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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. De repente sentí que alguien me hablaba. Decían: señor Salvatierra, Amadeo, ¿se encuentra bien? Abrí los ojos y allí estaban los dos muchachos, uno de ellos con la botella de Sauza en la mano, y yo les dije no es nada, muchachos, sólo me he traspuesto un poco, a mi edad el sueño nos agarra en los momentos más inoportunos o inverosímiles, menos cuando nos debe agarrar, o sea a las doce de la noche y en nuestra cama, que es precisamente cuando el pinche sueño desaparece o se hace el desentendido y los viejos nos desvelamos. Pero a mí no me molesta desvelarme porque así me paso las horas leyendo y de vez en cuando incluso hasta tengo tiempo para revisar mis papeles. Lo malo es que luego me ando quedando dormido en cualquier parte, incluso en el trabajo, y la reputación se resiente. No te preocupes, Amadeo, dijeron los muchachos, si quieres echarte un sueñecito, échatelo no más, nosotros podemos venir otro día. No, muchachos, ya estoy bien, les dije, ¿a ver, qué pasa con el tequila? Y entonces uno de ellos abrió la botella y escanció el néctar de los dioses en los respectivos vasos, los mismos en donde antes habíamos bebido mezcal, lo que según algunos es señal de dejación y según otros una exquisitez de los mil demonios pues al estar el cristal, digamos, lacado con el mezcal, el tequila se encuentra más a gusto, como si a una mujer desnuda la vistiéramos con un abrigo de piel. ¡Salud, pues!, dije. Salud, dijeron ellos. Luego saqué la revista que aún tenía bajo el brazo y la pasé por delante de sus ojos. Ah, qué muchachos, los dos hicieron ademán de cogerla, pero no pudieron. Éste es el primer y último número de Caborca, les dije, la revista que sacó Cesárea, el órgano oficial, como quien dice, del realismo visceral. Por descontado, la mayoría de los publicados no son del grupo. Aquí está Manuel, Germán, Arqueles no está, Salvador Gallardo está, ojo: Salvador Novo está, Pablito Lezcano está, Encarnación Guzmán Arredondo está, un servidor está y luego vienen los extranjeros: Tristán Tzara, André Breton y Philipe Souppault, ¿eh?, qué trío. Y entonces sí que dejé que me arrebataran la revista y con qué gusto vi cómo los dos metían sus cabezas dentro de esas viejas páginas en octavo, la revista de Cesárea, aunque los muy cosmopolitas a lo primero que se fueron fue a las traducciones, a los poemas de Tzara, Breton y Souppault, traducidos respectivamente por Pablito Lezcano, Cesárea Tinajero y Cesárea y un servidor. Si mal no recuerdo los poemas eran «El pantano blanco», «La noche blanca» y «Alba y ciudad», que Cesárea se empeñó en traducir como «La ciudad blanca», pero que yo me negué. ¿Que por qué? Pues porque no, señores, una cosa es alba y ciudad y otra muy distinta una ciudad de color blanco, y por ahí no paso, por mucho que mi cariño por Cesárea fuera grande en aquellos tiempos, no lo suficientemente grande, eso es cierto, pero grande a pesar de todo. Por supuesto, el francés de todos nosotros, salvo, tal vez, el de Pablito, dejaba mucho que desear, de hecho y aunque les cueste creerlo yo ya lo he olvidado por completo, pero igual traducíamos, Cesárea a lo bestia, si me permiten la licencia, reinventando el poema tal como lo sentía ella entonces, y yo más bien siguiendo a pies juntillas tanto el espíritu inatrapable como la letra del original. Claro, nos equivocábamos, quedaban los poemas como piñatas, y encima, no se crea, teníamos nuestras ideas, nuestras opiniones. Por ejemplo, yo y el poema de Souppault. La mera verdad: para mí Souppault era el gran poeta francés del siglo, el que iba a llegar más lejos, fíjese bien, y ya hace un titipuchal de años que no oigo hablar de él aunque parece que todavía vive. En cambio, de Éluard no sabía nada y mire usted hasta dónde ha llegado, sólo le faltó el Nobel, ¿verdad? ¿A Aragón le dieron el Nobel? No, me imagino que no. A Char creo que sí, pero ése por aquel entonces no debía de escribir poemas. ¿A Saint John Perse le dieron el Nobel? No tengo opinión al respecto. A Tristan Tzara seguro que no se lo dieron. Qué cosas tiene la vida. Luego los muchachos se pusieron a leer a Manuel, a List, a Salvador Novo (¡les encantó!), a mí (no, a mí mejor no me lean, les dije, qué pena, qué pérdida de tiempo), a Encarnación, a Pablito. ¿Quién era esta Encarnación Guzmán?, me preguntaron. ¿Quién era este Pablito Lezcano, que traducía a Tzara y escribía como Marinetti y según se dice dominaba como un becario de la Alianza el francés? A mí fue como si me dieran cuerda otra vez, como si la noche se detuviera, me mirara a través de los visillos y dijera: señor Salvatierra, Amadeo, tiene usted mi permiso, salga al ruedo y declame hasta enronquecer, pues, es decir, fue como si se me acabara el sueño, como si el tequila recién ingerido se encontrara en mis vísceras, en mi hígado de obsidiana, con el mezcal Los Suicidas, y le hiciera una reverencia, cual debe de ser, todavía hay clases. Así que nos servimos otra ronda y luego yo me puse a contarles cosas de Pablito Lezcano y de Encarnación Guzmán. A ellos los dos poemas de Encarnación no les gustaron, fueron muy francos conmigo, no se sostenían ni con muletas, vaya, cosa que por lo demás se aproximaba bastante a lo que yo pensaba y creía, que la pobre Encarnación figuraba en Caborca más que por sus méritos como poetisa, por la debilidad de otra poetisa, ¿verdad?, por la debilidad de Cesárea Tinajero que vaya uno a saber qué le vio a la Encarnación o hasta qué punto llegaban los compromisos que había adquirido con ella o consigo misma. Algo normal en la vida literaria mexicana, publicar a los amigos. Y Encarnación puede que no fuera una buena poeta (como yo mismo), puede que incluso ni siquiera fuera poeta, buena o mala (como yo mismo, ay), pero sí que fue buena amiga de Cesárea. ¡Y Cesárea era capaz de quitarse el pan o la tortilla de la boca por sus amigos! Así que les hablé de Encarnación Guzmán, les dije que nació en el DF en 1903, aproximadamente, según mis cálculos, y que conoció a Cesárea a la salida de un cine, no se rían, es verdad, no sé qué película era, pero debió de ser triste, tal vez una de Chaplin, el caso es que a la salida las dos estaban llorando y se miraron y se pusieron a reír, Cesárea supongo que estruendosamente, con su peculiar sentido del humor que a veces explotaba, bastaba una chispa, una mirada y ¡bum!, de improviso Cesárea ya se estaba revolcando de la risa, y Encarnación, bueno, supongo que Encarnación se rio de un modo más discreto. Cesárea por esa época vivía en una vecindad que había en la calle Las Cruces y Encarnación con una tía (la pobrecita era huérfana de padre y madre) en la calle Delicias, creo. Las dos trabajaban casi todo el día. Cesárea en la oficina de mi general Diego Carvajal, un general amigo de los estridentistas aunque no sabía una mierda de literatura, ésa es la verdad, y Encarnación como dependienta en una tienda de ropa en Niño Perdido. Vaya a saber uno por qué se hicieron amigas, qué vieron la una en la otra. Cesárea no tenía nada en el mundo pero nomás de mirarla un segundo ya veías que era una mujer que sabía lo que quería. Encarnación era todo lo contrario, muy bonita, eso sí, muy arregladita siempre (Cesárea se vestía con lo primero que encontraba y a veces iba hasta con rebozo), pero insegura y frágil como una estatuilla de porcelana en medio de una reyerta de briagos. Su voz era, ¿cómo decirlo?, como un pito, una voz delgada, sin fuerza, pero que ella solía alzar para que los demás la escucharan, acostumbrada la pobrecita a desconfiar de su diapasón desde pequeña, una voz chillona, en una palabra, muy desagradable y que yo volví a escuchar sólo muchos años después, en un cine precisamente, viendo un corto de dibujos animados en donde una gata o una perra o puede que fuera una ratita, ya saben ustedes lo mañosos que son los gringos con los dibujos animados, hablaba igual que Encarnación Guzmán. Si hubiera sido muda, yo creo que más de uno se habría enamorado de ella, pero con esa voz era imposible. Por lo demás, carecía de talento. Fue Cesárea la que la trajo un día a una de nuestras reuniones, cuando todos nosotros éramos estridentistas o simpatizantes del estridentismo. Al principio gustó. Digo, mientras estuvo callada. Germán posiblemente le hizo más de un requiebro, puede que yo también. Pero ella mantenía una actitud distante o tímida y sólo se daba con Cesárea. Con el tiempo, no obstante, se fue creciendo, tomando cada vez más confianzas y una noche se puso a opinar, a criticar, a sugerir. Y a Manuel no le quedó más remedio que ponerla en su sitio. Encarnación, le dijo, pero si usted no sabe nada de poesía, ¿por qué mejor no se calla? Y ahí se armó la de Dios es grande. Encarnación, que posiblemente era la inocencia personificada, no se esperaba un parón tan frontal y empalideció tanto que pensamos que se nos iba a caer desmayada ahí mismo. Cesárea, que cuando Encarnación hablaba solía adoptar una posición en segundo plano, como si no estuviera, se levantó de su asiento y le dijo a Manuel que ésa no era forma de hablarle a una mujer. ¿Pero no has escuchado las barbaridades que ha dicho?, dijo Manuel. Lo he escuchado, dijo Cesárea, que por más desentendida que pareciera en realidad no se perdía ni un solo gesto de su amiga y entenada, y me sigue pareciendo que lo que has dicho exige una disculpa. Bueno, pues me disculpo, dijo Manuel, pero que a partir de ahora no abra el pico. Arqueles y Germán estuvieron de acuerdo con él. Si no sabe que no hable, vinieron a argumentar. Eso es una falta de respeto, dijo Cesárea, privarle a alguien de su derecho a tomar la palabra. A la siguiente reunión, Encarnación no vino, tampoco Cesárea. Las reuniones eran informales y nadie, al menos en apariencia, las echó a faltar. Sólo cuando se acabó y Pablito Lezcano y yo nos fuimos por las calles del centro recitando al reaccionario Tablada me di cuenta de que ella no había estado, y también me di cuenta de lo poco que sabía yo de Cesárea Tinajero.

Joaquín Font, Clínica de Salud Mental El Reposo, camino del Desierto de los Leones, en las afueras de México DF, marzo de 1979. Un día vino a visitarme un desconocido. Eso es lo que recuerdo del año 1978. Las visitas no abundaban, sólo venía mi hija y una señora y otra muchacha que decía ser mi hija también y que era bonita como pocas. El desconocido nunca había venido antes. Lo recibí en el jardín, mirando hacia el norte, aunque todos los locos miran hacia el sur o hacia el oeste, yo miraba hacia el norte y así lo recibí. El desconocido dijo buenos días, Quim, cómo estás hoy. Y yo contesté que igual que ayer e igual que anteayer y después le pregunté si lo enviaba mi antiguo bufete de arquitectura, pues su cara o sus modales me sonaban de algo. Entonces el desconocido se rio y dijo cómo es posible, hombre, que no te acuerdes de mí, ¿no estarás exagerando? Y yo también me reí, para que entrara en confianza, y le dije que en modo alguno, que mi pregunta era tan sincera como podía ser cualquier pregunta. Y entonces el desconocido dijo soy Damián, Álvaro Damián, tu amigo. Y luego dijo: nos conocemos desde hace muchos años, hombre, cómo es posible. Y yo para calmarlo o para que no se entristeciera dije sí, ahora me acuerdo. Y él sonrió (aunque no percibí que sus ojos se alegraran) y dijo eso está mejor, Quim, como si mis médicos y enfermeros le hubieran prestado sus voces y sus preocupaciones. Y cuando se marchó supongo que lo olvidé, pues al cabo de un mes volvió y me dijo yo ya he estado aquí, este manicomio me suena, los mingitorios están allí, este jardín está encarado al norte. Y al mes siguiente me dijo: llevo visitándote más de dos años, hombre, a ver si haces un poquito de memoria. Así que hice un esfuerzo y la próxima vez que volvió le dije cómo está usted, señor Álvaro Damián, y él sonrió pero sus ojos continuaban tristes, como si mirara todo desde una pena muy grande.

Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, marzo de 1979. Fue bien curioso. Yo sé que es pura casualidad, pero a veces da qué pensar. Cuando se lo comenté a Rafael, me dijo que eran imaginaciones mías. Yo le dije: ¿te has dado cuenta que ahora que Ulises y Arturo ya no viven en México como que hay más poetas? ¿Cómo que hay más poetas?, dijo Rafael. Poetas de nuestra edad, dije yo, poetas nacidos en 1954, 1955, 1956. ¿Y tú cómo sabes eso?, me dijo Rafael. Bueno, le dije, me muevo, leo revistas, voy a recitales de poesía, leo suplementos, a veces hasta los escucho en la radio. ¿Y tú cómo tienes tiempo de hacer tantas cosas con un hijo pequeño?, dijo Rafael. A Franz le encanta escuchar la radio, dije yo. Enciendo la radio y él se queda dormido. ¿En la radio ahora están leyendo poemas?, se extrañó Rafael. Sí, le dije. En la radio y en las revistas. Es como una explosión. Y cada día surge una editorial nueva que publica a nuevos poetas. Y todo esto justo después de que Ulises se marchara. ¿Raro, no? Yo no le veo nada raro, dijo Rafael. Una eclosión repentina e injustificada, el florecimiento de las cien escuelas, dije, y casualmente todo ocurre cuando Ulises ya no está, ¿no te parece demasiada coincidencia? La mayoría son pésimos poetas, dijo Rafael, los lambiscones de Paz, de Efraín, de Josemilio, de los poetas campesinos, basura pura. No lo niego, dije yo, ni lo afirmo, es el número lo que me inquieta, la aparición de tantos y de golpe. Incluso hay un tipo que está haciendo una antología con todos los poetas de México. Sí, dijo Rafael, eso ya lo sé. (Yo ya sabía que él lo sabía.) Y no va a incluir poemas míos. ¿Y eso cómo lo sabes?, le dije. Me lo confirmó un amigo, dijo Rafael, no quiere tratos de ninguna especie con los real visceralistas. Entonces yo le dije que eso no era del todo cierto, pues si bien el cabrón que estaba preparando la antología había excluido a Ulises Lima, no pasaba lo mismo con María y Angélica Font ni con Ernesto San Epifanio ni conmigo. De nosotros sí quiere poemas, le dije. Rafael no contestó, estábamos caminando por Misterios, y Rafael miró hacia el horizonte, como si pudiera ver un horizonte, aunque el lugar de éste lo ocuparan casas, nubes de humo, la neblina del atardecer del DF. ¿Y ustedes van a aparecer en la antología?, dijo Rafael después de mucho rato. María y Angélica no sé, hace mucho que no las veo, Ernesto seguro que sí, yo seguro que no. ¿Y cómo es que tú…?, dijo Rafael, pero yo no lo dejé terminar la pregunta. Porque yo soy real visceralista, le dije, y si ese cabrón no mete a Ulises, pues que tampoco cuente conmigo.

Luis Sebastián Rosado, estudio en penumbras, colonia Coyoacán, México DF, marzo de 1979. Sí, el fenómeno es curioso, pero por causas bien ajenas a las que con una pizca de candor esgrime Jacinto Requena. En México, en efecto, hubo una explosión demográfica de poetas. Esto se hizo patente, digamos, a partir de enero de 1977. O de enero de 1976. La exactitud cronológica es imposible. Entre las varias causas que lo propiciaron, las más obvias son un desarrollo económico más o menos sostenido (desde 1960 hasta ahora), un afianzamiento de las clases medias y una universidad cada día mejor estructurada, sobre todo en su vertiente humanística.

Veamos de cerca a esta nueva horda poética en la que yo, al menos por edad, estoy incluido. La gran mayoría son universitarios. Un porcentaje amplio publica sus primeros versos e incluso sus primeros libros en revistas y editoriales dependientes de la universidad o de la Secretaría de Educación. Un porcentaje amplio, asimismo, domina (es un decir) además del español otro idioma, generalmente el inglés o, en menor medida, el francés, y traducen a poetas de estas lenguas, no faltando, por lo demás, noveles traductores del italiano, del portugués y del alemán. Algunos de ellos, a su vocación poética unen una labor de editores aficionados, lo que propicia la aparición, a su vez, de varias y a menudo valiosas iniciativas de esta índole. Probablemente nunca en México haya habido tantos poetas jóvenes como ahora. ¿Quiere esto decir que los poetas menores de treinta años, por ejemplo, son mejores que los que estaban en esa franja de edad en la década de los sesenta? ¿Es dable encontrar en los poetas más rabiosamente actuales los equivalentes de Becerra, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis? Esto aún está por verse.

La iniciativa de Ismael Humberto Zarco, sin embargo, me parece perfecta. ¡Ya era hora de hacer una antología de la joven poesía mexicana con el rigor de aquella de Monsiváis, memorable en tantos aspectos, La poesía mexicana del siglo XX! ¡O como la ejemplar y paradigmática obra que acometieron Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, Poesía en movimiento! Debo reconocer que me sentí en cierto modo halagado cuando Ismael Humberto Zarco me telefoneó a casa y me dijo: Luis Sebastián, tienes que asesorarme un poco. Yo, por supuesto, con o sin asesoramiento ya estaba incluido en su antología, digamos que naturalmente (lo que ignoraba era con cuántos poemas), y también mis amigos, me consta, así que la visita que realicé chez Zarco fue en principio únicamente como asesor, por si a éste se le había pasado por alto un detalle, que en este caso concreto significaba una revista, una publicación de provincias, dos o más nombres que el afán totalizador del empeño zarquiano no podía permitirse el lujo de ignorar.

Pero en el intervalo entre la llamada de Ismael Humberto y mi visita, tres días escasos, el destino quiso que me enterara del número de poetas que el antólogo pensaba incluir, un número a todas luces excesivo, democrático pero poco realista, singular como empresa pero mediocre como crisol de poesía. Y el diablo me tentó, metió ideas en mi cabeza en aquellos días que mediaron entre la llamada de Zarco y nuestro encuentro, como si la espera (¿pero qué espera, Dios mío?) fuera el Desierto y mi visita el instante en que Uno abre los ojos y ve a su Salvador. Y esos tres días fueron como un tormento de dudas. O de Dudas. Pero un tormento, eso lo percibí con claridad, que me hacía sufrir y dudar (o Dudar) pero que también me hacía gozar, como si las llamas a la par me infligieran dolor y placer.

Mi idea, o mi tentación, era la siguiente: sugerirle a Zarco que incluyera a Piel Divina en la antología. A mi favor tenía el número, en mi contra tenía todo lo demás. La temeridad de esta iniciativa al principio, lo reconozco, me pareció más bien como para morirse de risa. Literalmente, me asusté de mí mismo. Luego me pareció como para morirse de pena. Y luego, cuando por fin pude verla y sopesarla con una cierta frialdad (aunque esto es un decir, claro), me pareció digna y triste y temí seriamente por mi integridad mental. Tuve, eso sí, la discreción o la astucia de no anunciar mi propósito al principal interesado, es decir a Piel Divina, a quien veía tres veces al mes, dos veces al mes, en ocasiones sólo una vez o ninguna, pues sus ausencias solían ser prolongadas y sus apariciones imprevistas. Nuestra relación, desde el segundo y trascendental encuentro en el estudio de Emilito Laguna, había seguido una marcha irregular, en ocasiones ascendente (sobre todo en lo que a mí respecta), en ocasiones inexistente.

Nos solíamos ver en un departamento que mi familia tenía en la Nápoles y que estaba vacío, aunque el método empleado para nuestros encuentros era mucho más complicado. Piel Divina me telefoneaba a casa de mis padres y como yo casi nunca estaba dejaba un recado a nombre de Estéfano. El nombre, lo juro, no fui yo quien se lo sugerí. Según él era un homenaje a Stephane Mallarmé, autor a quien sólo conocía de oídas (como casi todo, por otra parte) pero que, vaya uno a saber por qué peregrina asociación mental, consideraba como uno de mis manes tutelares. En una palabra: el nombre bajo el que dejaba sus recados era una suerte de homenaje a lo que él creía era lo más caro para mí. Es decir, el nombre fingido escondía una atracción, un deseo, una necesidad (no me atrevo a llamarlo amor) auténtica de o hacia mí, lo cual, con el paso de los meses y tras incontables meditaciones, comprendí que me llenaba de alborozo.

Tras sus recados solíamos encontrarnos en la Glorieta de Insurgentes, en la entrada de una tienda dedicada a la alimentación macrobiótica. Después nos perdíamos por la ciudad, en cafeterías y cantinas de la zona norte, por los alrededores de La Villa, en donde yo no conocía a nadie y en donde Piel Divina no tenía empacho alguno en presentarme amigos y amigas que aparecían en los lugares más inesperados y cuyas cataduras hablaban más de un México penitenciario que de la otredad, aunque la otredad, como se lo intenté explicar, era dable de ser vista en cualquier parte. (Como el Espíritu Santo, dijo Piel Divina, en fin, noble bruto.) Llegada la noche, como dos peregrinos, nos alojábamos en pensiones u hoteles de ínfima categoría, pero con un cierto esplendor (no quiero ponerme romántico, pero incluso diría: con una cierta esperanza), sitos en la Bondojito o en los alrededores de Talismán. Nuestra relación era espectral. No quiero hablar de amor, me resisto a hablar de deseo. Compartíamos pocas cosas: algunas películas, algunas figurillas de artesanía popular, su gusto por contar historias desesperadas, mi gusto por escucharlas.

A veces, era inevitable, me regalaba alguna de las revistas que sacaban los real visceralistas. En ninguna vi un poema suyo. De hecho, cuando se me ocurrió hablarle a Zarco de su poesía yo sólo tenía dos poemas de Piel Divina, ambos inéditos. Uno era una mala copia de un mal poema de Ginsberg. El otro era un poema en prosa que Torri no hubiera desaprobado, extraño, en donde vagamente hablaba de hoteles y combates, y que yo pensaba que estaba inspirado por mí.

La noche antes de mi cita con Zarco apenas pude dormir. Me sentía como una Julieta mexicana, atrapada en una lucha sorda de Montescos y Capuletos. Mi relación con Piel Divina era secreta, al menos hasta donde la situación era controlable por mí. No quiero decir con esto que en mi círculo de amigos desconocieran mi homosexualidad, que yo llevaba con discreción pero sin ocultamiento. Lo que sí desconocían era que me entendiera con un real visceralista, si bien el más atípico de todos, un real visceralista al fin y al cabo. ¿Cómo le iba a caer a Albertito Moore que yo propusiera a Piel Divina para la antología? ¿Qué iba a pensar Pepín Morado? ¿Creería Adolfito Olmo que me había vuelto loca? ¿Y el propio Ismael Humberto, tan frío, tan irónico, tan aparentemente más allá, no vería en mi sugerencia una traición?

Así que cuando me presenté en casa de Ismael Humberto Zarco y le mostré esos dos poemas que llevaba como dos tesoros, interiormente iba preparado para ser objeto de las preguntas más capciosas. Como así fue, pues Ismael Humberto no es tonto y se dio cuenta enseguida que mi protégé era un fuera de la ley, como se suele decir. Por suerte (Ismael Humberto no es tonto, pero tampoco es Dios) no lo relacionó con los real visceralistas.

Luché duramente por el poema en prosa de Piel Divina. Argüí que puesto que la antología no era ni mucho menos rigurosa en cuanto al número de poetas, qué más le daba a él incluir un texto de mi amigo. El antologador se mostró inflexible. Pensaba publicar a más de doscientos poetas jóvenes, la mayoría con un solo poema, mas no a Piel Divina.

En un momento de nuestra discusión me preguntó por el nombre de mi protegido. No lo sé, dije, exhausto y avergonzado.

Cuando volví a ver a Piel Divina le comenté, en un instante de debilidad, mis vanos esfuerzos por incluir un texto suyo en el esperado libro de Zarco. En su forma de mirarme noté algo parecido a la gratitud. Después me preguntó si la antología de Ismael Humberto incluía a Pancho y Moctezuma Rodríguez. No, dije, creo que no. ¿Y a Jacinto Requena y Rafael Barrios? Tampoco, dije. ¿Y a María y Angélica Font? Tampoco. ¿Y a Ernesto San Epifanio? Negué con la cabeza, aunque en realidad yo no sabía, ese nombre no me sonaba de nada. ¿Y a Ulises Lima? Miré fijamente sus ojos oscuros y dije no. Entonces es mejor que yo tampoco aparezca, dijo él.

Angélica Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, abril de 1979. A finales de 1977 ingresaron en un hospital a Ernesto San Epifanio para trepanarle la cabeza y extirparle un aneurisma del cerebro. Al cabo de una semana, sin embargo, tuvieron que volver a abrir pues al parecer se les olvidó algo en el interior de su cabeza. Las esperanzas de los médicos en esta segunda operación eran mínimas. Si no se le operaba moriría, si se lo operaba, también, pero un poco menos. Eso fue lo que yo entendí y yo fui la única persona que estuvo con él todo el tiempo. Yo y su madre, aunque su madre de alguna manera no cuenta pues sus visitas diarias al hospital la transformaron en la mujer invisible: cuando aparecía su quietud era tan grande que aunque la verdad es que entraba a la habitación e incluso se sentaba junto a la cama, en el fondo parecía no traspasar el umbral, o no acabar de traspasar nunca el umbral, una figura diminuta enmarcada por el hueco blanco de la puerta.

También vino en un par de ocasiones mi hermana María. Y Juanito Dávila, alias el Johnny, el último amor de Ernesto. El resto fueron hermanos, tías, personas que yo no conocía y que estaban unidas con mi amigo por los más extraños lazos de parentesco.

No vino ningún escritor, ningún poeta, ningún ex amante.

La segunda operación duró más de cinco horas. Yo me quedé dormida en la sala de espera y soñé con Laura Damián. Laura venía a buscar a Ernesto y luego los dos salían a pasear por un bosque de eucaliptos. Yo no sé si existen los bosques de eucaliptos, quiero decir yo nunca he estado en un bosque de eucaliptos, pero el de mi sueño era espantoso. Las hojas eran plateadas y cuando me rozaban los brazos dejaban una marca oscura y pegajosa. El suelo era blando, como ese suelo de agujas de los bosques de pino, aunque el bosque de mi sueño era un bosque de eucaliptos. Los troncos de todos los árboles, sin excepción, estaban podridos y su hedor era insoportable.

Cuando desperté en la sala de espera no había nadie y me puse a llorar. ¿Cómo era posible que Ernesto San Epifanio se estuviera muriendo solo en un hospital del DF? ¿Cómo era posible que yo fuera la única persona que estaba allí, esperando que alguien me dijera si había muerto o sobrevivido a una operación espantosa? Creo que después de llorar me volví a dormir. Cuando desperté la madre de Ernesto estaba a mi lado murmurando algo ininteligible. Tardé en comprender que sólo estaba rezando. Después vino una enfermera y dijo que todo había ido bien. La operación fue un éxito, explicó.

Unos días después a Ernesto lo dieron de alta y se fue a su casa. Yo nunca antes había estado allí, siempre nos veíamos en mi casa o en las de otros amigos. Pero a partir de entonces comencé a visitarlo en su casa.

Los primeros días ni siquiera hablaba. Miraba y parpadeaba, pero no hablaba. Tampoco parecía escuchar. El médico, sin embargo, nos recomendó que le habláramos, que lo tratáramos como si nada hubiera ocurrido. Eso hice. El primer día busqué en el estante de sus libros uno que supiera a ciencia cierta que le gustaba y comencé a leérselo en voz alta. Fue El cementerio marino de Valéry y no percibí el más mínimo gesto de su parte que demostrara que lo reconocía. Yo leía y él miraba el techo o las paredes o mi rostro, y su alma no estaba allí. Después le leí una antología de poemas de Salvador Novo y pasó lo mismo. Su madre entró en la habitación y me tocó el hombro. No se canse, señorita, dijo.

Poco a poco, sin embargo, fue distinguiendo los ruidos, los cuerpos. Una tarde me reconoció. Angélica, dijo, y sonrió. Nunca había visto una sonrisa tan horrible, tan patética, tan desfigurada. Me puse a llorar. Pero él no se dio cuenta que yo estaba llorando y siguió sonriendo. Parecía una calavera. Las cicatrices de la trepanación aún no las ocultaba el pelo, que empezaba a crecerle con una lentitud exasperante.

Poco después empezó a hablar. Tenía un hilo de voz muy aguda, como de flauta, que paulatinamente fue haciéndose más timbrada pero no menos aguda, en cualquier caso no era la voz de Ernesto, de eso estaba segura, parecía la voz de un adolescente subnormal, de un adolescente moribundo e ignorante. Su vocabulario era limitado. Le costaba nombrar algunas cosas.

Una tarde llegué a su casa y su madre me recibió en la puerta y luego me llevó a su habitación presa de una agitación que en principio achaqué a un agravamiento de la salud de mi amigo. Pero el revuelo materno era de felicidad. Se ha curado, me dijo. No entendí qué quería decir, pensé que se refería a la voz o a que Ernesto ahora pensaba con mayor claridad. ¿De qué se ha curado?, dije intentando que me soltara los brazos. Tardó en decirme lo que quería, pero al final no le quedó más remedio. Ernesto ya no es joto, señorita, dijo. ¿Que Ernesto ya no es qué?, dije yo. En ese momento entró en la habitación su padre y tras preguntarnos qué hacíamos metidas allí dentro, declaro que su hijo por fin se había curado de la homosexualidad. No lo dijo con estas palabras y yo preferí no contestar ni hacer más preguntas y salí de inmediato de aquella habitación horrible. Sin embargo, antes de entrar en la habitación de Ernesto escuché que la madre decía: no hay mal que por bien no venga.

Por supuesto, Ernesto siguió siendo homosexual aunque a veces no recordaba muy bien en qué consistía eso. La sexualidad, para él, se había transformado en algo lejano, que sabía dulce o emocionante, pero lejano. Un día Juanito Dávila me llamó por teléfono y me dijo que se iba al norte, a trabajar, y que lo despidiera de Ernesto pues él no tenía corazón para decirle adiós. A partir de entonces ya no hubo más amantes en su vida. La voz le cambió un poco, no lo suficiente: no hablaba, ululaba, gemía, y en esas ocasiones, salvo su madre y yo, todos los demás, su padre y los vecinos que efectuaban las interminables visitas de rigor, huían de su lado, lo que en el fondo constituía un alivio, a tal grado que en una ocasión llegué a pensar que Ernesto ululaba adrede, para espantar tanta atroz cortesía.

Yo también, al paso de los meses, empecé a espaciar mis visitas. Si al salir del hospital iba cada día a su casa, desde que comenzó a hablar y a dar paseos por el pasillo, éstas fueron haciéndose menos frecuentes. Cada noche, sin embargo, estuviera donde estuviera, lo llamaba por teléfono. Manteníamos conversaciones bastante locas, a veces era yo la que hablaba sin parar, la que contaba historias verdaderas pero que en el fondo apenas me traspasaban la piel, la vida sofisticada mexicana (una manera de olvidar que vivíamos en México) que por entonces empezaba a conocer, las fiestas y las drogas que tomaba, los hombres con los que me acostaba, y otras veces era él el que hablaba, el que me leía por teléfono las noticias que aquel día había recortado (una afición nueva, probablemente sugerida por los terapeutas que lo trataban, quién sabe), la comida que había comido, la gente que lo había visitado, alguna cosa que le había dicho su madre y que dejaba para el final. Una tarde le conté que Ismael Humberto Zarco había escogido uno de sus poemas para su antología que acababa de salir publicada. ¿Qué poema?, dijo esa voz de pajarito y de hoja gillette que me rasgaba el alma. Tenía el libro al lado. Se lo dije. ¿Y ese poema lo escribí yo?, dijo. Creí, no sé por qué, tal vez por el tono, inusualmente más grave, que estaba bromeando, sus bromas solían ser así, inocentes, casi imposibles de discernir del resto de su discurso, pero no bromeaba. Esa semana saqué tiempo de donde no lo había y fui a verlo. Un amigo, un nuevo amigo, me llevó hasta su casa, pero no quise que entrara, espérame aquí, le dije, este barrio es peligroso y al volver podemos encontrarnos sin coche. Le pareció raro, sin embargo no dijo nada, por entonces yo ya me había ganado una bien merecida fama de rara en los círculos por donde me movía. Y además tenía razón: el barrio de Ernesto se había degradado en los últimos tiempos. Como si las secuelas de su operación se traslucieran en las calles, en la gente sin trabajo, en los ladrones de poca monta que solían tomar el sol a las siete de la tarde como zombis (o como mensajeros sin mensaje o con un mensaje intraducible) dispuestos automáticamente a apurar otro atardecer más en el DF.

Por supuesto, Ernesto apenas le prestó atención al libro. Buscó su poema, dijo ah, no sé si reconociéndolo de golpe o hundiéndose de golpe en la extrañeza, y luego empezó a contarme las mismas cosas que me contaba por teléfono.

Al salir encontré a mi amigo fuera del coche fumándose un cigarrillo. Le pregunté si había ocurrido algo durante mi ausencia. Nada, dijo, esto es más tranquilo que un cementerio. Pero tan tranquilo no debía de ser porque estaba despeinado y le temblaban las manos.

A Ernesto no lo volví a ver.

Una noche me llamó por teléfono y me recitó un poema de Richard Belfer. Una noche lo llamé yo, desde Los Ángeles, y le dije que estaba acostándome con el director de teatro Francisco Segura, alias La Vieja Segura, que por lo menos era veinte años mayor que yo. Qué emocionante, dijo Ernesto. La Vieja debe de ser muy inteligente. Es talentoso, no inteligente, dije yo. ¿Qué diferencia hay?, dijo él. Me quedé pensando en la respuesta y él se quedó esperándola y durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Me gustaría estar contigo, le dije antes de despedirme. A mí también, dijo su voz de pájaro de otra dimensión. Pocos días después su madre me llamó y me dijo que se había muerto. Una muerte cómoda, dijo, mientras tomaba el sol sentado en un sillón de la casa. Se quedó dormido como un angelito. ¿A qué hora murió?, pregunté. A eso de las cinco, después de comer.

De sus antiguos amigos, yo fui la única que fue a su entierro en uno de los abigarrados cementerios de la zona norte. No vi a ningún poeta, a ningún ex amante, a ningún director de revistas literarias. Muchos familiares y amigos de la familia y posiblemente todos los vecinos. Antes de salir del cementerio se me acercaron dos adolescentes y trataron de llevarme a otra parte. Pensé que me iban a violar. Sólo entonces sentí rabia y dolor por la muerte de Ernesto. Saqué de mi bolso una navaja automática y les dije: los voy a matar, pinches bueyes. Los tipos salieron huyendo y yo los perseguí durante un rato por dos o tres calles del cementerio. Cuando por fin me detuve apareció otra comitiva fúnebre. Guardé la navaja en el bolso y estuve mirando cómo subían, con qué diligencia, el ataúd al nicho. Creo que era un niño. Pero no lo podría asegurar. Después salí del cementerio y me fui a tomar unas copas con un amigo en un bar del centro.