cómo es posible que ese par necesitara dinero si vivían de vender droga?, lo cierto es que según Piel Divina necesitaban el dinero y se fueron a entrevistar a unos viejos que ya nadie recordaba, a los estridentistas, a Manuel Maples Arce, nacido en 1900 y muerto en 1981, a Arqueles Vela, nacido en 1899 y muerto en 1977, y a Germán List Arzubide, nacido en 1898 y probablemente también muerto recientemente, o puede que no, lo ignoro, tampoco es algo que me importe mucho, los estridentistas fueron literariamente un grupo nefasto, involuntariamente cómico. Y uno de los estridentistas, en algún momento de la entrevista, mencionó a Cesárea Tinajero, y entonces yo le dije ya averiguaré qué pasó con Cesárea Tinajero. Después hicimos el amor pero fue como hacerlo con alguien que está y no está, alguien que se está yendo muy despacio y cuyos gestos de despedida somos incapaces de descifrar.
Poco después Piel Divina se marchó de mi casa. Antes yo había hablado con algunos amigos, gente que se dedicaba a la historia de la literatura mexicana y nadie supo darme ningún dato sobre la existencia de aquella poeta de los años veinte. Una noche Piel Divina admitió que tal vez era posible que Belano y Lima se la inventaran. Ahora los dos están desaparecidos, dijo, y ya nadie puede preguntarles nada. Traté de consolarlo: aparecerán, le dije, todos los que se van de México acaban por volver algún día. No pareció muy convencido y una mañana, mientras yo estaba en el trabajo, se marchó sin dejarme ni una nota de despedida. También se llevó algo de dinero, no mucho, el que solía dejar en un cajón de mi escritorio por si tenía alguna eventualidad mientras yo no estaba, y un pantalón, varias camisas y una novela de Fernando del Paso.
Durante varios días lo único que hice fue pensar en él y esperar una llamada telefónica que nunca llegó. La única persona de mi entorno que lo vio durante su estadía en mi casa fue Albertito Moore, una noche que Piel Divina y yo fuimos al cine y al salir lo encontramos de sopetón. Aunque el encuentro fue breve y parco en palabras, Albertito sospechó en el acto la naturaleza de mi reclusión y de mis evasivas. Cuando supe que Piel Divina no iba a volver lo llamé por teléfono y le conté toda la historia. Lo que más pareció interesarle fue la desaparición de Ulises Lima en Managua. Hablamos durante mucho rato y su conclusión fue que todos se estaban volviendo locos de una forma lenta pero segura. Albertito no simpatiza con la causa sandinista, aunque tampoco puede decirse que sea pro somocista.