Norman Bolzman, sentado en un banco del parque Edith Wolfson, Tel-Aviv, octubre de 1979. Siempre he sido sensible al dolor ajeno, siempre he intentado solidarizarme con el dolor de los demás. Soy judío, judío mexicano, y conozco la historia de mis dos pueblos. Creo que con eso ya está todo explicado. No intento justificarme. Sólo intento contar una historia y tal vez comprender los resortes ocultos de ésta, aquellos que en su momento no vi y que ahora me pesan. Mi historia, sin embargo, no será todo lo coherente que yo quisiera. Y mi papel en ella oscilará, como una mota de polvo, entre la claridad y la oscuridad, entre las risas y las lágrimas, exactamente igual que una telenovela mexicana o que un melodrama yiddish.
Todo comenzó en febrero pasado, una tarde gris, delgada como un sudario, que a veces suelen estremecer el cielo de Tel-Aviv. Alguien tocó el timbre de nuestro departamento de la calle Hashomer. Cuando abrí apareció ante mí el poeta Ulises Lima, el jefe del grupo autodenominado real visceralista. No puedo decir que lo conociera, en realidad sólo lo había visto una vez, pero Claudia solía contar historias de él y Daniel alguna vez me leyó alguno de sus poemas. La literatura, sin embargo, no es mi fuerte y posiblemente nunca supe apreciar el valor de sus versos. En cualquier caso, el hombre que tenía ante mí no parecía un poeta sino más bien un mendigo.
No empezamos bien, lo reconozco. Claudia y Daniel estaban en la universidad y yo tenía que estudiar, así que lo hice pasar, le invité una taza de té y luego me encerré en mi habitación. Por un instante pareció que todo volvía a la normalidad, me sumergí en los filósofos de la Escuela de Marburgo (Natorp, Cohen, Cassirer, Lange) y en algunos escolios de la obra de Salomón Maimón, indirectamente devastadores para con aquéllos. Pero al cabo de un rato, que pudo ser veinte minutos, pero también dos horas, mi mente se quedó en blanco y en medio de esa blancura se fue dibujando el rostro de Ulises Lima, el rostro del recién llegado, y aunque dentro de mi mente todo estaba blanco no pude distinguir con precisión sus facciones hasta pasado un buen rato (¿pero cuánto?, no lo sé), como si el rostro de Ulises en lugar de aclararse con la albura del exterior se oscureciera.
Cuando salí lo encontré durmiendo estirado en el sofá. Durante un rato lo estuve mirando. Luego volví a entrar en mi cuarto e intenté concentrarme en mis estudios. Imposible. Hubiera debido salir, pero me pareció incorrecto dejarlo solo. Pensé en despertarlo. Pensé en que quizás debería imitarlo y ponerme a dormir yo también, pero tuve miedo o pudor, no podría precisarlo. Al final cogí un libro de mi estantería, uno de Natorp, La religión en los límites de la humanidad, y me senté en un sofá enfrente de él.
A eso de las diez llegaron Claudia y Daniel. Yo tenía las dos piernas acalambradas y me dolía todo el cuerpo, y lo que es peor, no había entendido nada de cuanto había leído, pero cuando los vi aparecer por la puerta tuve el ánimo suficiente como para hacerles con el dedo una señal de silencio, no sé por qué, tal vez porque no quería que Ulises Lima se despertara antes de que Claudia y yo pudiéramos hablar, tal vez porque ya me había acostumbrado a escuchar sólo el ritmo regular de su respiración de dormido. Todo fue, no obstante, inútil, pues cuando Claudia, tras unos primeros segundos de vacilación descubrió a Ulises en el sillón, lo primero que dijo fue carajo o bolas o cámara o chale, pues aunque Claudia nació en Argentina y llegó a México a los dieciséis años, en el fondo siempre se ha sentido muy mexicana o eso dice, vaya uno a saber. Y entonces Ulises se despertó de un salto y lo primero que vio fue a Claudia sonriéndole a menos de medio metro y luego vio a Daniel y Daniel también le sonreía, qué sorpresa.
Esa noche salimos a cenar afuera, en su honor. Yo al principio dije que en realidad no podía, que tenía que terminar con mi Escuela de Marburgo, pero Claudia no me dejó, ni se te ocurra, Norman, no empecemos. La cena, pese a mis temores, fue divertida. Ulises se dedicó a narrarnos sus aventuras y todos nos reímos, o mejor dicho se dedicó a narrarle a Claudia sus aventuras, pero de una forma tan encantadora que, pese a lo triste que en el fondo era lo que contaba, todos nos reímos, que es lo mejor que uno puede hacer en casos así. Después volvimos caminando a casa, por Arlozorov, respirando a pleno pulmón, Daniel y yo adelante, bastante más adelante, Claudia y Ulises detrás, hablando, como si estuvieran otra vez en el DF y tuvieran todo el tiempo del mundo a su disposición. Y cuando Daniel me dijo que no caminara tan aprisa, que qué pretendía dando esos pasos, yo cambié de tema en el acto, le pregunté qué había hecho, le conté lo primero que se me vino a la cabeza del loco de Salomón Maimón, todo con tal de dilatar un poco más el instante que se avecinaba y que yo temía. De buena gana hubiera huido aquella noche, ojalá lo hubiera hecho.
Cuando llegamos al departamento aún tuvimos tiempo para bebemos un té. Luego Daniel nos miró a los tres y dijo que se iba a dormir. Cuando oí cerrarse su puerta dije lo mismo y me metí en mi cuarto. Tirado en la cama, con la luz apagada, oí a Claudia hablar con Ulises durante un rato. Después la puerta se abrió, Claudia encendió la luz, me preguntó si al día siguiente no tenía clases y empezó a desnudarse. Le pregunté dónde estaba Ulises Lima. Durmiendo en el sofá, dijo. Le pregunté qué le había dicho. No le dije nada, respondió. Entonces yo también me desnudé, me metí en la cama y cerré los ojos con fuerza.
Durante dos semanas reinó un nuevo orden en nuestra casa. Al menos, así lo percibía yo, profundamente alterado por pequeños detalles que tal vez antes me pasaban desapercibidos.
Claudia, que los primeros días intentó ignorar la nueva situación, finalmente también aceptó los hechos y dijo que empezaba a sentirse agobiada. Al segundo día de estancia con nosotros, una mañana, mientras Claudia se lavaba los dientes, Ulises le dijo que la amaba. La respuesta de Claudia fue que ya lo sabía. He venido hasta aquí por ti, le dijo Ulises, he venido porque te amo. La respuesta de Claudia fue que podía haberle escrito una carta. Ulises encontró aquella respuesta altamente estimulante y le escribió un poema que leyó a Claudia a la hora de comer. Cuando yo me levantaba discretamente de la mesa, pues no quería oír nada, Claudia me pidió que me quedara y el mismo ruego le hizo a Daniel. El poema era más bien un conjunto de fragmentos sobre una ciudad mediterránea, Tel-Aviv, supongo, y sobre un vagabundo o poeta mendicante. Me pareció hermoso y así lo dije. Daniel compartió mi opinión. Claudia estuvo callada unos minutos, con expresión pensativa, y después dijo que, en efecto, ojalá pudiera ella escribir poemas tan hermosos. Por un instante yo pensé que todo se reconducía, que íbamos a poder estar todos en paz y me propuse como voluntario para ir a conseguir una botella de vino. Pero Claudia dijo que al día siguiente tenía que estar muy temprano en la universidad y diez minutos después ya estaba encerrada en nuestra habitación. Ulises, Daniel y yo hablamos durante un rato, nos bebimos otra taza de té y después cada uno se fue a su cuarto. A eso de las tres me levanté para ir al baño y al pasar de puntillas por la sala escuché que Ulises estaba llorando. No creo que se diera cuenta que yo estaba allí. Estaba tirado bocabajo, supongo, desde donde yo estaba sólo era un bulto sobre el sofá, un bulto cubierto con una manta y con un viejo abrigo, un volumen, una masa de carne, una sombra que se estremecía lastimeramente.
No se lo dije a Claudia. De hecho, en aquellos días comencé, por primera vez, a ocultarle cosas, a hurtarle partes de la historia, a mentirle. Por lo que respecta a nuestra cotidianidad de estudiantes, en Claudia ésta no varió un ápice, al menos ella se mostró siempre dispuesta a no demostrarnos lo contrario. Los primeros días de su estancia en Tel-Aviv el compañero habitual de Ulises era Daniel, pero al cabo de dos o tres semanas éste también hubo de retomar la disciplina universitaria so riesgo de hacer peligrar sus exámenes. Poco a poco, el único que quedó disponible para Ulises fui yo. Pero yo estaba ocupado con el neo-kantismo, con la Escuela de Marburgo, con Salomón Maimón, y la cabeza me daba vueltas porque cada noche, cuando salía a orinar, encontraba a Ulises llorando en la oscuridad, y eso no era lo peor, lo peor era que algunas noches pensaba: hoy lo veré llorar, es decir, que vería su rostro, porque hasta entonces sólo lo oía, ¿y quién me asegura a mí que lo que escuchaba era un llanto y no los gemidos, por ejemplo, de alguien en el proceso de hacerse una paja? Y cuando pensaba que vería su rostro, lo imaginaba alzándose en la oscuridad, un rostro anegado en llanto, un rostro tocado por la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas de la sala. Y ese rostro expresaba tanta desolación que ya desde el mismo momento en que me sentaba en la cama, en la oscuridad, sintiendo a Claudia a mi lado, su respiración algo ronca, el peso como de una roca me oprimía el corazón y yo también sentía ganas de llorar. Y a veces me quedaba mucho rato sentado en la cama, aguantándome las ganas de ir al baño, aguantándome las ganas de llorar, todo por el miedo de que aquella noche sí, de que aquella noche su cara se levantase de la oscuridad y yo pudiera verla.
Para no hablar del sexo, de mi vida sexual, que desde que él traspuso la puerta de nuestro departamento se fue al garete.
Simplemente no podía hacerlo. Es decir, sí podía, pero no quería. La primera vez que lo intentamos, creo que a la tercera noche, Claudia me preguntó qué me ocurría. No me ocurre nada, le dije, ¿por qué me lo preguntas? Porque estás más silencioso que un muerto, dijo ella. Y así era como yo me sentía, no como un muerto pero sí como un visitante involuntario en el mundo de los muertos. Debía permanecer en silencio. No gemir, no lanzar alaridos, no suspirar, venirme con la máxima circunspección. E incluso los gemidos de Claudia, que antes tanto me excitaban, en aquellos días se convirtieron en ruidos insoportables que me ponían frenético aunque siempre me guardé mucho de manifestarlo, ruidos ofensivos para mis tímpanos que intentaba acallar tapándole la boca con la palma de mi mano o con mis labios. En una palabra, que hacer el amor se convirtió en una tortura y que a la tercera o cuarta experiencia intenté evitar o dilatar por todos los medios. Siempre era el último en acostarme. Me quedaba con Ulises (que por lo demás casi nunca aparentaba tener sueño) y conversábamos sobre cualquier cosa. Le pedía que me leyera lo que había escrito aquel día, sin importarme que fueran poemas en donde rabiosamente se percibía el amor que sentía por Claudia. A mí me gustaban igual. Por supuesto, prefería los otros, aquellos en donde hablaba de las cosas nuevas que veía cada día cuando se quedaba solo y salía a pasear sin rumbo por Tel-Aviv, por Giv’at Rokach, por Har Shalom, por las viejas callejuelas portuarias de Yafo, por el campus de la universidad o por el parque Yarkon, o aquellos en donde recordaba a México, al DF, tan lejano, o aquellos que eran o que a mí me parecían exploraciones formales. Cualquiera, excepto los de Claudia. Pero no por mí, no porque me hirieran a mí, o la hirieran a ella, sino porque intentaba evitar la cercanía de su dolor, de su obstinación de mula, de su profunda estupidez. Una noche se lo dije. Le dije: Ulises, ¿por qué te estás haciendo esto? Él hizo como que no me escuchaba, me miró de reojo (de manera tal, además, que yo recordé, en medio de cien relámpagos o más, la mirada de un perro que tuve cuando niño, cuando vivía en la colonia Polanco y al que mis padres sacrificaron porque de repente le dio por morder a la gente) y luego siguió hablando, como si yo no hubiera dicho nada.
Aquella noche, cuando me fui a la cama, le hice el amor a Claudia dormida, y gemí o grité cuando por fin pude alcanzar un estado de excitación conveniente, lo que no fue fácil.
Y después estaba lo del dinero. Claudia, Daniel y yo estudiábamos y recibíamos de nuestros padres una asignación mensual. En el caso de Daniel esta asignación apenas le alcanzaba para vivir. En el caso de Claudia era más generosa. La mía estaba justo en el término medio. Si hacíamos un fondo común, podíamos pagar el departamento, los estudios, las comidas y salir al cine o al teatro o comprar libros en español en la Librería Cervantes, de la calle Zamenhof. La llegada de Ulises, sin embargo, lo trastocó todo, pues al cabo de una semana a éste ya casi no le quedaba nada de dinero y nosotros, como dicen los sociólogos, de la noche a la mañana teníamos una boca más que alimentar. Por mi parte, sin embargo, no hubo problemas, estaba dispuesto a renunciar a ciertos lujos. Por parte de Daniel, tampoco, aunque éste siguió llevando un ritmo de vida exactamente igual al de antes. Fue Claudia, quién lo diría, la que se revolvió contra la nueva situación. Al principio abordó el problema con frialdad y sentido práctico. Una noche le dijo a Ulises que debía buscar trabajo o pedir que le mandaran dinero desde México. Recuerdo que Ulises se la quedó mirando con una sonrisa medio ladeada y luego le dijo que buscaría trabajo. La noche siguiente, durante la cena, Claudia le preguntó si había encontrado chamba. Todavía no, dijo Ulises. ¿Pero has salido a la calle y has buscado?, dijo Claudia. Ulises estaba lavando los platos y no se volvió cuando le dijo que sí, que había salido y había buscado, pero sin suerte. Yo estaba sentado a la cabecera de la mesa y pude verle la cara, de perfil, y me pareció que sonreía. Carajo, pensé, se sonríe, se sonríe de pura felicidad. Como si Claudia fuera su mujer, una mujer exigente, una mujer que se preocupa por que su marido trabaje, y eso a él le gustara. Esa noche le dije a Claudia que lo dejara en paz, que ya bastante mal lo estaba pasando como para que encima ella le diera la lata con lo del trabajo. Además, le dije, de qué quieres que encuentre trabajo en Tel-Aviv, ¿de peón de la construcción?, ¿de changador en el mercado?, ¿de lavaplatos? Tú qué sabes, me dijo Claudia.
La historia, por supuesto, se repitió la noche siguiente, y la siguiente, y cada vez Claudia se comportaba de forma más tiránica, acosándolo, picándolo, poniéndolo entre las cuerdas, y Ulises siempre respondía de la misma manera, calmado, resignado, feliz, sí, cada vez que nosotros nos íbamos a la universidad él salía y buscaba una chamba, daba vueltas por aquí y por allá, pero sin encontrar nada, aunque al día siguiente, claro, lo volvería a intentar. Y llegamos al extremo en que después de cenar Claudia extendía sobre la mesa el periódico y buscaba las ofertas de trabajo, las anotaba en un papel, le indicaba a Ulises adonde había que ir, que autobús tomar o por qué calles meterse para acortar camino, porque no siempre Ulises tenía dinero para el autobús y Claudia decía que no era necesario darle porque a él le gustaba caminar, y cuando Daniel y yo decíamos pero cómo va a ir caminando hasta Ha’Argazim, por ejemplo, hasta la calle Yoreh, o hasta Petah Tikva o Rosh Ha’ayin, en donde necesitaban albañiles, ella nos contaba, delante de él, que entonces la miraba y sonreía como un marido apaleado, pero como un marido al fin y al cabo, sus andanzas por el DF, en donde solía ir caminando, y además de noche, desde la UNAM hasta Ciudad Satélite, que casi casi era como decir de una punta a otra de Israel. Y día a día la situación empeoraba. Ulises ya no tenía nada de dinero y tampoco tenía trabajo y una noche Claudia llegó hecha una furia diciendo que su amiga Isabel Gorkin había visto a Ulises durmiendo en Tel-Aviv Norte, la estación de trenes, o mendigando por la avenida Hamelech George o por el Gan Meir, y Claudia dijo entonces que eso era inadmisible, con un cierto matiz en la palabra inadmisible, como si mendigar en el DF sí lo fuera, pero no en Tel-Aviv, y lo peor de todo fue que nos lo dijo a Daniel y a mí, pero con Ulises al lado, sentado en su sitio de la mesa, escuchando como si fuera el hombre invisible, y Claudia afirmó entonces que Ulises nos engañaba, que de buscar trabajo nada de nada y que a ver qué hacíamos.
Aquella noche Daniel se encerró en su cuarto más temprano que de costumbre y yo a los pocos minutos seguí su ejemplo, pero no me dirigí a mi cuarto (el cuarto que compartía con Claudia) sino que salí a la calle, a caminar sin rumbo y a respirar libremente, lejos de aquella arpía de la que estaba enamorado. Cuando volví, a eso de las doce de la noche, lo primero que escuché al abrir la puerta fue música, una canción de Cat Stevens que a Claudia le gustaba mucho, y luego voces. Algo en éstas me hizo quedarme quieto y no seguir hasta la sala. Era la voz de Claudia y luego la voz de Ulises, pero no sus voces normales, las de cada día, al menos no la voz de cada día de Claudia. No tardé en darme cuenta de que estaban leyendo poemas. ¡Escuchaban música de Cat Stevens y leían unos poemas cortos, secos y tristes, luminosos y ambiguos, lentos y veloces como los relámpagos, poemas que hablaban de un gato que se subía por las piernas de Baudelaire y de un gato, tal vez el mismo, que se subía por las piernas de un Manicomio! (Después supe que eran poemas de Richard Brautigan traducidos por Ulises.) Cuando entré en la sala Ulises levantó la cabeza y me sonrió. Sin decir nada me senté junto a ellos, me lié un cigarrillo y les rogué que continuaran. Cuando nos acostamos le pregunté a Claudia qué había pasado. A veces Ulises me hace perder los estribos, eso es todo, dijo.
Una semana después Ulises se marchó de Tel-Aviv. Al despedirlo Claudia derramó unas lágrimas y luego se encerró en el baño durante un buen rato. Una noche, no habían pasado tres días, nos llamó por teléfono desde el kibbutz Walter Scholem. Un primo de Daniel, mexicano como nosotros, vivía allí y los del kibbutz lo habían acogido. Nos dijo que estaba trabajando en una fábrica de aceite. Qué tal te lo pasas, le preguntó Claudia. No muy bien, dijo Ulises, el trabajo es aburrido. Poco después el primo de Daniel nos llamó por teléfono y nos dijo que Ulises había sido expulsado. ¿Por qué? Pues porque no trabajaba. Casi hemos tenido un incendio por culpa suya, dijo el primo de Daniel. ¿Y en dónde está ahora?, preguntó Daniel, pero su primo no tenía ni idea, de hecho por eso nos llamaba, para saber dónde estaba y poder cobrarle una deuda de cien dólares que había contraído con el economato. Durante algunos días estuvimos cada noche aguardando su llegada, pero Ulises no apareció. Lo que sí llegó fue una carta de Jerusalén. Juro por mis padres o por lo que sea que era absolutamente ininteligible. El sólo hecho de que nos llegara confirma, sin asomo de duda, las excelencias del servicio postal israelí. Estaba dirigida a Claudia, pero el número de nuestro departamento no era el correcto y el nombre de la calle exhibía tres faltas ortográficas, todo un récord. Eso, fuera del sobre. En el interior las cosas empeoraban. La carta, ya he dicho, era imposible de leer, aunque estaba escrita en español o al menos a esa conclusión llegamos Daniel y yo. Pero igual hubiera podido estar escrita en arameo. Sobre esto, sobre el arameo, recuerdo algo curioso. Claudia, que tras mirar la carta no mostró la más mínima curiosidad por saber qué decía, aquella noche, mientras Daniel y yo intentábamos descifrarla nos contó una historia que le había contado Ulises hacía mucho tiempo, cuando ambos estaban en el DF. Según Ulises, decía Claudia, aquella parábola de Jesucristo tan famosa, la de los ricos, el camello y el ojo de la aguja, podía ser fruto de una errata. En griego, dijo Claudia que dijo Ulises (¿pero desde cuándo Ulises sabía griego?) existía la palabra káundos, camello, pero la n (eta) se leía casi como i, y la palabra káuidos, cable, maroma, cuerda gruesa, en donde la i (iota) se lee i. Lo que lo llevaba a preguntarse si, como Mateo y Lucas se basaron en el texto de Marcos, el origen del posible error o gazapo no estaría en éste o en un copista inmediatamente posterior a éste. Lo único que se podía objetar, repetía Claudia que había dicho Ulises, era que Lucas, buen conocedor del griego, hubiera subsanado la errata. Ahora bien, Lucas conocía el griego, pero no el mundo judío y pudo suponer que el «camello» que entra o no entra en el ojo de la aguja era un proverbio de origen hebreo o arameo. Lo curioso, según Ulises, es que había otro posible origen del error: según el herr profesor Pinchas Lapide (vaya nombrecito, dijo Claudia), de la Universidad de Frankfurt, experto en hebreo y arameo, en el arameo de Galilea había proverbios que usaban el sustantivo gamta, maroma de barco, y si una de sus letras consonantes se escribe defectuosamente, como ocurre a menudo en manuscritos hebreos y arameos, es muy fácil leer gamal, camello, sobre todo teniendo en cuenta que en la escritura del arameo y hebreo antiguos no se usan vocales y éstas tienen que ser «intuidas». Lo que nos llevaba, decía Claudia que había dicho Ulises, a una parábola menos poética y más realista. Es más fácil que una maroma de barco o que una cuerda gruesa entre por el ojo de una aguja que el que un rico vaya al reino de los cielos. ¿Y cuál parábola era la que él prefería?, preguntó Daniel. Los dos sabíamos la respuesta pero esperamos a que Claudia la dijera. La de la errata, por supuesto.
Una semana más tarde nos llegó una postal desde Hebrón. Y luego otra desde las orillas del Mar Muerto. Y luego una tercera desde Elat en donde nos decía que había conseguido un trabajo de camarero en un hotel. Después, y durante mucho tiempo, no supimos nada más. En mi fuero interno yo sabía que la chamba de camarero no le iba a durar demasiado y también sabía que hacer turismo en Israel, de forma indefinida y sin un dólar en el bolsillo, podía resultar a veces peligroso, pero no se lo decía a los demás, aunque supongo que Daniel y Claudia también lo sabían. A veces, durante las cenas, hablábamos de él. ¿Qué tal le irá en Elat?, decía Claudia. ¡Qué suerte estar en Elat!, decía Daniel. Podríamos ir a visitarlo el próximo fin de semana, decía yo. Acto seguido tácitamente cambiábamos de tema. Por entonces yo estaba leyendo el Tractatus logico-philosophicus, de Wittgenstein, y todo lo que veía o hacía sólo servía para hacerme patente mi vulnerabilidad. Recuerdo que me enfermé y pasé unos días en cama y que Claudia, siempre tan perspicaz, me quitó el Tractatus y lo escondió en la habitación de Daniel y en su lugar me dio una de las novelas que ella solía leer, La rosa ilimitada, de un francés llamado J. M. G. Arcimboldi.
Una noche, mientras cenábamos, me puse a pensar en Ulises y casi sin darme cuenta derramé unas lágrimas. ¿Qué te pasa?, dijo Claudia. Contesté que si Ulises se enfermaba no iba a tener a nadie que lo cuidara, como ella y Daniel me estaban cuidando a mí. Después les di las gracias y me derrumbé. Ulises es fuerte como un… jabalí, dijo Claudia y Daniel se rio. La observación de Claudia, su símil, me hicieron daño y le pregunté si estaba insensibilizada contra todo. Claudia no me respondió y se puso a prepararme un té con miel. ¡Hemos condenado a Ulises al Desierto!, exclamé. Oí, mientras Daniel me decía que no exagerara, la cuchara, que los dedos de Claudia sostenían, golpeando y removiéndose en el interior del vaso, desplazando el líquido y la capa de miel y entonces ya no pude más y le rogué, le supliqué que me mirara cuando le hablaba, porque estaba hablando con ella y no con Daniel, porque quería que fuera ella la que me diera una explicación o un consuelo y no Daniel. Y entonces Claudia se volvió, puso el té delante de mí, se sentó en su sitio de siempre y dijo qué quieres que te diga, me parece que estás desvariando, tanta filosofía te está afectando el entendimiento. Y entonces Daniel dijo algo así como huy, sí, mano, en los últimos quince días te has zampado al Wittgenstein, al Bergson, al Keyserling (que francamente no sé cómo lo soportas), al Pico de la Mirándola, al Louis Claude ese (se refería a Louis Claude de Saint-Martin, autor de El hombre de voluntad), al loco racista de Otto Weininger y no quiero saber a cuántos más. Y mi novela ni la has tocado, remató Claudia. En ese momento cometí un error y le pregunté cómo podía ser tan insensible. Cuando Claudia me miró comprendí que la había cagado, pero ya era demasiado tarde. Toda la habitación tembló cuando Claudia se puso a hablar. Dijo que nunca más le volviera a decir eso. Dijo que la próxima vez que lo dijera nuestra relación habría terminado. Dijo que no era una muestra de insensibilidad el no preocuparse en exceso por las aventuras de Ulises Lima. Dijo que su hermano mayor había muerto en Argentina, posiblemente torturado por la policía o por el ejército y que eso sí era serio. Dijo que su hermano mayor había luchado en las filas del ERP y que había creído en la Revolución Americana y eso era muy serio. Dijo que si ella o su familia hubieran estado en la Argentina para cuando se desató la represión posiblemente ahora estarían muertos. Dijo todo eso y luego se puso a llorar. Ya somos dos, dije yo. No nos abrazamos, como hubiera querido, pero nos estrechamos la mano por debajo de la mesa y luego Daniel sugirió que saliéramos a dar una vuelta, pero Claudia le dijo que yo todavía estaba enfermo, tonto, que mejor nos tomáramos otro té y luego todos a la cama.
Un mes después apareció Ulises Lima. Lo acompañaba un tipo gigantesco, de casi dos metros, vestido con toda clase de harapos, un austríaco al que había conocido en Beersheba. Los alojamos a los dos, en la sala, durante tres días. El austríaco dormía en el suelo y Ulises en el sofá. El tipo se llamaba Heimito, nunca supimos su apellido y apenas decía una palabra. Con Ulises hablaban en inglés, pero sólo lo justo, nosotros nunca habíamos conocido a nadie que se llamara así, aunque Claudia dijo que había un escritor, austríaco también, pero no estaba segura, llamado Heimito von Doderer. A primera vista el Heimito de Ulises parecía subnormal o fronterizo. Pero lo cierto es que se llevaban bastante bien entre ellos.
Cuando se marcharon los fuimos a despedir al aeropuerto. Ulises, que hasta entonces parecía sereno, dueño de sí mismo, indiferente, se entristeció de pronto, aunque la palabra entristecer no es la correcta. Digamos que de pronto se puso sombrío. La noche anterior a su partida estuve hablando con él y le dije que me alegraba de haberlo conocido. Yo también, dijo Ulises. El día de su partida, cuando Ulises y Heimito ya habían entrado en el control de pasajeros y no podían vernos, Claudia se puso a llorar y por un instante pensé que ella, a su manera, claro, lo quería a él, pero no tardé en desechar esa idea.