12

Heimito Künst, acostado en su buhardilla de la Stuckgasse, Viena, mayo de 1980. Yo estuve preso con el buen Ulises en la cárcel de Beersheba, en donde los judíos preparan sus bombas atómicas. Yo sabía todo, pero no sabía nada. Miraba, qué otra cosa podía hacer, miraba desde las rocas, quemado por el sol, hasta que el hambre y la sed podían conmigo y entonces me arrastraba hasta la cafetería del desierto y pedía una coca-cola y una hamburguesa de carne de ternera, aunque las hamburguesas que sólo tienen ternera no son buenas, eso lo sé yo y lo sabe todo el mundo.

Un día me tomé cinco coca-colas y de pronto me sentí mal, como si el sol se hubiera filtrado en la profundidad de mis cocas y me lo hubiera tragado sin darme cuenta. Tuve fiebre. No podía aguantar, pero aguanté. Me escondí detrás de una roca amarilla y esperé a que el sol se ocultara y después me ovillé y me quedé dormido. Los sueños no me dejaron en toda la noche. Yo creía que me tocaban con sus dedos. Pero los sueños no tienen dedos, tienen puños, así que debían de ser alacranes. Las quemaduras, de todas maneras, me escocían. Cuando desperté aún no había salido el sol. Busqué a los alacranes antes de que se refugiaran bajo las piedras. ¡No encontré ni uno solo! Razón de más para mantenerse despierto y sospechar. Y eso fue lo que hice. Pero luego tuve que salir porque necesitaba beber y comer. Así que me levanté, estaba de rodillas, y encaminé mis pasos hasta la cafetería del desierto, pero el camarero no quiso servirme nada.

¿Por qué no me sirves lo que te pido?, le dije. ¿Acaso mi dinero no es bueno, acaso no es tan bueno como el de cualquiera? Él hizo como que no me escuchaba y tal vez, eso pensé yo, no me escuchaba, tal vez yo me había quedado sin voz de tanto vigilar en el desierto, entre las rocas y los alacranes, y ahora, aunque creía que hablaba, en realidad no hablaba. Pero entonces de quién era la voz que mis oídos escuchaban sino la mía, pensé. Cómo puedo haberme quedado mudo y seguir escuchándome, pensé. Después me dijeron que me fuera. Alguien escupió a mis pies. Me provocaban. Pero yo no caigo fácilmente en las provocaciones. Tengo experiencia. No quise escuchar lo que me decían. Si tú no me vendes carne ya me la venderá un árabe, dije, y abandoné lentamente la cafetería.

Durante horas estuve buscando a un árabe. Parecía que los árabes se hubieran esfumado en el aire. Al final, sin darme cuenta, llegué exactamente al lugar de donde había salido, junto a la piedra amarilla. Era de noche y hacía frío, gracias a Dios, pero no pude dormirme, tenía hambre y ya no me quedaba agua en la cantimplora. ¿Qué hacer?, me dije. ¿Qué puedo hacer yo ahora, Virgen Santa? Desde lejos me llegaba el sonido amortiguado de las máquinas con que los judíos fabricaban sus bombas atómicas. Cuando desperté el hambre era insoportable. En las instalaciones secretas de Beersheba los judíos seguían trabajando, pero yo ya no podía espiarlos sin llevarme al menos un pedazo de pan duro a la boca. Todo el cuerpo me dolía. Tenía quemaduras en el cuello y en los brazos. Desde hacía no sé cuántos días que no cagaba. ¡Pero aún era capaz de caminar! ¡Aún era capaz de dar saltos o de mover los brazos como molinetes! Así que me levanté y mi sombra se levantó conmigo (los dos estábamos arrodillados, rezando) y emprendí la marcha hacia la cafetería del desierto. Creo que me puse a cantar. Yo soy así. Camino. Canto. Cuando desperté estaba en un calabozo. Alguien había recogido mi mochila y la había arrojado junto a mi camastro. Me dolía un ojo, me dolía la mandíbula, me escocían las quemaduras, creo que alguien me había pateado en la tripa, pero la tripa no me dolía.

Agua, dije. El calabozo estaba a oscuras. Traté de escuchar el ruido de las máquinas de los judíos, pero no escuché nada. Agua, dije, tengo sed. Algo se movió en la oscuridad. ¿Un alacrán?, pensé. ¿Un alacrán gigantesco?, pensé. Una mano me cogió de la nuca. Tiró de mí. Luego sentí el borde de un cazo en mis labios y luego el agua. Después me dormí y soñé con la Franz-Josefs-Kai y el puente de Aspern. Cuando abrí los ojos vi al buen Ulises en el catre vecino. Estaba despierto, estaba mirando el techo, estaba pensando. Lo saludé en inglés. Buenos días, le dije. Buenos días, me respondió. ¿Dan de comer en esta prisión?, le dije. Dan de comer, me respondió. Me levanté y busqué mis zapatos. Los tenía puestos. Decidí dar una vuelta por el calabozo. Decidí explorar. El techo era oscuro, ahumado. Humedad u hollín. Puede que ambos. Las paredes eran blancas. Allí vi inscripciones. Dibujos en la pared de mi izquierda y letras en la de mi derecha. ¿El Corán? ¿Mensajes? ¿Noticias de la fábrica subterránea? En la pared del fondo había una ventana. Detrás de la ventana había un patio. Detrás del patio había el desierto. En la cuarta pared había una puerta. La puerta era de rejas y tras las rejas había un pasillo. En el pasillo no había nadie. Me di la vuelta y me acerqué al buen Ulises. Me llamo Heimito, dije, y soy de Viena. Él dijo que se llamaba Ulises Lima y era de México City.

Poco después nos trajeron el desayuno. ¿Dónde estamos?, le pregunté al carcelero. ¿En la fábrica? Pero el carcelero nos dejó la comida y se marchó. Comí con apetito. El buen Ulises me dio la mitad de su desayuno y también me lo comí. Hubiera podido seguir comiendo toda la mañana. Después me puse a reconocer el calabozo. Me puse a reconocer las inscripciones en las paredes. Los dibujos. Todo fue inútil. Los mensajes eran indescifrables. Saqué un bolígrafo de mi mochila y me arrodillé junto a la pared de la derecha. Dibujé a un enano con un pene enorme. Un pene erecto. Después dibujé a otro enano con un pene enorme. Después dibujé una teta. Después escribí: Heimito K. Después me cansé y volví a mi catre. El buen Ulises se había dormido, así que procuré no hacer ruido para no despertarlo. Me acosté y me puse a pensar. Pensé en los subterráneos donde los judíos fabricaban sus bombas atómicas. Pensé en un partido de fútbol. Pensé en una montaña. Estaba nevando y hacía frío. Pensé en los alacranes. Pensé en un plato lleno de salchichas. Pensé en la iglesia que está en los Alpen Garten, junto a la Jacquingasse. Me quedé dormido. Desperté. Volví a quedarme dormido. Hasta que oí la voz del buen Ulises y desperté. Un carcelero nos empujó por los pasillos. Salimos al patio. Creo que el sol me reconoció enseguida. Me dolieron los huesos. Pero no las quemaduras, así que caminé e hice ejercicio. El buen Ulises se sentó apoyado contra la pared y allí se quedó, quieto, mientras yo movía los brazos y levantaba las rodillas. Escuché unas risas. Unos árabes, sentados en el suelo en un rincón, se reían. No les hice caso. Uno dos, uno dos, uno dos. Desentumecí mis articulaciones. Cuando volví a mirar aquel rincón en sombras, los árabes ya no estaban. Me tiré al suelo. Me arrodillé. Por un segundo pensé en quedarme así. De rodillas. Pero luego me tiré al suelo e hice cinco flexiones. Hice diez flexiones. Hice quince flexiones. Me dolía todo el cuerpo. Cuando me levanté vi que los árabes estaban sentados en el suelo alrededor del buen Ulises. Caminé hacia ellos. Despacio. Pensando. Tal vez no le querían hacer daño. Tal vez no eran árabes. Tal vez eran mexicanos perdidos en Beersheba. Cuando el buen Ulises me vio, dijo: que haya paz. Y yo comprendí.

Me senté en el suelo junto a él, la espalda apoyada contra el muro y durante un segundo mis ojos azules se encontraron con los ojos oscuros de los árabes. Resoplé. ¡Resoplé y cerré los ojos! Escuché que el buen Ulises hablaba en inglés, pero no entendí lo que decía. Los árabes hablaron en inglés, pero no entendí lo que decían. El buen Ulises se rio. Los árabes se rieron. Entendí sus risas y dejé de resoplar. Me quedé dormido. Cuando desperté el buen Ulises y yo estábamos solos. Un carcelero nos condujo hasta nuestra celda. Nos dieron de comer. Con mi comida trajeron dos tabletas. Para la fiebre, dijeron. No me las tomé. El buen Ulises dijo que las tirara por el agujero. ¿Pero adónde va a dar ese agujero? A las cloacas, dijo el buen Ulises. ¿Me puedo fiar? ¿Y si va a dar a un almacén? ¿Y si todo acaba en una mesa enorme y húmeda en donde clasifican hasta nuestros más pequeños desechos? Trituré las tabletas con los dedos y arrojé el polvo por la ventana. Dormimos. Cuando desperté el buen Ulises leía. Le pregunté qué libro leía. Los Selected Poems, de Ezra Pound. Léeme algo, le dije. No entendí nada. No insistí. Vinieron a buscarme y me interrogaron. Examinaron mi pasaporte. Me hicieron preguntas. Se rieron. Cuando volví a mi celda me arrodillé e hice flexiones. Tres, nueve, doce. Después me senté en el suelo, junto a la pared de mi derecha, y dibujé un enano con un pene enorme. Cuando acabé dibujé otro. Y después dibujé la leche que salía de uno de los penes. Y después ya no tenía ganas de dibujar y me puse a estudiar las otras inscripciones. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda. No entiendo el árabe. El buen Ulises tampoco. De todas maneras, leí. Encontré algunas palabras. Me rompí la cabeza. Volvieron a dolerme las quemaduras del cuello. Palabras. Palabras. El buen Ulises me dio agua. Sentí su mano bajo la axila, tirando de mí, hacia arriba. Luego me quedé dormido.

Cuando desperté el carcelero nos llevó a las duchas. Nos entregó a cada uno un trozo de jabón y dijo que nos ducháramos. Ese carcelero parecía amigo del buen Ulises. Con él no hablaba en inglés. Hablaba en español. Me mantuve alerta. Los judíos siempre procuran engañarte. Lamenté haberme mantenido alerta, pero era mi deber. Contra el deber no se puede hacer nada. Cuando me lavaba la cabeza hice como que cerraba los ojos. Hice como que me caía. Hice como que hacía ejercicio. Pero en realidad lo único que hice fue mirarle el pene al buen Ulises. No estaba circuncidado. Lamenté mi error, mi desconfianza. Sin embargo no podía hacer otra cosa. Por la noche nos dieron sopa. Y un guiso de verduras. El buen Ulises me dio la mitad de su ración. ¿Por qué no quieres comer?, le dije. Está bueno. Hay que alimentarse. Hay que hacer ejercicio. No tengo hambre, me dijo, come tú. Cuando se apagaron las luces la luna entró en nuestra celda. Me asomé a la ventana. En el desierto, al otro lado del patio de la cárcel, cantaban las hienas. Un grupo pequeño y oscuro y movedizo. Más oscuro que la noche. Y también se reían. Sentí un cosquilleo en las plantas de los pies. No se metan conmigo, pensé.

Al día siguiente, después de desayunar, nos soltaron. Al buen Ulises el carcelero que hablaba español lo acompañó hasta la parada del autobús que iba a Jerusalén. Hablaban. El carcelero contaba historias y el buen Ulises escuchaba y después era él el que contaba una historia. El carcelero compró un helado de limón para Ulises y uno de naranja para él. Después me miró y me preguntó si yo también quería un helado. ¿Tú también quieres un helado, infeliz?, dijo. Uno de chocolate, dije yo. Cuando tuve mi helado en la mano busqué monedas en mis bolsillos. Con la mano izquierda busqué en los bolsillos del lado izquierdo. Con la mano derecha busqué monedas en los bolsillos del lado derecho. Le extendí unas cuantas. El judío las miró. El sol le estaba derritiendo la punta de su helado de naranja. Yo volví sobre mis pasos. Me alejé de la parada de autobuses. Me alejé de la calle y de la cafetería del desierto. Un poco más allá estaba mi roca. A buen paso. A buen paso. Cuando llegué me apoyé en la roca y respiré. Busqué mis mapas y mis dibujos y no encontré nada. Sólo calor y el ruido que hacen los alacranes en sus agujeros. Bzzzz. Me dejé caer en la tierra y me arrodillé. En el cielo no había ni una nube. Ni un pájaro. ¿Qué podía hacer sino mirar? Me oculté entre las rocas y traté de oír los ruidos de Beersheba, pero sólo escuché el ruido del aire, un soplo de polvo caliente que me quemó la cara. Y después escuché la voz del buen Ulises que me llamaba, Heimito, Heimito, ¿dónde estás, Heimito? Y yo supe que no me podía ocultar. Ni aunque quisiera. Y salí de las rocas, con mi mochila colgando de una mano, y seguí al buen Ulises que me llamaba por el camino que el destino quiso. Aldeas. Descampados. Jerusalén. En Jerusalén puse un telegrama a Viena pidiendo dinero. Mi dinero, el dinero de mi herencia, exigía.

Mendigamos. En las puertas de los hoteles. En las rutas turísticas. Dormimos en la calle. O en los portales de las iglesias. Comimos la sopa de los hermanitos armenios. El pan de los hermanitos palestinos.

Yo le contaba al buen Ulises lo que había visto. Los planes diabólicos de los judíos. Él decía: duerme, Heimito. Hasta que llegó mi dinero. Compramos dos billetes de avión y no nos quedó más dinero. Eso era todo mi dinero. Falso. Escribí una postal desde Tel-Aviv y lo exigí todo. Volamos. Desde allí arriba vi el mar. El nivel del mar es un engaño, pensé. El único espejismo verdadero. Fata morgana, dijo el buen Ulises. En Viena llovía. ¡Pero nosotros no somos terrones de azúcar! Cogimos un taxi hasta la Landesgerichtsstrasse con la Lichtenfelsgasse. Cuando llegamos le di un puñetazo en la nuca al taxista y nos fuimos. Primero por la Josefstädter strasse, a buen trote, luego por la Strozzigasse, luego por la Zeltgasse, luego por la Piaristengasse, luego por Lerchenfelder strasse, luego por Neubaugasse, luego por Siebensterngasse, hasta Stuckgasse, en donde está mi casa. Luego subimos a pie cinco pisos. A buen trote. Pero no tenía la llave. Había perdido la llave de mi buhardilla en el desierto del Neguev. Tranquilo, Heimito, dijo el buen Ulises, vamos a revisar los bolsillos. Revisamos. Uno por uno. Nada. La mochila. Nada. La ropa que había en la mochila. Nada. Mi llave perdida en el Neguev. Entonces pensé en la llave de repuesto. Hay una llave de repuesto, dije. Vaya, vaya, dijo el buen Ulises. Acezaba. Estaba tirado en el suelo, la espalda apoyada en mi puerta. Yo estaba arrodillado. Entonces me levanté y pensé en la llave de repuesto y me dirigí a la ventana al final del pasillo. Por la ventana se veía un patio interior de cemento y los tejados de la Kirchengasse. Abrí la ventana y la lluvia me mojó la cara. Afuera, en un agujerito, estaba la llave. Cuando saqué la mano en mis dedos había restos de telarañas.

Vivimos en Viena. Cada día llovía un poco más. Los dos primeros días no salimos de mi casa. Yo salí. Pero no mucho. Sólo a comprar pan y café. El buen Ulises permaneció dentro de su saco de dormir, leyendo o mirando por la ventana. Comíamos pan. Era lo único que comíamos. Yo tenía hambre. La tercera noche el buen Ulises se levantó, se lavó la cara, se peinó y salimos a pasear. Enfrente de la Figarohaus me acerqué a un hombre y lo golpeé en la cara. El buen Ulises registró sus bolsillos mientras yo lo sostenía. Luego nos fuimos por Graben y nos perdimos por calles concurridas y pequeñas. En un bar de la Gonzagagasse el buen Ulises quiso beber una cerveza. Yo pedí una fanta de naranja y llamé por teléfono, desde la cabina del bar, pidiendo mi dinero, el dinero que legalmente me pertenecía. Después fuimos a ver a mis amigos al puente de Aspern, pero no encontramos a nadie y volvimos a casa caminando.

Al día siguiente compramos salchichas y jamón y paté y más pan. Salíamos a diario. Usábamos el metro. En la estación de Rossauer Lände encontré a Udo Möller. Se estaba tomando una cerveza y me miró como si yo fuera un alacrán. Quién es éste, dijo señalando al buen Ulises. Es un amigo, dije. ¿Dónde lo has encontrado?, dijo Udo Möller. En Beersheba, dije. Nos metimos en un vagón hasta Heiligenstadt y desde allí, en el Schnellbahn, hasta Hernals. ¿Es judío?, me preguntó Udo Möller. No es judío, no está circuncidado, dije. Caminábamos bajo la lluvia. Caminábamos hacia el garaje de un tal Rudi. Udo Möller hablaba conmigo en alemán, pero no le quitaba la vista de encima al buen Ulises. Pensé que íbamos hacia una ratonera y me detuve. Vi claro, sólo entonces, que ellos querían matar al buen Ulises. Y me detuve. Dije que pensándolo mejor teníamos cosas que hacer. ¿Qué cosas?, dijo Udo Möller. Cosas, dije. Compras. Ya falta poco, dijo Udo Möller. No, dije, tenemos que hacer. Sólo será un momento, dijo Udo Möller. ¡No!, dije. La lluvia me caía por la nariz y por los ojos. Con la punta de la lengua me lamí la lluvia y dije no. Entonces me di la vuelta y le dije al buen Ulises que me siguiera y Udo Möller comenzó a seguirnos. Vamos, sólo falta un poco, ven conmigo, Heimito, sólo será un momento. ¡No!

Aquella semana empeñamos el televisor y un reloj de pared, recuerdo de mi madre. Tomábamos el metro en Neubaugasse, cambiábamos en Stephansplatz, y salíamos en Vorgartenstrasse o Donauinsel. Pasábamos horas contemplando el río. El nivel del río. A veces, flotando sobre las aguas, veíamos cajas de cartón. Lo que me traía pésimos recuerdos. En ocasiones nos bajábamos en Praterstern y dábamos vueltas por la estación. Seguíamos a personas. Nunca hicimos nada. Es demasiado peligroso, decía el buen Ulises, no vale la pena arriesgarse. Pasábamos hambre. Había días en que no salíamos de casa. Yo hacía flexiones, diez, veinte, treinta, el buen Ulises me miraba, sin salir de su saco de dormir, con un libro en las manos. Pero mayormente miraba la ventana. El cielo gris. Y a veces miraba en dirección a Israel. Una noche, mientras yo dibujaba en mi cuaderno, me preguntó: ¿qué hacías tú en Israel, Heimito? Se lo dije. Buscaba, buscaba. La palabra «buscaba» junto a la casa y al elefante que había dibujado. ¿Y qué hacías tú, mi buen Ulises? Nada, dijo.

Cuando dejó de llover volvimos a salir. Encontramos a un tipo en la estación de Stadtpark y lo seguimos. En la Johannesgasse el buen Ulises lo cogió de un brazo y mientras el tipo miraba quién lo sujetaba yo le descerrajé un puñetazo en la nuca. A veces íbamos a la oficina de correos de Neubaugasse, cerca de casa, y el buen Ulises franqueaba sus cartas. De vuelta pasábamos enfrente del teatro Rembrandt y el buen Ulises se podía estar cinco minutos contemplándolo. ¡A veces lo dejaba delante del teatro y me iba a telefonear a un bar! ¡La misma respuesta! ¡No me querían dar mi dinero! Cuando volvía el buen Ulises allí estaba, mirando el teatro Rembrandt. Yo entonces respiraba aliviado y nos íbamos a casa a comer. Una vez encontramos a tres de mis amigos. Íbamos caminando por la Franz-Josefs-Kai en dirección a la plaza Julius Raab y ellos aparecieron de pronto. Como si hasta ese momento hubieran sido invisibles. Rastreadores. Batidores. Me saludaron. Dijeron mi nombre. Uno se puso delante de mí. Gunther, el más fuerte. Otro a mi izquierda. Otro a la derecha del buen Ulises. No podíamos caminar. Podíamos dar media vuelta y salir huyendo, pero no podíamos avanzar. Tanto tiempo sin vernos, Heimito, dijo Gunther. Tanto tiempo sin vernos, Heimito, dijeron todos. ¡No! No hay tiempo. Pero no teníamos adonde escapar.

Paseamos. Caminamos. Fuimos a ver a Julius el policía. Preguntaron si el buen Ulises entendía el alemán. Si conocía el secreto. No entiende, dije, no conoce los secretos. Pero es inteligente, dijeron. No es inteligente, dije, es bueno, sólo duerme y lee y no hace ejercicios. Queríamos irnos. ¡Nada de que hablar! ¡Estamos ocupados!, dije. El buen Ulises los miraba y asentía. Ahora era yo la estatua. El buen Ulises miraba y recorría el cuarto de Julius y miraba hacia todas partes. No se estaba quieto. Dibujos. Gunther cada vez más nervioso. ¡Estamos ocupados y queremos irnos!, dije. Entonces Gunther cogió al buen Ulises de los hombros y le dijo ¿por qué te mueves como una ladilla? ¡Quieto! Y Julius dijo: la rata está nerviosa. El buen Ulises se hizo a un lado y Gunther sacó su puño metálico. No lo toques, dije, dentro de una semana recibo mi herencia. Y Gunther guardó su puño metálico en el bolsillo y empujó al buen Ulises hasta un rincón del cuarto. Luego hablamos de Propaganda. Me mostraron papeles y fotos. En una foto aparecía yo, de espaldas. Soy yo, dije, esta foto es vieja. Me mostraron fotos nuevas, papeles nuevos. La foto de un bosque, una cabaña en el bosque, una suave pendiente. Conozco este lugar, dije. Claro que lo conoces, Heimito, dijo Julius. Después vinieron más palabras y más palabras y más papeles y más fotos. ¡Todo viejo! Silencio, astucia, no dije nada. Después nos despedimos y marchamos caminando a casa. Gunther y Peter nos acompañaron durante un rato. Pero el buen Ulises y yo íbamos en silencio. Astutos. Caminamos y caminamos. Gunther y Peter se metieron en el metro y el buen Ulises y yo caminamos y caminamos. Sin hablar. Antes de llegar a casa entramos en una iglesia. La Ulrichkirche de la Burggasse. ¡Yo me metí en una iglesia y el buen Ulises me siguió, protegiendo mis pasos!

Intenté rezar. Intenté dejar de pensar en las fotos. Esa noche comimos pan y el buen Ulises me preguntó por mi padre, por mis amigos, por mis viajes. Al día siguiente no salimos a la calle. Pero al otro día sí salimos porque el buen Ulises tenía que ir al correo y ya en la calle decidimos no volver a casa y caminar. ¿Estás nervioso, Heimito?, preguntaba el buen Ulises. No, no lo estoy, le respondía yo. ¿Por qué miras hacia atrás a cada rato? ¿Por qué miras hacia los lados? La astucia nunca está de más, le contestaba. No teníamos dinero. Encontramos a un viejo en el parque Esterhazy. Le daba de comer a las palomas, pero las palomas ignoraban sus migas. Me acerqué por detrás y le di un puñetazo en la cabeza. El buen Ulises registró sus bolsillos pero no encontró dinero, sólo monedas y migas de pan y una billetera que nos llevamos. En la billetera había una foto. El viejo se parecía a mi padre, dije. Arrojamos la billetera a un buzón de correos. Después estuvimos dos días sin salir de casa y al final sólo teníamos migas de pan. Así que fuimos a visitar a Julius el policía. Salimos con él. Entramos en un bar de la Favoritenstrasse y escuchamos sus palabras. Yo miraba la mesa, la superficie de la mesa y las gotas de coca-cola derramadas. Ulises hablaba en inglés con Julius el policía y le contaba que en México las pirámides eran más grandes y más numerosas que en Egipto. Cuando levanté la vista de la mesa divisé, junto a la puerta del bar, a Gunther y a Peter. Parpadeé y desaparecieron. Pero media hora después o cinco minutos después aparecieron en nuestra mesa y se sentaron con nosotros.

Esa noche hablé con el buen Ulises y le conté que conocía una casa en el campo, una cabaña de madera al pie de una suave colina de pinos. Le dije que no quería volver a ver a mis amigos. Luego hablamos de Israel, del calabozo de Beersheba, del desierto, de las rocas amarillas y de los alacranes que sólo salían de noche, cuando el ojo del hombre no podía distinguirlos. Tal vez deberíamos volver, dijo el buen Ulises. Los judíos seguramente me matarían, dije yo. No te harían nada, dijo el buen Ulises. Los judíos me matarían, dije yo. Entonces el buen Ulises se tapó la cabeza con una toalla sucia, pero igual parecía que seguía mirando por la ventana. Yo me quedé mirándolo un rato y pensando cómo sabía él que no me harían nada. Me arrodillé y puse los brazos en cruz. Diez, quince, veinte flexiones. Hasta que me aburrí y me puse a dibujar.

Al día siguiente volvimos al bar de la Favoritenstrasse. Allí estaba Julius el policía y seis de sus amigos. Tomamos el metro en Taubstumengasse y salimos en Praterstern. Escuché aullidos. Corrimos. Sudamos. Al día siguiente uno de mis amigos vigilaba mi casa. Se lo dije al buen Ulises. Pero éste no vio nada. Por la noche nos peinamos. Nos lavamos la cara y salimos. En el bar de la Favoritenstrasse Julius el policía nos habló de dignidad, de evolución, del maestro Darwin y del maestro Nietzsche. Yo traduje para que el buen Ulises entendiera sus palabras, aunque yo no entendía nada. La oración de los huesos, dijo Julius. El anhelo de la salud. La virtud del peligro. El tesón de los olvidados. Bravo, dijo el buen Ulises. Bravo, dijeron los demás. Los límites de la memoria. La sagacidad de las plantas. El ojo de los parásitos. La agilidad de la tierra. El mérito del soldado. La astucia del gigante. El agujero de la voluntad. Magnífico, dijo el buen Ulises en alemán. Extraordinario. Bebimos. Yo no quería cerveza, pero me pusieron una jarra delante y dijeron bebe, Heimito, no te hará daño. Bebimos y cantamos. El buen Ulises cantó algunas estrofas en español y mis amigos lo observaron con miradas de lobo y se rieron. ¡Pero ellos no entendían lo que cantaba el buen Ulises! ¡Ni yo! Bebimos y cantamos. De vez en cuando Julius el policía decía dignidad, honor, memoria. Me pusieron varias jarras. Con un ojo observaba la cerveza que temblaba en el interior de las jarras y con el otro ojo observaba a mis amigos. Ellos no bebían. Por cada jarra suya yo bebía cuatro. Bebe, Heimito, no te hará daño, decían. También al buen Ulises le daban de beber. Bebe, mexicanito, decían, no te hará daño. Y cantábamos. Baladas sobre la casa en el campo, bajo la suave colina. Y Julius el policía decía: hogar, terruño, patria. El dueño del bar se acercó a beber con nosotros. Vi cómo le guiñaba un ojo a Gunther. Vi cómo Gunther le guiñaba un ojo a él. Vi cómo evitaba mirar hacia el rincón en donde estaba el buen Ulises. Bebe, Heimito, me decían, no te hará daño. Y Julius el policía sonreía, halagado, y decía gracias, gracias, lo sé, lo sé, no es para tanto, por favor. Extraordinario. Implacable. Y entonces dijo: rectitud, deber, traición, castigo. Y nuevamente lo felicitaron, pero entonces ya sólo unos pocos sonreían.

Después salimos todos juntos. Como una piña. Como los dedos de una mano de acero. Como un guantelete en el viento. Pero en la calle comenzamos a separarnos. En grupos cada vez más pequeños. Cada vez más separados. Hasta que perdimos de vista a los demás. En nuestro grupo iba Udo y cuatro amigos más. En dirección al Belvedere. Por la Karolinengasse y luego por la Belvederegasse. Y algunos hablaban y otros preferían no hablar y mirar el suelo que pisábamos. Las manos en los bolsillos. Los cuellos levantados. Y yo le dije al buen Ulises: ¿sabes lo que estamos haciendo aquí? Y el buen Ulises me contestó que más o menos se estaba haciendo una idea. Y atravesamos la Prinz-Eugen-Strasse y yo le pregunté al buen Ulises qué clase de idea era ésa. Y él me contestó: más o menos la misma que te estás haciendo tú, Heimito, más o menos la misma. Los demás no entendían el inglés o si alguno lo entendía aparentaba no entenderlo. Cuando entramos en el parque yo me puse a rezar. ¿Qué murmuras, Heimito?, dijo Udo, que iba a mi lado. No, no, no, dije yo mientras las ramas de los árboles que íbamos apartando me rozaban la cara y el pelo. Luego miré hacia arriba y no vi ni una estrella. Llegamos a un claro: todo era verde oscuro, hasta las sombras de Udo y de mis amigos. Nos quedamos quietos, las piernas abiertas, y las luces bailaban detrás de los árboles y de las plantas, lejanas, inalcanzables. Los puños americanos salieron de los bolsillos de mis amigos. ¡Sin decir una palabra! O si dijeron algo yo no lo entendí. Pero no creo que dijeran nada. ¡Nos habíamos detenido en un lugar secreto y no era necesario hablar! ¡Creo que ni siquiera nos mirábamos! ¡Me dieron ganas de ponerme a gritar! Pero entonces vi que el buen Ulises sacaba algo del bolsillo de su chaqueta y se abalanzaba contra Udo. Yo también me moví. Cogí a uno de mis amigos por el cuello y le di un puñetazo en la frente. Me golpearon por detrás. Uno, dos, uno, dos. Otro me golpeó por delante. Sentí en los labios el sabor metálico de su puño americano. Pero pude retener a uno de mis amigos por el hombro y con un movimiento brusco descargué al que tenía sobre la espalda. Creo que le rompí una costilla a alguien. Sentí una oleada de calor. Escuché los gritos de Udo pidiendo ayuda. Rompí una nariz. Vámonos, Heimito, dijo el buen Ulises. Lo busqué y no lo vi. ¿Dónde estás?, dije. Aquí, Heimito, aquí, tranquilízate. Dejé de golpear. En el claro había dos cuerpos tirados sobre la hierba, los demás se habían ido. Estaba cubierto de sudor y no podía pensar. Descansa un momento, dijo el buen Ulises. Me arrodillé y extendí los brazos en cruz. Vi al buen Ulises acercarse a los caídos. Por un momento creí que los iba a degollar, aún tenía el cuchillo en la mano, y pensé que se haga la voluntad de Dios. Pero el buen Ulises no levantó su arma contra los cuerpos caídos. Registró sus bolsillos y tocó sus cuellos y acercó su oído a sus bocas y dijo: no hemos matado a nadie, Heimito, podemos irnos. Me limpié la jeta herida con la camisa de uno de mis amigos. Me peiné. Me levanté. ¡Sudaba como un cerdo! ¡Las piernas me pesaban como las de un elefante! Pero igual corrí y corrí y luego caminé e incluso silbé hasta que por fin salimos del parque. Por Jacquingasse hasta Rennweg. Y luego por la Marokkanergasse hasta el Konzerthaus. Y luego por Lisztstrasse hasta Lothringerstrasse. Los días siguientes estuvimos solos. Pero salimos a la calle. Una tarde vimos a Gunther. Nos miró de lejos y luego se alejó. No le hicimos caso. Una mañana vimos a dos de mis amigos. Estaban en una esquina y cuando nos vieron se marcharon. Una tarde, en la Karntner Strasse, el buen Ulises vio a una mujer, de espaldas, y se acercó a ella. Yo también la vi, pero no me acerqué. Me quedé a diez metros, luego a once metros, luego a quince metros, luego a dieciocho metros. Y vi cómo el buen Ulises la llamaba y ponía su mano en el hombro de la mujer y ésta se volvía y el buen Ulises se disculpaba y la mujer seguía caminando.

Todos los días íbamos al correo. Dábamos paseos que terminaban en la plaza Esterhazy o en la Stiftskaserne. A veces mis amigos nos seguían. ¡Siempre a distancia! Una noche encontramos a un hombre en la Schadekgasse y lo seguimos. Entró en el parque. Era un hombre viejo y bien vestido. El buen Ulises se puso a su lado y yo le di un puñetazo en la nuca. Registramos sus bolsillos. Esa noche comimos en un bar cerca de casa. Después me levanté de la mesa y llamé por teléfono. Mi herencia, mi dinero, dije, y desde el otro lado de la línea alguien dijo: no, no, no. Aquella noche hablé con el buen Ulises pero no recuerdo de qué. Después vino la policía y nos llevaron a la comisaría de la Bandgasse. Nos quitaron las esposas y nos interrogaron. Preguntas, preguntas. Yo dije: no tengo nada que decir. Cuando me llevaron al calabozo el buen Ulises no estaba allí. A la mañana siguiente vino mi abogado. Le dije: señor abogado, parece usted una estatua abandonada en un bosque y él se rio. Cuando terminó de reír, dijo: a partir de ahora se acabaron las bromas, Heimito. ¿Dónde está mi buen Ulises?, dije yo. Tu cómplice está detenido, Heimito, dijo mi abogado. ¿Está solo?, dije yo. Naturalmente, dijo mi abogado, y entonces dejé de temblar. Si el buen Ulises estaba solo nada le podía ocurrir.

Esa noche soñé con una roca amarilla y con una roca negra. Al día siguiente vi al buen Ulises en el patio. Hablamos. Me preguntó cómo estaba. Bien, dije, hago ejercicios, hago flexiones, abdominales, boxeo con mi sombra, dije. No boxees con tu sombra, dijo él. Cómo estás tú, dije yo. Bien, dijo él, me tratan bien, la comida es buena. ¡La comida es buena!, dije yo. Después me volvieron a interrogar. Preguntas, preguntas. Yo no sé nada, dije. Heimito, cuéntanos lo que sabes, dijeron ellos. Entonces les hablé de los trabajos de los judíos que construían la bomba atómica en Beersheba y de los alacranes que sólo salían a la superficie durante la noche. Y ellos dijeron que me mostrarían fotos y cuando vi las fotos yo dije: están muertos, ¡son fotos de muertos!, y no quise seguir hablando con ellos. Esa noche vi al buen Ulises por el pasillo. Mi abogado me dijo: nada malo te pasará, Heimito, nada malo te puede pasar, ésa es la ley, irás a vivir al campo. ¿Y el buen Ulises?, dije yo. Él se quedará aquí un tiempo más. Hasta aclarar su situación. Esa noche soñé con una roca blanca y con el cielo de Beersheba, refulgente como una copa de cristal. Al día siguiente vi al buen Ulises en el patio. El patio estaba cubierto por una película verde pero ni a él ni a mí parecía importarnos. Los dos teníamos ropas nuevas. Hubiéramos podido pasar por hermanos. Me dijo: todo se ha solucionado, Heimito. Tu padre se hace cargo de ti. ¿Y de ti?, dije. Yo vuelvo a Francia, dijo el buen Ulises. La policía austríaca me paga el billete hasta la frontera. ¿Y cuándo volverás?, dije. No puedo volver hasta 1984, dijo. El año del gran hermano. Pero nosotros no tenemos hermanos, dije. Así parece, dijo él. ¿La baba del diablo es verde?, pregunté de golpe. Puede que sí, Heimito, me contestó, pero yo más bien diría que no tiene color. Después se sentó en el suelo y yo me puse a hacer ejercicios. Corrí, hice flexiones, me arrodillé. Cuando terminé el buen Ulises se había puesto de pie y estaba hablando con otro detenido. Por un momento pensé que estábamos en Beersheba y que el cielo nublado sólo era un engaño de los ingenieros judíos. Pero luego me di una palmada en la cara y me dije no, estamos en Viena y el buen Ulises se va mañana y no podrá volver hasta dentro de mucho y yo tal vez pronto vea a mi padre. Cuando volví junto a él el otro detenido se largó. Estuvimos hablando. Cuídate, me dijo cuando lo vinieron a buscar, mantente en forma, Heimito. Hasta pronto, dije yo, y ya no lo volví a ver.

María Font, calle Montes, cerca del Monumento a la Revolución, México DF, febrero de 1981. Cuando Ulises regresó a México yo hacía poco me había venido a vivir aquí. Estaba enamorada de un tipo que daba clases de matemáticas en una prepa. Nuestra relación empezó de forma bastante tormentosa porque él estaba casado y yo pensaba que nunca iba a dejar a su mujer, pero un día me llamó por teléfono a casa de mis padres y me dijo que buscara un sitio donde pudiéramos irnos a vivir juntos. Ya no soportaba a su esposa y la separación era inminente. Él estaba casado y tenía dos hijos y decía que su mujer utilizaba a los niños para chantajearlo. La conversación que tuvimos no fue de aquellas que tranquilizan, más bien al contrario, pero lo cierto es que a la mañana siguiente me puse a buscar un lugar, al menos provisional, donde los dos pudiéramos vivir.

Por supuesto, estaba el asunto del dinero, él tenía su sueldo pero debía seguir pagando el alquiler de la casa donde vivían sus hijos, además de pasarles una mensualidad para manutención, gastos escolares, etcétera. Y yo no tenía trabajo y sólo contaba con una asignación que me daba una tía materna para que terminara mis estudios de danza y pintura. Así que tuve que echar mano de mis ahorros, pedirle prestado a mi madre y no buscar nada excesivamente caro. Al cabo de tres días, Xóchitl me dijo que había una habitación vacía en el hotel donde ella y Requena vivían. Me mudé en el acto.

La habitación era grande, con baño y cocina, y estaba justo encima de la habitación de Xóchitl y Requena.

Esa misma noche vino a verme el profesor de matemáticas y estuvimos haciendo el amor hasta que amaneció. Al día siguiente, sin embargo, no apareció y aunque en un par de ocasiones lo llamé por teléfono a la escuela, no pude ponerme en contacto con él. Dos días después lo volví a ver y acepté todas las explicaciones que quiso darme. Más o menos así transcurrió la primera y la segunda semana de mi nueva vida en la calle Montes. El profesor de matemáticas aparecía cada cuatro días, aproximadamente, y nuestros encuentros sólo acababan con la madrugada y la inminencia de un nuevo día laboral. Después él desaparecía.

Por supuesto, no sólo hacíamos el amor, también hablábamos. Me contaba cosas de sus hijos. Una vez, hablándome de la más pequeña, se puso a llorar y finalmente dijo que no entendía nada. ¿Qué hay que entender?, dije yo. Me miró como si hubiera dicho una tontería, como si fuera demasiado joven para entender esas cosas y no me contestó. Por lo demás, mi vida era más o menos la misma que antes. Iba a clases, conseguí un trabajo de correctora en una editorial (pésimamente pagado), veía a mis amigos y daba largos paseos por México. Mi amistad con Xóchitl creció, en gran medida debido a nuestra nueva condición de vecinas. Por las tardes, cuando no estaba el profesor de matemáticas, bajaba a su habitación y nos poníamos a hablar o a jugar con el niño. Requena casi nunca estaba (aunque él sí que llegaba cada noche) y Xóchitl y yo nos dedicábamos a hablar de nuestras cosas, de cosas de mujeres, sin recatarnos por la presencia de un hombre. Como era natural, el objetivo de nuestras primeras conversaciones fue el profesor de matemáticas y su peculiar modo de entender una nueva relación. Según Xóchitl, el tipo era en el fondo un cagado que tenía miedo de abandonar a su mujer. Yo era de la opinión de que en esto influía mucho más su delicadeza, su deseo de no hacer un daño innecesario, que el miedo propiamente dicho. En mi fuero interno me extrañó bastante la determinación con que Xóchitl tomó partido por mí y no por la mujer del profesor de matemáticas.

A veces íbamos al parque con el pequeño Franz. Una noche en que estaba el profesor de matemáticas, los invitamos a cenar. El profesor de matemáticas quería que estuviéramos solos pero Xóchitl me había pedido que se lo presentara y pensé que aquella era una ocasión inmejorable. Fue la primera cena que di en lo que ya veía como mi nueva casa y aunque la cena en sí fue más bien sencilla, una gran ensalada, quesos y vino, Requena y Xóchitl acudieron muy puntuales y mi amiga apareció con su mejor vestido. El profesor de matemáticas trató, me consta, de ser agradable, algo que le agradecí, pero yo no sé si por la escasez de comida (en aquellos días me decantaba por las dietas bajas en calorías) o por la abundancia de vino, el caso es que la cena fue un desastre. Al marcharse mis amigos el profesor de matemáticas los trató de parásitos, los elementos, dijo, que inmovilizan a una sociedad, los que hacen que un país nunca acabe de ponerse en movimiento. Yo le dije que era igual que ellos y él replicó que eso no era cierto, que yo estudiaba y trabajaba mientras ellos no hacían nada. Son poetas, argüí. El profesor de matemáticas me miró a los ojos y repitió varias veces la palabra poeta. Vagos es lo que son, dijo, y malos padres, ¿a quién se le puede ocurrir ir a comer en un lugar ajeno dejando a su hijo solo en casa? Aquella noche, mientras hacíamos el amor, pensé en el pequeño Franz durmiendo en la habitación de abajo mientras sus padres bebían vino y comían queso en mi habitación, y me sentí vacía e irresponsable. Poco después, uno o dos días, Requena me dijo que Ulises Lima había vuelto a México.

Una tarde, mientras leía, escuché que Xóchitl me llamaba golpeando su techo con el palo de una escoba. Me asomé a la ventana. Ulises está aquí, dijo Xóchitl, ¿quieres bajar? Bajé. Allí estaba Ulises. No me causó una gran alegría verlo. Todo lo que él y Belano habían significado para mí quedaba ahora demasiado lejos. Habló de sus viajes. Creo que en la narración de éstos había demasiada literatura. Mientras él hablaba me puse a jugar con el pequeño Franz. Después Ulises dijo que tenía que ir a ver a los hermanos Rodríguez y que si queríamos acompañarlo. Xóchitl y yo nos miramos. Si tú quieres ir yo te cuido al niño, le dije. Antes de marcharse Ulises me preguntó por Angélica. Está en casa, le dije, llámala por teléfono. En general, no sé por qué, mi actitud con él fue más bien hostil. Cuando se marcharon, Xóchitl me guiñó un ojo. Aquella noche no vino el profesor de matemáticas. Le di de comer al pequeño Franz en mi habitación y luego bajé, le puse el pijama y lo metí en la cama, en donde no tardó en quedarse dormido. De la estantería cogí un libro y estuve leyendo, junto a la ventana, y observando los coches que pasaban con las luces encendidas por la calle Montes. Leía y pensaba.

A las doce de la noche volvió Requena. Me preguntó qué hacía allí y dónde estaba Xóchitl. Le dije que había ido a una reunión de real visceralistas en casa de los hermanos Rodríguez. Después de mirar a su hijo Requena me preguntó si yo había comido. Le dije que no. Me había olvidado de comer. Pero al niño sí que le había dado la cena, anuncié.

Requena abrió el refrigerador y sacó una olla pequeña que puso al fuego. Era sopa de arroz. Me preguntó si quería. En realidad lo que yo no quería era irme a mi habitación solitaria, así que le dije que me pusiera un poco. Hablábamos a media voz para no despertar al pequeño Franz. ¿Cómo van tus clases de danza?, dijo. ¿Cómo van tus clases de pintura? Requena sólo había estado una vez en mi habitación, la noche de la cena, y le había gustado lo que yo pintaba. Todo va bien, le dije. ¿Y la poesía? Hace mucho que no escribo, le dije. Yo también, dijo él. La sopa de arroz estaba muy picante. Le pregunté si Xóchitl cocinaba siempre así. Siempre, dijo él, debe de ser una costumbre familiar.

Durante un rato estuvimos mirándonos sin decir nada y también mirando la calle, la cama de Franz, las paredes mal pintadas. Después Requena se puso a hablar de Ulises y de su regreso a México. A mí me ardía la boca y el estómago y después comprobé que también me ardía la cara. Yo pensé que se quedaría en Europa para siempre, oí que decía. No sé por qué en ese momento me puse a pensar en el padre de Xóchitl, a quien había visto en una sola ocasión, mientras salía del cuarto. Al verlo yo di un salto hacia atrás, me pareció un tipo siniestro. Es mi padre, dijo Xóchitl al ver mi expresión de alarma. El tipo me saludó con un movimiento de cabeza y se marchó. El real visceralismo está muerto, dijo Requena, deberíamos olvidarnos de él y hacer algo nuevo. Una sección mexicana del surrealismo, murmuré. Necesito beber algo, dije. Vi a Requena levantarse y abrir el refrigerador, la luz de éste, amarilla, corrió por el piso hasta las patas de la cama del pequeño Franz. Vi una pelota, unas zapatillas muy pequeñas, pero demasiado grandes para pertenecer al niño, me puse a pensar en los pies de Xóchitl, mucho más pequeños que los míos. ¿Has notado algo nuevo en Ulises?, dijo Requena. Bebí agua fría. No he notado nada, dije. Requena se levantó y abrió la ventana para ventilar la habitación del humo de los cigarrillos. Está como loco, dijo Requena, está alucinado. Oí un ruido proveniente de la cama del pequeño Franz. ¿Habla en sueños?, pregunté. No, es de la calle, dijo Requena. Me asomé a la ventana y miré hacia mi habitación, la luz estaba apagada. Después sentí las manos de Requena en mi cintura y no me moví. Él tampoco se movió. Al cabo de un rato me bajó el pantalón y sentí su pene entre mis nalgas. No nos dijimos nada. Cuando terminamos nos volvimos a sentar a la mesa y encendimos un cigarrillo. ¿Se lo dirás a Xóchitl?, dijo Requena. ¿Quieres que se lo diga?, dije yo. Preferiría que no, dijo él.

Me fui a las dos de la mañana y Xóchitl aún no había regresado. Al día siguiente, al volver de mis clases de pintura, Xóchitl vino a buscarme a mi cuarto. La acompañé al supermercado. Mientras comprábamos me contó que Ulises Lima y Pancho Rodríguez se habían peleado. El real visceralismo está muerto, dijo Xóchitl, si al menos hubieras ido tú… Le dije que yo ya no escribía poesía ni quería saber nada de poetas. Al volver, Xóchitl me pidió que pasara a su habitación. No había hecho la cama y los platos de la noche anterior, los platos en los que Requena y yo habíamos comido, se amontonaban sin lavar en el fregadero junto con los platos utilizados al mediodía por Xóchitl y Franz.

Aquella noche tampoco vino el profesor de matemáticas. Desde un teléfono público llamé a mi hermana. No sabía qué decirle pero necesitaba hablar con alguien y no tenía ganas de estar otra vez en la habitación de Xóchitl. La pillé justo antes de que saliera. Iba al teatro. ¿Qué quieres?, me dijo. ¿Necesitas dinero? Durante un rato estuve diciendo tonterías, luego, antes de colgar, le pregunté si sabía que Ulises Lima había vuelto a México. No lo sabía. No le importaba. Nos dijimos adiós y colgué. Después llamé a casa del profesor de matemáticas. Contestó el teléfono su mujer. ¿Bueno?, dijo. Yo me quedé callada. Cabrona hija de la gran chingada, contesta, dijo. Yo colgué suavemente y volví a casa. Dos días después Xóchitl me dijo que Catalina O’Hara daba una fiesta en donde posiblemente se iban a reunir todos los real visceralistas, en la fiesta se iba a ver si se podía relanzar al grupo, sacar una revista, planear nuevas actividades. Me preguntó si yo pensaba ir. Le dije que no, pero que si ella quería ir yo podía cuidarle a Franz. Aquella noche volví a hacer el amor con Requena, durante mucho rato, desde que se durmió el niño hasta las tres de la mañana, aproximadamente, y por un momento pensé que era a él a quien amaba y no al pinche profesor de matemáticas.

Al día siguiente Xóchitl me contó cómo había ido la reunión. Igual que una película de zombis. Para ella, el real visceralismo estaba acabado, lo cual era una pena porque los poemas que ahora escribía, dijo, eran en el fondo poemas real visceralistas. La escuché sin decir nada. Después le pregunté por Ulises. Él es el jefe, dijo Xóchitl, pero está solo. A partir de aquel día ya no hubo más reuniones real visceralistas y Xóchitl no volvió a pedirme que cuidara a su hijo por las noches. Mi relación con el profesor de matemáticas estaba muerta pero aún seguíamos acostándonos de vez en cuando y yo aún seguía llamando por teléfono a su casa, supongo que por masoquismo o, lo que es aún peor, porque me aburría. Un día, sin embargo, hablamos de todo lo que nos pasaba o de lo que no nos pasaba y a partir de entonces dejamos de vernos. Al marcharse parecía aliviado. Pensé en dejar el cuarto de la calle Montes y volver a casa de mi madre. Finalmente decidí no marcharme y seguir viviendo allí de forma permanente.