Hugo Montero, tomándose una cerveza en el bar La Mala Senda, calle Pensador Mexicano, México DF, mayo de 1982. Había una plaza libre y yo me dije ¿por qué no meto a mi cuate Ulises Lima en el grupito que va a Nicaragua? Esto pasó en enero, una buena manera de inaugurar el año. Y además, me habían dicho que Lima estaba muy mal y yo pensé que un viajecito a la Revolución le recompone los ánimos a cualquiera. Así que arreglé los papeles sin consultarle nada a nadie y metí a Ulises en el avión que iba a Managua. Por supuesto, yo no sabía que con esa decisión me estaba poniendo la soga al cuello, si lo hubiera sabido Ulises Lima no se mueve del DF, pero uno es así, impulsivo, y al final lo que tenga que suceder siempre sucede, somos juguetes en manos del destino, ¿verdad?
Bueno, pues, a lo que iba: metí a Ulises Lima en el avión y yo creo que ya antes de que despegáramos me olí lo que podía acarrearme aquel viajecito. La delegación mexicana estaba encabezada por mi jefe, el poeta Álamo, y cuando éste vio a Ulises se puso blanco y me llamó aparte. ¿Qué hace este pendejo aquí, Montero?, dijo. Va a Managua con nosotros, le contesté. El resto de las palabras de Álamo prefiero no repetirlas porque en el fondo no soy una mala persona. Pero pensé: si no te interesaba que viajara este poeta, so holgazán, por qué no controlaste tú mismo las invitaciones, por qué no te tomaste tú mismo el trabajo de llamar por teléfono a todos los que tenían que ir. Y con esto no quiero decir que no lo hubiera hecho. Álamo invitó personalmente a sus cuatachos más íntimos, a saber: la banda de la poesía campesina. Y después invitó personalmente a sus lambiscones más queridos, y después a los pesos pesados o plumas, todos campeones locales en sus respectivas categorías, de la literatura mexicana, pero, como siempre pasa, en este país no hay formalidad, a última hora dos o tres cabrones cancelaron el viaje y tuve que ser yo el que rellenara las ausencias, como dice Neruda. Y entonces fue cuando pensé en Lima, sabía no sé por quién que estaba de vuelta en México y que se lo estaba llevando la chingada, y yo soy de las personas que si pueden hacer un favor, pues lo hacen, qué le voy a hacer, México me hizo así y ni modo.
Ahora, claro, estoy sin chamba y a veces, cuando me da por ahí, cuando la cruda me presenta uno de esos amaneceres apocalípticos del DF, pienso que hice mal, que podía haber invitado a otro, en una palabra, que la cagué, pero en líneas generales pues no me arrepiento. Y allí estábamos, como les iba contando, en el avión, y Álamo que recién se daba cuenta de que en el pasaje se había colado Ulises Lima, y yo le dije: tranquilo, maestro, no va a pasar nada, tiene usted mi palabra, y entonces Álamo me miró como si me calibrara, una mirada de fuego, si se me permite la licencia, y dijo: de acuerdo, Montero, es tu problema, ya veremos cómo lo solventas. Y yo le dije: el pabellón de México quedará en lo más alto, jefe, serenidad y tranquilidad, no se me inquiete por nada. Y ya para entonces íbamos volando rumbo a Managua por un cielo negro negrísimo y los escritores de nuestra delegación iban bebiendo como si supieran o sospecharan o alguien les hubiera pasado la fija de que el avión se iba a caer, y yo iba de un lado para otro, pasillo arriba y pasillo abajo, saludando a los presentes, repartiendo unas hojitas con la Declaración de los Escritores Mexicanos, un panfleto que había pergeñado Álamo y los poetas campesinos en solidaridad con el pueblo hermano de Nicaragua y que yo había pasado en limpio (y corregido, no está de más decirlo), para que los que no lo conocían, que eran la gran mayoría, lo leyeran, y para que los que no lo habían suscrito, que eran unos pocos, me estamparan su firmita en el apartado «Los abajo firmantes», es decir justo debajo de las firmas de Álamo y los poetas campesinos, el quinteto del apocalipsis.
Y entonces, mientras iba recabando las firmas que me faltaban, pensé en Ulises Lima, vi su pelambrera hundida en el asiento, me pareció que iba mareado o dormido, en cualquier caso tenía los ojos cerrados y hacía visajes, como si sufriera una pesadilla, pensé, y pensé, digo, este cuate no va a querer firmar así como así la Declaración, y por un instante, mientras el avión daba bandazos de un lado para otro y parecían confirmarse las peores expectativas, sopesé la posibilidad de no pedirle su firma, de ignorarlo soberanamente, total, yo le había conseguido el viaje como un favor de amigo, porque estaba mal o eso me habían dicho, no para que se solidarizara con éstos o con los otros, pero luego se me ocurrió que Álamo y los poetas campesinos iban a mirar con lupa a los «abajo firmantes» y que iba a ser yo el que pagara por su ausencia. Y la duda, como dice Othón, se instaló en mi conciencia. Y entonces me acerqué a Ulises y le toqué el hombro y él abrió de inmediato los ojos, como si fuera un pinche robot que yo, al accionar algún mecanismo oculto en su carne, hubiera despertado, y me miró como si no me conociera, pero reconociéndome, no sé si me explico (probablemente no), y entonces yo me senté en el asiento de al lado y le dije mira, Ulises, tenemos un problema, aquí todos los maestros han firmado una pendejada dizque de solidaridad con los escritores nicaragüenses y con el pueblo de Nicaragua y sólo me falta tu firma, pero si no quieres firmar, pues no pasa nada, yo creo que puedo arreglarlo, y entonces él dijo con una voz que me destrozó el corazón: déjame que lo lea, y yo al principio no supe a qué chingados se refería, y cuando caí en la cuenta le alcancé una copia de la Declaración y lo vi, cómo diría, ¿sumergirse en esas palabras?, algo así, y le dije: ahorita vengo, Ulises, voy a dar una vuelta por el avión, no sea que el capitán necesite mi ayuda, y mientras tanto tú lee tranquilo, tómate tu tiempo y no te sientas presionado, si quieres lo firmas, si no quieres no lo firmas, y dicho y hecho, me levanté, volví a la proa del avión, ¿se dice proa, no?, bueno, a la parte de adelante, y estuve un rato más repartiendo la cabrona Declaración y departiendo de paso con lo más granado de la literatura mexicana y latinoamericana (iban varios escritores exiliados en México, tres argentinos, un chileno, un guatemalteco, dos uruguayos), que a esa altura del viaje ya empezaban a mostrar los primeros signos de intoxicación etílica, y cuando volví donde Ulises me encontré la Declaración firmada, el papel perfectamente doblado en el asiento desocupado, y a Ulises con los ojos cerrados otra vez, muy erguido pero con los ojos cerrados, digamos como si sufriera mucho, pero digamos también como si se estuviera tomando el sufrimiento (o lo que fuera) con mucha dignidad. Y ya no lo volví a ver más hasta que llegamos a Managua.
No sé qué hizo durante los primeros días, sólo sé que no fue a ningún recital, a ningún encuentro, a ninguna mesa redonda. A veces me acordaba de él, joder, lo que se estaba perdiendo. La historia viva, como se suele decir, la fiesta ininterrumpida. Recuerdo que lo fui a buscar a su habitación en el hotel el día que nos recibió Ernesto Cardenal en el ministerio, pero no lo encontré y en la recepción me dijeron que desde hacía un par de noches no aparecía por allí. Qué le vamos a hacer, me dije, debe estar chupando en alguna parte o debe estar con algún amigo nicaragüense o lo que sea, tenía mucho trabajo, tenía que ocuparme de toda la delegación mexicana, no podía pasarme el día buscando a Ulises Lima, ya bastante había hecho enchufándolo en el viaje. Así que me desentendí de él y fueron pasando los días, como dice Vallejo, y recuerdo que una tarde Álamo se me acercó y me dijo Montero, ¿dónde chingados se ha metido tu amigo que hace mucho que no lo veo? Y entonces yo pensé: carajo, pues es verdad, Ulises había desaparecido. Francamente, al principio no me di cuenta cabal de la situación que se me presentaba, del abanico de posibilidades vitales y no tan vitales que de golpe, con un ruido sordo, ante mí se abría. Pensé debe andar por ahí y aunque no puedo decir que acto seguido me olvidara, digamos que aparqué el problema para más adelante. Pero Álamo no lo aparcó y esa noche, durante una cena de fraternidad entre poetas nicaragüenses y poetas mexicanos, volvió a preguntarme dónde carajos se había metido Ulises Lima. Para colmo uno de los pinches ahijados de Cardenal que había estudiado en México lo conocía y al saber de su presencia en nuestra delegación insistió en verlo, en saludar al padre del realismo visceral, eso decía, era un chavo nicaragüense chaparrito y medio calvo que me sonaba de algo, puede que yo mismo años atrás le hubiera gestionado un recital en Bellas Artes, no sé, para mí que hablaba medio en broma, lo digo sobre todo por cómo decía aquello de padre del realismo visceral, como si se estuviera riendo, como si estuviera vacilando allí delante de los poetas mexicanos que la mera verdad es que le celebraban la gracia con conocimiento de causa, hasta Álamo se reía, mitad por gusto y mitad por seguir el protocolo del infierno, no así los nicas que más bien se reían por contagio o por compromiso, que de todo hay, sobre todo en este ramo.
Y cuando por fin pude sacarme de encima a esos sangrones ya era pasada la medianoche y al día siguiente tenía que arrear con todos de vuelta al DF y la verdad es que de pronto me sentí cansado y con el estómago revuelto, no precisamente asqueado, pero casi, así que decidí ir a echarme la ostra al bar del hotel, en donde servían bebidas más o menos decentes, no como en otros establecimientos de Managua en donde se bebía veneno puro y yo no sé qué esperan los sandinistas para hacer algo al respecto.
Y en el bar del hotel encontré a don Pancracio Montesol, que aunque era guatemalteco venía con la delegación mexicana entre otras razones porque no existía ninguna delegación guatemalteca y porque vivía en México desde hacía por lo menos treinta años. Y don Pancracio me vio chupando con determinación y a las primeras de cambio pues no me dijo nada, pero luego se me arrimó y me dijo joven Montero, lo veo un poco preocupado esta noche, ¿alguna pena de amores? Algo así me dijo don Pancracio. Y yo le contesté qué más quisiera, don Pancracio, sólo estoy cansado, una respuesta de tarugo se mire como se mire, porque es mucho mejor estar cansado que sufrir por una hembrita, pero eso fue lo que le contesté, y don Pancracio debió de notar que algo me pasaba porque normalmente soy un poco menos incoherente, así que saltó de su taburete con una agilidad que me dejó pasmado, recorrió el espacio que nos separaba y con un saltito grácil se retrepó en el taburete de al lado. ¿Y qué es lo que pasa, entonces?, dijo. Que se me ha perdido un miembro de la delegación, le contesté. Don Pancracio me miró como si yo estuviera denso y luego pidió un escocés doble. Durante un rato estuvimos los dos en silencio, chupando y mirando por los ventanales ese espacio oscuro que era la ciudad de Managua, una ciudad ideal para perderse, digo, literalmente hablando, una ciudad que sólo conocen sus carteros y en la que de hecho la delegación mexicana se había perdido más de una vez, doy fe. Creo que por primera vez en mucho tiempo yo me empecé a sentir cómodo. Pocos minutos después apareció un chavito muy flaco y menudito él, que se vino directo a pedirle un autógrafo a don Pancracio. Traía un libro de éste, editado por Mortiz, arrugado y sobado como un billete. Lo oí tartamudear y luego se fue. Con una voz como de ultratumba don Pancracio mencionó a la caterva de sus admiradores. Después a la pequeña legión de sus plagiadores. Y finalmente al equipo de básquet de sus detractores. Y mencionó también a Giacomo Moreno-Rizzo, el veneciano mexicano, que obviamente no estaba en nuestra delegación aunque cuando don Pancracio dijo su nombre yo pensé, de puro imbécil, que Moreno-Rizzo estaba allí, que acababa de hacer su entrada en el bar del hotel, algo del todo improbable pues nuestra delegación era, pese a todos los pesares, una delegación solidaria y de izquierdas, y Moreno-Rizzo, como todo el mundo sabe, es un achichincle de Paz. Y don Pancracio mencionó o hizo alusión a los denodados esfuerzos de Moreno-Rizzo por asemejarse a él, a don Pancracio, sin que se notara. Pero la prosa de Moreno-Rizzo no podía evitar ese aire gazmoño y matonil al mismo tiempo, tan propio por otra parte de los europeos varados en América, orillados a la práctica de una valentía compuesta únicamente de gestos superficiales para sobrevivir en un medio hostil, mientras que la suya, la mía, dijo don Pancracio, era la prosa del hijo legítimo de Reyes, aunque estaba mal que él lo admitiera, enemiga natural de las gélidas falsificaciones tipo Moreno-Rizzo. Después don Pancracio me dijo: ¿y quién es el escritor mexicano que le falta? Su voz me sobresaltó. Uno que se llama Ulises Lima, le dije sintiendo que se me ponía la piel de gallina. Ah, dijo don Pancracio. ¿Y desde cuándo falta? No tengo ni idea, le confesé, puede que desde el primer día. Don Pancracio volvió a quedarse en silencio. Mediante señas le indicó al barman que le pusiera otro escocés, total, pagaba la Secretaría de Educación. No, desde el primer día no, dijo don Pancracio, que es un hombre más bien silencioso pero muy observador, yo me crucé con él en el hotel el primer día de estancia, y también el segundo día, así que todavía no se había ido, aunque ciertamente no recuerdo haberlo visto en ninguna otra parte. ¿Es un poeta? Claro, debe de ser un poeta, dijo sin esperar mi respuesta. ¿Y no lo vio más a partir del segundo día?, dije yo. La segunda noche, dijo don Pancracio. No, no lo volví a ver. ¿Y ahora qué hago yo?, dije yo. No seguir poniéndose triste inútilmente, dijo don Pancracio, todos los poetas alguna vez se pierden, y dar parte a la policía. A la policía sandinista, precisó. Pero yo no tuve huevos para llamar a la policía. Sea sandinista o sea somocista, la policía siempre es la policía y ya fuera por el alcohol o por la noche en los ventanales, yo no tuve redaños para hacerle una jugada de ese calibre a Ulises Lima.
Determinación que más tarde me pesaría, pues a la mañana siguiente, antes de salir para el aeropuerto, a Álamo se le metió en la cabeza reunir a toda la delegación en un hall del hotel para realizar un recuento final de nuestra estadía en Managua pero en realidad para hacer un último brindis al sol. Y cuando todos hubimos dejado bien clara nuestra inquebrantable solidaridad con el pueblo nicaragüense y ya nos dirigíamos a nuestras habitaciones a recoger las maletas, Álamo, acompañado por uno de los poetas campesinos, se me acercó y me preguntó si había aparecido por fin Ulises Lima. No me quedó más remedio que decirle que no, a menos que Ulises estuviera en ese momento en su habitación, durmiendo. Vamos a salir de dudas en el acto, dijo Álamo y se metió en el ascensor seguido por el poeta campesino y por mí. En la habitación de Ulises Lima encontramos a Aurelio Pradera, poeta y fino estilista, y éste nos confesó lo que yo ya sabía, que Ulises había estado allí los dos primeros días, pero que luego se había evaporado. ¿Y por qué no se lo comunicaste a Hugo?, rugió Álamo. Las explicaciones que siguieron fueron más bien confusas. Álamo se mesaba los cabellos. Aurelio Pradera dijo que no entendía por qué le echaban la culpa a él, precisamente a él, que había tenido que soportar una noche entera las pesadillas en voz alta de Ulises Lima, un agravio comparativo, a su parecer. El poeta campesino se sentó en la cama en donde supuestamente debía de haber dormido el causante del revuelo y se puso a hojear una revista de literatura. Poco después me di cuenta que otro de los poetas campesinos había hecho acto de presencia y que detrás de éste, en el umbral, se hallaba don Pancracio Montesol, mudo espectador del drama que se desarrollaba entre las cuatro paredes de la habitación 405. Por supuesto, lo comprendí en el acto, yo ya había dejado de ejercer la función de jefe operativo de la delegación mexicana. En la emergencia este papel recayó en Julio Labarca, el teórico marxista de los poetas campesinos, quien se hizo cargo de la situación con un vigor que yo entonces estaba lejos de sentir.
Su primera resolución fue llamar a la policía, después convocó una reunión de urgencia de lo que él llamaba las «cabezas pensantes» de la delegación, es decir los escritores que de tanto en tanto escribían artículos de opinión, ensayos breves, reseñas de libros políticos (las «cabezas creativas» eran los poetas o los narradores como don Pancracio, y también existía el apartado de las «cabecitas locas», que eran los novatos y los primerizos como Aurelio Pradera y tal vez como el propio Ulises Lima, y las «cabezas pensantes-creativas», la créme de la créme, en donde sólo reinaban dos de los poetas campesinos, con Labarca a la cabeza), y tras examinar con franqueza y rotundidad la nueva situación que propiciaba o creaba el incidente y el incidente en sí mismo, llegaron a la conclusión de que lo mejor que podía hacer la delegación era seguir con los horarios previstos, es decir marcharnos sin más dilación aquel mismo día y dejar el asunto Lima en manos de las autoridades competentes.
Sobre las repercusiones políticas que la desaparición de un poeta mexicano en Nicaragua podía conllevar, se dijeron cosas en verdad tremendas, pero luego, teniendo en cuenta que a Ulises Lima lo conocía muy poca gente y que de la poca gente que lo conocía más de la mitad estaban peleados con él, la alarma bajó varios enteros. Incluso se barajó la posibilidad de que su desaparición pasara desapercibida.
Más tarde llegó la policía y Álamo, Labarca y yo estuvimos hablando con uno que decía ser inspector y al que Labarca dio inmediatamente trato de «compañero», «compañero» por aquí y «compañero» por acá, la mera verdad es que para ser policía era simpático y comprensivo, aunque no dijo nada que previamente no hubiéramos sopesado. Nos preguntó por las costumbres del «compañero escritor». Le dijimos que, por supuesto, desconocíamos sus costumbres. Quiso saber si tenía alguna «rareza» o «debilidad». Álamo dijo que uno nunca sabía, el gremio era diverso como la humanidad y la humanidad, ya se sabe, es una suma de debilidades. Labarca lo apoyó (a su manera) y dijo que puede que fuera un degenerado y puede que no. ¿Degenerado en qué sentido?, quiso saber el inspector sandinista. Eso yo no lo puedo precisar, dijo Labarca, la verdad es que no lo conocía, ni siquiera lo vi en el avión. ¿Vino en el mismo avión que nosotros, no? Por supuesto, Julio, dijo Álamo. Y luego Álamo me pasó la pelota a mí: tú lo conoces, Montero (qué cantidad de coraje concentrado había en esas palabras), dinos cómo era. Yo me lavé las manos en el acto. Volví a explicar toda la historia, desde el principio hasta el final, ante el aburrimiento manifiesto de Álamo y Labarca y el sincero interés del inspector. Cuando terminé dijo ah, qué vida la de los escritores, carajo. Luego quiso saber por qué había habido escritores que no quisieron viajar a Managua. Por asuntos personales, dijo Labarca. ¿No por beligerancia con nuestra revolución? Cómo se le ocurre, de ningún modo, dijo Labarca. ¿Qué escritores no quisieron venir?, dijo el inspector. Álamo y Labarca se miraron y luego me miraron a mí. Yo abrí la bocota y dije los nombres. Ah, caray, dijo Labarca, ¿así que Marco Antonio también estaba invitado? Sí, dijo Álamo, me pareció una buena idea. ¿Y por qué no se me consultó?, dijo Labarca. Se lo comenté a Emilio y dio el okey, dijo Álamo molesto de que Labarca cuestionara su autoridad delante de mí. ¿Y ese Marco Antonio, quién es?, dijo el inspector. Un poeta, dijo Álamo secamente. ¿Pero un poeta de qué tipo?, quiso saber el inspector. Un poeta surrealista, dijo Álamo. Un surrealista del PRI, precisó Labarca. Un poeta lírico, dije yo. El inspector movió la cabeza varias veces, como diciendo ya entiendo aunque para nosotros estaba claro que no entendía una mierda. ¿Y ese poeta lírico no quiso solidarizarse con la revolución sandinista? Bueno, dijo Labarca, es un poco fuerte decirlo de esa manera. No pudo venir, supongo, dijo Álamo. Aunque Marco Antonio, ya se sabe, dijo Labarca y se rio por primera vez. Álamo sacó su cajetilla de Delicados y ofreció. Labarca y yo cogimos uno, pero el inspector los rechazó con un gesto y encendió un cigarrillo cubano, éstos son más fuertes, dijo con un cierto retintín que no nos pasó desapercibido. Fue como si dijera: los revolucionarios fumamos tabaco fuerte, los hombres de verdad fumamos tabaco de verdad, los que incidimos objetivamente en la realidad fumamos tabaco real. ¿Más fuertes que un Delicados?, dijo Labarca. Tabaco negro, compañeros, tabaco auténtico. Álamo se rio por lo bajo y dijo: parece mentira que se nos haya perdido un poeta, pero en realidad quería decir: qué sabes tú de tabaco, pinche cabrón. Me lo paso por los huevos el tabaco cubano, dijo Labarca casi sin inmutarse. ¿Cómo dice, compañero?, dijo el inspector. Que me vale madres el tabaco cubano, donde arda un Delicados que se apaguen los demás. Álamo volvió a reírse y el inspector pareció dudar entre palidecer o asumir una expresión de perplejidad. Supongo, compañero, que eso lo dice sin segundas, dijo. Sin segundas y sin terceras, lo digo tal y como lo ha escuchado. A un Delicados no hay quien le tosa, dijo Labarca. Ah, qué Julio más gandalla, murmuró Álamo mirándome a mí para que el inspector no le descubriera la risa que a duras penas contenía. ¿Y en qué se basa para decir eso?, dijo el inspector envuelto en una nube de humo. Noté que la situación iba tomando un sesgo distinto. Labarca levantó una mano y la agitó, como si abofeteara al inspector, a pocos centímetros de su nariz: no me eche el humo a la cara, hombre, dijo, un poco más de consideración. Esta vez el inspector empalideció sin dudarlo, como si el fuerte aroma de su tabaco lo hubiera mareado. Coño, un poco más de respeto, compañero, casi me da en la nariz. Qué narices ni qué narices, le dijo Labarca a Álamo sin inmutarse, si no sabe distinguir el olor de un Delicados de un vulgar manojo de hebras cubano es que a usted le falla la nariz, compañero, algo que en sí mismo no tiene importancia pero que tratándose de un fumador o de un policía es por lo menos preocupante. Es que el Delicados es rubio, Julio, dijo Álamo muerto de risa. Y además tiene el papel dulce, dijo Labarca, eso sólo se encuentra en algunas partes de la China. Y en México, Julio, dijo Álamo. Y en México, claro, dijo Labarca. El inspector les echó una mirada de esas que matan, luego apagó bruscamente su cigarrillo y dijo con la voz cambiada que tenía que levantar un acta de persona desaparecida y que ese trámite sólo se podía cumplimentar en la comisaría. Parecía dispuesto a detenernos a todos. Pues qué esperamos, dijo Labarca, vamos a la comisaría, compañero. Montero, me dijo mientras salía, dale un telefonazo al ministro de Cultura, de mi parte. Okey, Julio, dije yo. El inspector pareció dudar unos segundos. Labarca y Álamo estaban en el hall del hotel. El inspector me miró como pidiéndome consejo. Yo le hice la señal de las muñecas enmanilladas, pero él no me entendió. Antes de salir, dijo: están de vuelta en menos de diez minutos. Yo me encogí de hombros y le di la espalda. Al cabo de un rato llegó don Pancracio Montesol, vestido con una guayabera blanquísima y con una bolsa de plástico del Gigante de la colonia Chapultepec llena de libros. ¿El asunto está en vías de solución, amigo Montero? Mi cuaternario don Pancracio, dije yo, el asunto está igual que estaba anoche y antenoche, hemos perdido al pobre Ulises Lima y la culpa, quiera usted que no, es mía por haberlo arrastrado hasta aquí.
Don Pancracio, como era habitual en él, no hizo el menor intento de consolarme y durante unos minutos los dos nos mantuvimos en silencio, él bebiendo el penúltimo whisky y leyendo un libro de un filósofo presocrático, y yo con la cabeza escondida entre las manos, chupando un daiquiri con pajita y tratando de imaginarme infructuosamente a Ulises Lima sin dinero y sin amigos, solo en aquel país convulsionado, mientras escuchábamos las voces y los gritos de los miembros de nuestra delegación que vagaban por las dependencias contiguas como perros sin amo o como loros heridos. ¿Sabe qué es lo peor de la literatura?, dijo don Pancracio. Lo sabía, pero hice como que no. ¿Qué?, dije. Que uno acaba haciéndose amigo de los literatos. Y la amistad, aunque es un tesoro, acaba con el sentido crítico. Una vez, dijo don Pancracio, Monteforte Toledo me puso sobre el regazo este enigma: un poeta se pierde en una ciudad al borde del colapso, el poeta no tiene dinero, ni amigos, ni nadie a quien acudir. Además, naturalmente, no tiene intención ni ganas de acudir a nadie. Durante varios días vaga por la ciudad o por el país, sin comer o comiendo desperdicios. Ya ni siquiera escribe. O escribe con la mente, es decir delira. Todo hace indicar que su muerte es inminente. Su desaparición, radical, la prefigura. Y sin embargo el susodicho poeta no muere. ¿Cómo se salva? Etcétera, etcétera. Sonaba a Borges, pero no se lo dije, ya bastante lo joden sus colegas con que si plagia a Borges aquí o si lo plagia allá, si lo plagia bonito o si lo plagia gachamente, como hubiera dicho López Velarde. Lo que hice fue escucharlo y luego imitarlo, es decir, quedarme en silencio. Y luego vino un tipo a decirme que ya estaba a las puertas del hotel la furgoneta que nos llevaría al aeropuerto y yo dije de acuerdo, vamos para allá, pero antes miré a don Pancracio, que ya se había descolgado de su taburete y me miraba con una sonrisa en la cara, como si yo hubiera encontrado la solución del enigma, pero evidentemente yo no había encontrado ni captado ni adivinado nada, y además me importaba un carajo, así que se lo dije: el problema que le puso su amigo, ¿cuál era la solución, don Pancracio? Y entonces don Pancracio me miró y me dijo: ¿qué amigo? Pues su amigo, el que fuera, Miguel Ángel Asturias, el enigma del poeta que se pierde y que sobrevive. Ah, ése, dijo don Pancracio como si despertara, la verdad es que ya no me acuerdo, pero pierda cuidado, el poeta no muere, se hunde, pero no muere.
Lo que bien amas nunca perece, dijo uno que estaba junto a nosotros y que nos oyó, un güero de traje cruzado y corbata roja que era el poeta oficial de San Luis Potosí, y ahí mismo, como si las palabras del güero hubieran sido el pistoletazo de salida, en este caso de despedida, se armó un desorden mayúsculo, con escritores mexicanos y nicaragüenses dedicándose mutuamente sus libros, y luego en la furgoneta, donde no cabíamos todos (los que nos íbamos y los que nos iban a despedir), al grado que tuvimos que llamar tres taxis para que proporcionaran apoyo logístico suplementario al desplazamiento. Por descontado yo fui el último en dejar el hotel. Antes hice unas cuantas llamadas telefónicas y le dejé una carta a Ulises Lima en el supuesto harto improbable de que volviera a aparecer por allí. En la carta le aconsejaba que se dirigiera de inmediato a la embajada mexicana en donde se encargarían de repatriarlo. También llamé a la comisaría. Allí hablé con Álamo y Labarca, que me aseguraron que nos encontraríamos en el aeropuerto. Luego cogí mis maletas, llamé a un taxi y me fui.