Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Les dije: muchachos, se acabó el mezcal Los Suicidas, eso es un hecho inobjetable, incontrovertible, qué tal si uno de ustedes se me baja y me va a comprar una botellita de Sauza, y uno de ellos, el mexicano, dijo: yo voy, Amadeo, y ya estaba tirando hacia la salida cuando lo paré y le dije un momento, se olvida del dinero, compañero, y él me miró y dijo no se le ocurra, Amadeo, ésta la compramos nosotros, qué muchachos más simpáticos. Le di algunas instrucciones antes de que se fuera, eso sí: le dije que tirara por Venezuela hasta Brasil y que allí doblara a mano derecha y subiera hasta la calle Honduras, hasta la plaza de Santa Catarina, en donde tenía que girar a mano izquierda hasta Chile y luego otra vez a mano derecha y subir como quien va al mercado de La Lagunilla y que allí, en la acera de la izquierda, iba a encontrar el bar La Guerrerense, junto a la tlapalería El Buen Tono, no había manera de perderse, y que debía decir en La Guerrerense que lo mandaba yo, el escribano Amadeo Salvatierra, y que no se tardara. Luego seguí revolviendo papeles y el otro muchacho se levantó de su asiento y se puso a examinar mi biblioteca. Yo, la verdad, no lo veía, lo escuchaba, daba un paso, sacaba un libro, lo volvía a poner, ¡yo escuchaba el ruido que hacía su dedo recorriendo los lomos de mis libros! Pero no lo veía. Me había vuelto a sentar, había vuelto a meter los billetes en la billetera y examinaba con manos temblorosas, a cierta edad no se puede beber con tanta alegría, mis viejos papeles amarillentos. Tenía la cabeza agachada y los ojos un poco nublados y el muchacho chileno se movía por mi biblioteca en silencio y yo sólo escuchaba el ruido de su índice o de su meñique, ah qué muchacho más mañoso, recorriendo los lomos de mis mamotretos como un bólido, el dedo, un zumbido de carne y cuero, de carne y cartón, un sonido agradable al oído y propicio al sueño, que es lo que debió de ocurrir porque de repente cerré los ojos (o tal vez ya desde antes los tuviera cerrados) y vi la plaza de Santo Domingo con sus portales, la calle Venezuela, el Palacio de la Inquisición, la cantina Las Dos Estrellas en la calle Loreto, la cafetería La Sevillana en Justo Sierra, la cantina Mi Oficina en Misionero cerca de Pino Suárez, en donde no dejaban entrar ni a uniformados ni a perros ni a mujeres, salvo a una, la única que sí entraba, y vi a esa mujer caminar por esas calles otra vez, por Loreto, por Soledad, por Correo Mayor, por Moneda, la vi atravesar rápidamente el Zócalo, ah, qué visión, una mujer de veintitantos años en la década de los veinte atravesando el Zócalo con tanta prisa como si acudiera tarde a una cita de enamorados o como si se dirigiera a su chambita en alguna de las tiendas del centro, una mujer vestida discretamente, con ropas baratas pero bonitas, el pelo negro azabache, la espalda firme, las piernas no muy largas pero con la gracia inigualable que tienen las piernas de todas las mujeres jóvenes, ya sean flacas o gordas o bien torneadas, piernas tiernecitas y decididas, calzada con unos zapatos sin tacón o con un taconcito mínimo, baratos pero bonitos y sobre todo cómodos, hechos que ni adrede para caminar aprisa, para llegar a tiempo a una cita o al trabajo, aunque yo sé que ella no va a ninguna cita ni la esperan en ningún trabajo. ¿Adónde se dirige, entonces? ¿O es que no se dirige a ninguna parte y ésa es su forma habitual de caminar? Ahora la mujer ya ha atravesado el Zócalo y toma por Monte de Piedad hasta Tacuba, en donde el gentío es mayor y ya no puede caminar tan rápido, y tira por Tacuba, desacelerada, y por un instante la muchedumbre me la hurta, pero luego vuelve a aparecer, allí está, caminando en dirección a la Alameda o puede que se detenga antes, en el Correo, pues en sus manos distingo ahora con claridad unos papeles, cartas tal vez, pero no entra en Correos, cruza hasta la Alameda y se detiene, parece que se detiene a respirar, y luego sigue caminando, con el mismo ritmo, por los jardines, bajo los árboles, y así como hay mujeres que ven el futuro, yo veo el pasado, veo el pasado de México y veo la espalda de esta mujer que se aleja de mi sueño, y le digo ¿adónde vas, Cesárea?, ¿adónde vas, Cesárea Tinajero?
Felipe Müller, bar Céntrico, calle Tallers, Barcelona, enero de 1978. En lo que a mí respecta 1977 fue el año en que me puse a vivir con mi compañera. Los dos teníamos veinte años recién cumplidos. Encontramos un piso en la calle Tallers y nos fuimos a vivir allí. Yo hacía correcciones para una editorial y ella tenía una beca en el mismo centro de estudios en donde estaba becada la mamá de Arturo Belano. De hecho, fue la mamá de Arturo la que nos presentó. 1977, también, es el año en que viajamos a París. Estuvimos alojados en la chambre de bonne de Ulises Lima. Bueno, el Ulises no estaba muy bien que digamos. La habitación parecía un basurero. Entre mi compañera y yo arreglamos un poco todo ese desorden, pero por más que barrimos y fregamos allí quedaba algo que era imposible de quitar. Por las noches (mi compañera dormía en la cama y Ulises y yo en el suelo) había algo brillante en el cielorraso. Una luminiscencia que nacía en la única ventana —sucia a más no poder— y se extendía por las paredes y el techo como una marea de algas. Cuando volvimos a Barcelona descubrimos que teníamos sarna. Fue un palo. El único que nos la pudo haber pegado era Ulises. ¿Cómo no nos avisó?, se quejó mi compañera. Tal vez no lo sabía, dije yo. Pero entonces volví a meter la cabeza en aquellos días de 1977 en París y vi a Ulises rascándose, bebiendo vino directamente de la botella y rascándose, y esa imagen me convenció de que mi compañera tenía razón. Lo sabía y no nos dijo nada. Durante un tiempo le guardé rencor por lo de la sarna, pero luego lo olvidamos e incluso nos reíamos de ello. Nuestro problema fue curarnos nosotros. No teníamos ducha en nuestro piso y debíamos bañarnos por lo menos una vez al día con jabón de lumbre y luego untarnos de crema Sarnatín. Así que 1977 fue, además de un buen año, un año que tuvo un mes o un mes y medio de visitas constantes a casas de amigos que tuvieran ducha. Una de estas casas fue la de Arturo Belano. No sólo tenía ducha sino además una bañera enorme, con patas, en donde cabían cómodamente tres personas. El problema era que Arturo no vivía solo sino con siete u ocho más, una especie de comuna urbana, y a algunos no les pareció bien que mi compañera y yo nos bañáramos en su casa. Bueno, no nos bañamos muchas veces después de todo. 1977 fue el año en que Arturo Belano consiguió trabajo de vigilante nocturno en un camping. Una vez lo fui a visitar. Le decían el sheriff y eso a él lo hacía reír. Creo que fue en aquel verano cuando ambos, de común acuerdo, nos separamos del realismo visceral. Publicamos una revista en Barcelona, una revista con muy pocos medios y de casi nula distribución y escribimos una carta en donde nos dábamos de baja del realismo visceral. No abjurábamos de nada, no echábamos pestes sobre nuestros compañeros en México, simplemente decíamos que nosotros ya no formábamos parte del grupo. En realidad, estábamos muy ocupados trabajando e intentando sobrevivir.
Mary Watson, Sutherland Place, Londres, mayo de 1978. En el verano de 1977 viajé a Francia con mi amigo Hugh Marks. Yo entonces estudiaba Literatura en Oxford y vivía con el escaso importe de una beca de estudiante. Hugh cobraba de la Seguridad Social. No éramos amantes, sólo amigos, la verdad es que uno de los motivos de que saliéramos juntos de Londres aquel verano fueron las relaciones sentimentales que cada uno sufría por su lado y la certeza de que entre nosotros todo aquello era impensable. A Hugh lo había dejado una escocesa abominable. A mí me había dejado un chico de la universidad, uno que siempre iba rodeado de chicas y del cual yo creía estar enamorada.
En París se nos acabó el dinero, pero no las ganas de seguir viajando, así que salimos de la ciudad como pudimos y empezamos a dirigirnos hacia el sur en autostop. Cerca de Orleans nos cogió una furgoneta Volkswagen. El conductor era alemán y se llamaba Hans. Como nosotros, viajaba hacia el sur en compañía de su mujer, una francesa llamada Monique, y de su hijo de pocos años. Hans tenía el pelo largo y la barba abundante, una pinta como la de Rasputín, pero en rubio, y había dado la vuelta al mundo.
Poco después recogimos a Steve, de Leicester, que trabajaba en una guardería, y unos kilómetros más adelante a John, de Londres, que estaba en el paro como Hugh. La furgoneta era grande y cabíamos todos, y además, eso lo noté enseguida, a Hans le gustaba tener compañía, gente con la que hablar y poder contarle sus historias. A Monique, en cambio, no se la notaba tan cómoda en compañía de tantos extraños, pero ella hacía lo que dijera Hans y además tenía que ocuparse del niño.
Poco antes de llegar a Carcasona, Hans nos dijo que tenía un asunto en un pueblo del Rosellón y que si queríamos él podía conseguirnos un buen trabajo a todos. A Hugh y a mí nos pareció fantástico y de inmediato le dijimos que sí. Steve y John preguntaron de qué se trataba. Hans nos dijo que teníamos que vendimiar en unas tierras que pertenecían a un tío de Monique. Y que cuando acabáramos de vendimiar las tierras del tío podíamos seguir nuestro camino con bastantes francos en el bolsillo, puesto que mientras trabajáramos la comida y el alojamiento serían gratuitos. Cuando Hans terminó de hablar a todos nos pareció un buen trato y salimos de la carretera principal y empezamos a recorrer una serie de aldeas minúsculas, todas rodeadas de viñedos, por caminos de tierra, un lugar, se lo dije a Hugh, parecido a un laberinto, un lugar, y esto no se lo dije a nadie, que en otras circunstancias me hubiera asustado o repelido, por ejemplo, si en lugar de ir con Hugh, y también con Steve y con John, hubiera ido sola. Pero por suerte no iba sola. Iba con mis amigos. Hugh es como mi hermano. Y Steve me cayó simpático desde el primer momento. John y Hans eran otra cosa. John era una especie de zombi y no me gustaba demasiado. Hans era pura fuerza, un megalómano, pero se podía contar con él o eso creía yo entonces.
Cuando llegamos a donde el tío de Monique resultó que el trabajo no iba a empezar hasta dentro de un mes. Hans nos reunió a todos dentro de la furgoneta, debían de ser las doce de la noche, y nos explicó la situación. Las noticias no eran buenas, dijo, pero él tenía una solución de emergencia. No nos separemos, dijo, vámonos a España, a trabajar en la recogida de naranjas. Y si eso no resulta esperemos, pero en España, en donde todo es más barato. Le dijimos que no teníamos dinero, que apenas nos quedaba algo para comer, ni pensar en aguantar un mes, a lo sumo teníamos para tres días más de vacaciones. Entonces Hans nos dijo que por el dinero no nos preocupáramos, que él se hacía cargo de los gastos hasta que estuviéramos trabajando. ¿A cambio de qué?, dijo John, pero Hans no le contestó, a veces se hacía el que no entendía el inglés. A los demás, la verdad es que nos pareció una propuesta caída del cielo, le dijimos que estábamos de acuerdo, eran los primeros días de agosto y a ninguno le apetecía volver tan pronto a Inglaterra.
Esa noche dormimos en una casa desocupada del tío de Monique (en el pueblo no había más de treinta casas y por lo que nos dijo Hans la mitad eran de él) y a la mañana siguiente partimos rumbo al sur. Antes de llegar a Perpignan subimos a otra autoestopista. Era una chica rubia, un poco gordita, llamada Erica, de París, y al cabo de una charla de pocos minutos decidió formar parte de nuestro grupo, es decir seguir con nosotros hacia Valencia, trabajar durante un mes en la recogida de naranjas y luego volver a subir hasta aquella aldea perdida del Rosellón y hacer la vendimia juntos. Como nosotros, tampoco iba sobrada de dinero por lo que su manutención también correría a cargo del alemán. Con la llegada de Erica, además, la furgoneta agotaba su cupo y Hans nos comunicó que ya no volvería a detenerse con ningún otro autoestopista.
Durante todo el día rodamos hacia el sur. Nuestro grupo era alegre pero después de tantas horas de carretera más bien estábamos deseando una ducha y una comida caliente y nueve o diez horas de sueño ininterrumpido. El único que se mantenía con la misma energía que al principio era Hans, que no paraba de hablar y de contar historias que le habían pasado a él o a gente conocida por él. El peor lugar de la furgoneta era el asiento del copiloto, es decir el asiento al lado de Hans, y nosotros nos turnábamos para ocuparlo. Cuando me tocó a mí hablamos de Berlín, ciudad en la que viví de los dieciocho a los diecinueve años. De hecho yo era la única pasajera que sabía algo de alemán y conmigo Hans aprovechaba para hablar en su idioma. Pero no hablábamos de literatura alemana, que es un tema que a mí me fascina, sino de política, algo que siempre termina por aburrirme.
Cuando cruzamos la frontera Steve tomó mi lugar y yo me fui a uno de los últimos asientos de la furgoneta, en donde estaba dormido el pequeño Udo, y desde allí seguí escuchando la cháchara de Hans, sus planes para cambiar el mundo. Creo que nunca un desconocido se había portado de forma tan generosa conmigo y me había caído tan mal.
Hans era insoportable y además un pésimo conductor. En un par de ocasiones nos perdimos. Durante horas estuvimos vagando por una montaña, sin saber cómo retornar a la carretera que nos conduciría a Barcelona. Cuando por fin pudimos llegar a esta ciudad Hans se empeñó en que fuéramos a ver la Sagrada Familia. A esa hora todos teníamos hambre y pocas ganas de contemplar catedrales, por hermosas que éstas fueran, pero Hans era el que mandaba y tras dar innumerables vueltas por la ciudad llegamos por fin a la Sagrada Familia. A todos nos pareció bonita (menos a John, insensible a casi cualquier manifestación artística), aunque sin duda hubiéramos preferido meternos en un buen restaurante y comer algo. Sin embargo Hans dijo que en España lo más seguro era comer fruta y allí nos dejó, sentados en un banco de la plaza, mirando la Sagrada Familia, y él se marchó con Monique y con su pequeño en busca de una frutería. Al cabo de media hora sin aparecer, mientras contemplábamos el crepúsculo rosa de Barcelona, Hugh dijo que lo más probable era que se hubieran perdido. Erica dijo que también era probable que nos hubieran abandonado, delante de una iglesia, añadió, como a los huérfanos. John, que hablaba poco y que generalmente sólo decía tonterías, dijo que cabía la posibilidad de que Hans y Monique estuvieran en ese preciso momento comiendo caliente en un buen restaurante. Steve y yo no dijimos nada, pero pensamos en todas aquellas posibilidades y yo creo que la de John nos pareció la que más se acercaba a la verdad.
A eso de las nueve de la noche, cuando ya empezábamos a desesperarnos, vimos aparecer la furgoneta. Hans y Monique nos dieron a cada uno una manzana, un plátano y una naranja y luego Hans nos comunicó que había estado parlamentando con algunos nativos y que, en su opinión, lo mejor era que dilatáramos por el momento nuestra pretendida expedición a Valencia. Si la memoria no me falla, dijo, en las afueras de Barcelona hay campings que están bastante bien de precio. Por una módica suma diaria podemos descansar unos días, bañarnos, tomar el sol. Todos, de más está decirlo, estuvimos de acuerdo y le rogamos que nos marcháramos de inmediato. Monique, lo recuerdo, no abrió en ningún momento la boca.
Aún tardaríamos tres horas en encontrar la salida de la ciudad. Durante ese tiempo Hans nos contó que mientras hacía el servicio militar en un campamento cercano a Lüneburg se perdió a los mandos de un tanque y sus superiores estuvieron a punto de formarle un consejo de guerra. Conducir un tanque, dijo, es bastante más complicado que conducir una furgoneta, muchachos, os lo aseguro.
Finalmente salimos de la ciudad y entramos en una autopista de cuatro carriles. Los campings están agrupados en una misma zona, dijo Hans, avisadme cuando los veáis. La autopista era oscura y lo único que se veía a ambos lados eran fábricas y terrenos baldíos y tras éstos algunos edificios muy grandes, mal iluminados, como puestos allí al azar, que ofrecían un aspecto de temprana decrepitud. Poco después, sin embargo, entramos en un bosque y vimos el primer camping.
Pero ninguno terminaba de gustarle a Hans, que era el que iba a pagar, y así seguimos nuestra ruta por el bosque hasta que vimos, sobresaliendo entre las ramas de los pinos, un letrero con una solitaria estrella azul. No recuerdo qué hora era, sólo sé que era tarde y que todos, incluido el pequeño Udo, estábamos despiertos cuando Hans frenó delante de la barrera que impedía el paso. Después vimos a un tipo o a la sombra de un tipo que levantó la barrera y Hans salió de la furgoneta y entró, seguido por el que nos había franqueado la entrada, en la recepción del camping. Poco después volvió a salir y nos habló desde la ventanilla del conductor. La noticia que tenía que darnos era que en el camping no alquilaban tiendas de campaña. Hicimos rápidamente unos cálculos. Erica, Steve y John no tenían tiendas. Hugh y yo, sí. Decidimos que Erica y yo dormiríamos en una tienda y que Steve, John y Hugh dormirían en la otra. Hans, Monique y el niño dormirían en la furgoneta. Después Hans volvió a entrar en la recepción, firmó unos papeles y se puso al volante. El tipo que nos había abierto se montó sobre una bicicleta muy pequeña y nos guió por calles espectrales, flanqueadas por viejas roulottes, hasta un rincón del camping. Estábamos tan cansados que todos nos pusimos a dormir de inmediato, sin ni siquiera darnos una ducha.
El día siguiente lo pasamos en la playa y por la noche, después de cenar, nos fuimos a beber a la terraza del bar del camping. Cuando yo llegué Hugh y Steve estaban hablando con el vigilante nocturno que habíamos visto la noche anterior. Yo me senté junto a Monique y Erica y me dediqué a observar el ambiente. El bar, fiel reflejo del camping, estaba casi vacío. Tres pinos enormes emergían de entre el cemento de la terraza y en algunas zonas las raíces de los árboles habían levantado el suelo de cemento como si fuera una alfombra. Por un instante medité qué estaba haciendo realmente en aquel lugar. Nada parecía tener sentido. En un momento de la noche Steve y el vigilante nocturno se pusieron a leer poemas. ¿De dónde había sacado Steve esos poemas? En otro momento unos alemanes se unieron a nosotros (nos invitaron una ronda) y uno de ellos hizo una imitación perfecta del Pato Donald. Recuerdo, casi al final de la noche, haber visto a Hans discutiendo con el vigilante nocturno. Hans hablaba en español y parecía cada vez más excitado. Durante un rato los estuve mirando. En determinado momento me pareció que Hans se ponía a llorar. El vigilante, por el contrario, parecía sereno, al menos no movía los brazos ni hacía gestos desmesurados.
Al día siguiente, aún no repuesta de la borrachera de la noche anterior, mientras me bañaba vi al vigilante nocturno. En la playa no había nadie, sólo él. Estaba sentado en la arena, completamente vestido, leyendo el periódico. Al salir del agua lo saludé. Él levantó la cabeza y me devolvió el saludo. Estaba muy pálido y con el pelo revuelto, como si se acabara de despertar. Esa noche, sin nada que hacer, volvimos a reunimos en el bar del camping. John se puso a elegir canciones en el jukebox. Erica y Steve se sentaron solos en una mesa apartada. Los alemanes de la noche anterior se habían ido y en la terraza sólo estábamos nosotros. Más tarde llegó el vigilante. A las cuatro de la mañana sólo quedábamos Hugh, él y yo. Después Hugh se marchó y el vigilante y yo nos fuimos a dormir juntos.
La garita en donde el vigilante pasaba las noches era tan pequeña que una persona que no fuera un niño o un enano no podía permanecer estirada en su interior. Intentamos hacer el amor de rodillas pero era demasiado incómodo. Más tarde lo intentamos sentados en una silla. Al final terminamos riéndonos y sin haber follado. Cuando ya amanecía me acompañó hasta mi tienda y después se marchó. Le pregunté dónde vivía. En Barcelona, dijo. Tenemos que ir juntos a Barcelona, le dije.
Al día siguiente el vigilante llegó muy temprano al camping, mucho antes de que empezara su turno y estuvimos juntos en la playa y después nos marchamos caminando a Castelldefels. Por la noche volvimos a reunimos todos en la terraza del bar, aunque el bar esa noche cerró temprano, probablemente antes de las diez. Parecíamos refugiados de guerra. Hans había salido con la furgoneta a comprar el pan y Monique después preparó bocadillos de salchichón para todos. Las cervezas las compramos en el bar, antes de que cerraran. Hans nos reunió a todos alrededor de su mesa y dijo que dentro de dos o tres días nos marcharíamos a Valencia. Hago lo que puedo por el grupo, dijo Hans. Este camping se está muriendo, añadió mirando al vigilante a los ojos. Esa noche no había jukebox, así que Hans y Monique trajeron un radiocassette y durante un rato estuvimos escuchando a sus músicos favoritos. Después Hans y el vigilante volvieron a enzarzarse en una discusión. Hablaban en español, pero de vez en cuando Hans me traducía al alemán sus palabras y añadía comentarios sobre la percepción del mundo que tenía el vigilante. La conversación me pareció aburrida y los dejé solos. Cuando estaba bailando con Hugh, sin embargo, me giré a mirarlos y Hans estaba como la noche anterior, al borde de las lágrimas.
¿De qué crees que hablan?, me preguntó Hugh. De tonterías, seguramente, dije yo. Esos dos se odian, dijo Hugh. Apenas se conocen, dije yo, pero más tarde estuve pensando en lo que Hugh me dijo y concluí que tenía razón.
A la mañana siguiente, antes de las nueve, el vigilante fue a buscarme a mi tienda y nos dirigimos en tren desde Castelldefels a Sitges. Pasamos todo el día en esa ciudad. Mientras comíamos bocadillos de queso, en la playa, le dije que el año pasado le había escrito una carta a Graham Greene. Pareció sorprenderse. ¿Por qué a Graham Greene?, me dijo. Me gusta Graham Greene, dije yo. Nunca lo hubiera creído, dijo él, tengo mucho que aprender todavía. ¿No te gusta Graham Greene?, dije yo. No he leído muchos libros de él, dijo. ¿Qué le decías en la carta? Le contaba cosas de mi vida y de Oxford, dije. No he leído muchas novelas, dijo el vigilante, pero sí mucha poesía. Después me preguntó si Graham Greene había contestado a mi carta. Sí, le dije, me escribió una respuesta breve pero muy agradable. Aquí en Sitges, dijo el vigilante, vive un novelista de mi país al que en una ocasión vine a visitar. ¿Qué novelista?, le pregunté aunque igual hubiera podido ahorrarme la pregunta porque apenas he leído a ningún novelista latinoamericano. El vigilante dijo un nombre que he olvidado y luego dijo que su novelista, al igual que Graham Greene, se había mostrado con él muy agradable. ¿Y tú por qué viniste a verlo?, dije yo. No lo sé, dijo el vigilante, no tenía nada que decirle y de hecho apenas abrí la boca mientras estuve con él. ¿Te pasaste todo el tiempo sin decir nada? No vine solo, dijo el vigilante, sino con un amigo, él habló. ¿Pero tú no le dijiste nada a tu novelista, no le hiciste ninguna pregunta? No, dijo el vigilante, el tipo parecía deprimido y algo enfermo y no quise molestarlo. No me puedo creer que no le preguntaras nada, dije yo. Él me hizo una pregunta a mí, dijo el vigilante mirándome con curiosidad. ¿Qué pregunta?, dije yo. Me preguntó si había visto una película que hicieron en México basada en una novela suya. ¿Y la habías visto? Pues sí, dijo el vigilante, casualmente sí la había visto y además me gustó, el problema era que yo no había leído la novela, y por lo tanto no sabía hasta qué punto la película había sido fiel al texto, dijo el vigilante. ¿Y qué le dijiste?, dije yo. No le dije que no había leído la novela, dijo el vigilante. Pero sí le dijiste que habías visto la película, dije yo. ¿Tú qué crees?, dijo el vigilante. Entonces lo imaginé sentado delante de un novelista con el rostro de Graham Greene y pensé que se había quedado callado. No se lo dijiste, dije yo. Sí se lo dije, dijo el vigilante.
Dos días después levantamos el campamento y nos fuimos a Valencia. Al despedirme del vigilante pensé que aquélla era la última vez que lo vería. Mientras viajábamos, cuando me tocó sentarme junto a Hans y darle conversación, le pregunté por el motivo de sus discusiones con el vigilante. No te caía bien, le dije, ¿por qué? Durante un rato Hans permaneció en silencio, algo inhabitual en él, reflexionando la respuesta que iba a darme. Después simplemente me dijo que no lo sabía.
Estuvimos una semana en Valencia, dando vueltas de un lado para otro, durmiendo en la furgoneta y buscando trabajo en las plantaciones de naranja, pero no encontramos nada. El pequeño Udo se enfermó y lo llevamos a un hospital. Sólo tenía un resfriado con algo de fiebre que las condiciones en que vivíamos agravaba. Debido a esto el humor de Monique se agrió y por primera vez la vi enojada con Hans. Una noche hablamos de dejar la furgoneta y que Hans y su familia siguieran solos y en paz, pero éste dijo que no podía permitir que continuáramos solos y nosotros comprendimos que tenía razón. El problema, como siempre, era el dinero.
Cuando volvimos a Castelldefels llovía a cántaros y el camping estaba inundado. Eran las doce de la noche. El vigilante reconoció la furgoneta y salió a recibirnos. Yo iba sentada en uno de los asientos de atrás y vi cómo él miraba, buscándome, y luego le preguntaba a Hans dónde estaba Mary. Después dijo que si nos dejaba montar las tiendas lo más probable era que el agua las inundara, así que nos condujo a una especie de cabaña de madera y ladrillos, en el otro extremo del camping, una cabaña construida de manera caótica, en donde había por lo menos ocho habitaciones, y allí pasamos la noche. Hans y Monique, para ahorrar, se fueron con la furgoneta a la playa. La cabaña carecía de luz eléctrica y el vigilante estuvo buscando velas en una habitación que servía de depósito de material de mantenimiento. No las encontró y tuvimos que alumbrarnos con encendedores. A la mañana siguiente el vigilante apareció por la cabaña con un hombre de pelo blanco y ondulado, de unos cincuenta años, que nos saludó y luego se puso a hablar con el vigilante. Después éste nos dijo que era el dueño del camping y que nos iba a permitir quedarnos gratis durante una semana.
Por la tarde apareció la furgoneta. La conducía Monique y en uno de los asientos traseros llevaba a Udo. Le dijimos que estábamos bien y que se vinieran con nosotros, que era gratis y teníamos sitio de sobra para todos, pero Monique nos dijo que Hans había hablado por teléfono con su tío del sur de Francia y que lo mejor era que nos dirigiéramos todos hacia allá de inmediato. Le preguntamos dónde estaba Hans en ese momento y nos dijo que tenía unos asuntos que resolver en Barcelona.
Durante una noche más permanecimos en el camping. A la mañana siguiente apareció Hans y nos dijo que estaba todo solucionado, que el tiempo que faltaba para que empezara la vendimia lo podíamos pasar en una de las casas del tío de Monique, sin hacer nada y tostándonos al sol. Después hizo un aparte con Hugh, Steve y yo y nos dijo que no quería a John en el grupo. Ese tipo es un degenerado, dijo. Para mi sorpresa, Hugh y Steve le dieron la razón. Yo dije que me traía sin cuidado que John siguiera con nosotros o se separara. ¿Pero quién se lo diría? Lo haremos todos juntos, dijo Hans, como debe de ser. Aquello me pareció el colmo y decidí no tomar parte. Antes de que se marcharan les comuniqué que iba a quedarme unos días en Barcelona, en la casa del vigilante y que me reuniría con ellos al cabo de una semana, en el pueblo.
Hans no puso ninguna objeción pero antes de partir me dijo que tuviera un cuidado especial. Ese tipo es un mal bicho, dijo. ¿El vigilante? ¿En qué sentido? En todos los sentidos, dijo. A la mañana siguiente me marché a Barcelona. El vigilante vivía en un piso enorme, en la Gran Vía, en compañía de su madre y del amigo de su madre, un tipo unos veinte años menor que ésta. La casa estaba habitada sólo en los extremos. En el interior, en una habitación que daba a los patios, vivía la madre y su amante, y en el exterior, en una habitación con balcón a la Gran Vía, vivía el vigilante. En medio había por lo menos seis habitaciones vacías, en donde entre el polvo y las telarañas se adivinaban las presencias de sus antiguos moradores. En una de estas habitaciones pasó dos noches John. El vigilante me preguntó por qué John no se había marchado con los demás y cuando se lo dije se quedó pensativo y a la mañana siguiente apareció con él por la casa.
Después John tomó un tren para Inglaterra y el vigilante empezó a trabajar sólo los fines de semana, por lo que teníamos todo el tiempo a nuestra disposición. Fueron unos días muy agradables. Nos levantábamos tarde, desayunábamos en bares del barrio, yo una taza de té y el vigilante un café con leche o un carajillo, y luego nos dedicábamos a vagabundear por la ciudad hasta que el cansancio nos hacía volver a casa. Por supuesto, había algunos inconvenientes, el principal de los cuales era que no me gustaba que el vigilante gastara su dinero en mí. Una tarde, mientras estábamos en una librería, le pregunté qué libro quería y se lo compré. Fue el único regalo que le hice. Escogió una antología de un poeta español llamado De Ory, ese nombre sí que lo recuerdo.
Diez días después me marché de Barcelona. El vigilante me fue a dejar a la estación. Le di mi dirección de Londres y la dirección del pueblo del Rosellón en donde iba a estar trabajando por si se animaba a venir. Cuando nos despedimos, no obstante, estaba casi segura de que no lo volvería a ver más.
El viaje en tren, por primera vez sola después de mucho tiempo, fue particularmente grato. Me sentía bien dentro de mi cuerpo. Tuve tiempo para pensar en mi vida, en mis proyectos, en lo que quería y en lo que no quería. Comprendí, podría decirse que de forma instantánea, que la soledad ya no sería algo que me preocupara. En Perpignan tomé un autobús que me dejó en un cruce de caminos y desde allí me fui caminando hasta Planèzes, en donde presumiblemente me esperaban mis compañeros de viaje. Llegué poco antes de que se ocultara el sol y la visión de las colinas llenas de viñedos, de un tono marrón verdoso muy fuerte, contribuyó si cabe a serenarme aún más el ánimo. Al llegar a Planèzes, sin embargo, los rostros que encontré no eran muy alentadores. Esa noche Hugh me puso al corriente de todo lo que había ocurrido en mi ausencia. Hans, sin que se supiera el motivo, se había peleado con Erica y ya no se dirigían la palabra. Durante unos días Steve y Erica hablaron de la posibilidad de marcharse, pero luego Steve se peleó a su vez con Erica y los planes de fuga cayeron en el olvido. Para colmo el pequeño Udo había vuelto a enfermarse y por su causa Monique y Hans casi llegaron a las manos. Según Hugh, Monique quiso llevar a su hijo a un hospital de Perpignan y Hans se opuso con la excusa de que en los hospitales más que curar enfermedades las provocaban. A la mañana siguiente Monique tenía los ojos hinchados de tanto llorar o tal vez de los golpes que le dio Hans. El pequeño Udo, de todos modos, se había curado solo o gracias a las hierbas que le daba de beber su padre. Por lo que concernía al propio Hugh, declaró que se pasaba la mayor parte del tiempo borracho, ya que el vino era abundante y gratis.
Aquella noche, durante la cena, no noté ningún síntoma alarmante de tensión en mis compañeros y al día siguiente, como si sólo me hubieran estado esperando a mí, comenzó la vendimia. La mayoría trabajábamos cortando los racimos. Hans y Hugh trabajaban de porteadores. Monique conducía el coche que llevaba la uva a la bodega de la cooperativa de un pueblo vecino. Además del grupo de Hans, trabajaban con nosotros tres españoles y dos chicas francesas con las que no tardé en hacer amistad.
El trabajo era agotador y posiblemente su única ventaja consistía en que tras la jornada a nadie le quedaban ganas de pelearse con nadie. De todas maneras, motivos de fricción no faltaban. Una tarde Hugh, Steve y yo le dijimos a Hans que eran necesarios por lo menos dos trabajadores más. Hans estuvo de acuerdo con nosotros pero dijo que era imposible. Cuando le preguntamos por qué era imposible nos respondió que se había comprometido con el tío de Monique a hacer la vendimia con sólo once empleados, ni uno más.
Por las tardes, después de terminada la faena, solíamos ir a un río a bañarnos. El agua estaba fría, pero el río era lo suficientemente profundo como para nadar y de esa manera entrar en calor. Después nos enjabonábamos, nos lavábamos el pelo y volvíamos a la casa a cenar. Los tres españoles estaban alojados en otra casa y hacían su vida aparte aunque a veces los invitábamos a comer con nosotros. Las dos chicas francesas vivían en la aldea vecina (en donde estaba la cooperativa) y cada tarde se iban en moto a sus respectivos hogares. Una se llamaba Marie-Josette y la otra Marie-France.
Una noche, todos habíamos bebido más de la cuenta, Hans nos contó que había vivido en una comuna danesa, la comuna más grande y mejor organizada del mundo. No sé cuánto tiempo habló. A veces se excitaba y daba golpes en la mesa o se levantaba y nosotros, sentados, lo veíamos crecer, estirarse de forma desmesurada, como un ogro, un ogro al que estábamos atados por su generosidad y por nuestra falta de dinero. Otra noche, mientras todos dormían, lo escuché hablar con Monique. Hans y ella tenían la habitación justo encima de la mía y seguramente aquella noche no habían cerrado la ventana. Fuera lo que fuera yo los escuché, hablaban en francés y Hans decía que no podía evitarlo, sólo eso, que no podía evitarlo, y Monique le decía que sí, que sí, que debía hacer un esfuerzo. Lo demás no lo entendí.
Cuando ya estábamos a punto de terminar el trabajo, una tarde apareció por Planèzes el vigilante y fue tanta la alegría que me dio verlo que le dije que lo amaba y que tuviera cuidado. No sé por qué se lo dije pero al verlo aparecer, caminando por la calle principal del pueblo, tuve la sensación de que un peligro cierto nos acechaba a todos.
Sorprendentemente él me dijo que también me amaba y que le gustaría vivir conmigo. Se le veía feliz, cansado, había llegado al pueblo en autostop después de recorrer casi toda la zona, pero feliz. Aquella tarde, lo recuerdo, nos fuimos a bañar todos al río, todos menos Hans y Monique, y cuando nos desnudamos y nos tiramos al agua el vigilante permaneció en la orilla, completamente vestido, de hecho con demasiadas ropas, como si tuviera frío pese al calor que hacía. Y después sucedió algo que aparentemente no tiene ninguna importancia, pero en lo cual yo percibí la mano de alguien, de la casualidad o de Dios. Cuando nos bañábamos aparecieron por el puente tres trabajadores de temporada y se pusieron a mirarnos, a Erica y a mí, durante un largo rato, eran dos hombres mayores y un adolescente, tal vez el abuelo, el padre y el hijo, vestidos con ropas de trabajo muy maltratadas, y al final uno de ellos dijo algo en español y el vigilante les contestó, vi la cara de los trabajadores mirando hacia abajo y la cara del vigilante mirando hacia arriba (hacia un cielo muy azul), y después de las primeras palabras hubo otras, todos hablaron, los tres jornaleros y el vigilante, parecían, primero, preguntas y respuestas, y luego simplemente era como si hicieran observaciones banales, una simple conversación sostenida por tres personas que están en un puente y un vagabundo que está debajo, y todo sucedía mientras nosotros, Steve, Erica, Hugh y yo nos bañábamos y nadábamos de un lado para otro, como cisnes o como patos, en principio ajenos a la conversación en español, pero en parte objeto de ésta, y en particular Erica y yo motivo de gozo visual, y de espera. Pero de pronto los jornaleros se marcharon (sin esperar a que saliéramos del agua) y dijeron adiós, esa palabra por supuesto que la entiendo en español, y el vigilante también les dijo adiós y allí se acabó todo.
Por la noche, durante la cena, todos se emborracharon. Yo también me emborraché, pero no tanto como los demás. Recuerdo que Hugh gritaba Dionisos, Dionisos. Recuerdo que Erica, que estaba sentada a mi lado en la larga mesa, me cogió de la barbilla y me dio un beso en la boca.
Yo estaba segura de que algo malo iba a pasar.
Le dije al vigilante que nos fuéramos a la cama. No me hizo caso. Hablaba, en su pésimo inglés mezclado con palabras francesas, de un amigo que había desaparecido en el Rosellón. Buena manera de buscar a tu amigo, dijo Hugh, bebiendo con desconocidos. Vosotros no sois desconocidos, dijo el vigilante. Luego se pusieron a cantar, Hugh, Erica, Steve y el vigilante, creo que una canción de los Rolling Stones. Poco después aparecieron dos de los españoles que trabajaban con nosotros, no sé quién los había ido a buscar. Y yo todo el tiempo pensaba: algo malo está a punto de ocurrir, algo malo va a pasar, pero no sabía qué podía ser ni qué podía hacer yo para evitarlo, salvo llevarme al vigilante a mi cuarto y hacer el amor con él o persuadirlo de que se durmiera.
Después salió Hans de su habitación (Monique y él se habían retirado pronto, apenas acabó la comida) y pidió que no hiciéramos tanto ruido. Recuerdo que la escena se repitió varias veces. Hans abría la puerta, nos miraba uno por uno y nos decía que ya era tarde, que el ruido que hacíamos no lo dejaba dormir, que al día siguiente había que trabajar. Y recuerdo que ninguno le hacía el menor caso, cuando aparecía decían sí, sí, Hans, ahora nos callamos, pero cuando la puerta se cerraba tras él volvían de inmediato los gritos y las risas. Y entonces Hans abrió la puerta, cubierta su desnudez únicamente por unos calzoncillos blancos, el largo pelo rubio revuelto, y dijo que se había acabado de una vez por todas, que nos marcháramos de allí ahora mismo, cada uno hacia su cuarto. Y el vigilante se levantó y le dijo: mira, Hans, ya basta de hacer el imbécil, o algo así. Recuerdo que Hugh y Steve se rieron, no sé si de la cara que puso Hans o de lo mal construida que estaba la frase en inglés. Y Hans por un instante se detuvo, perplejo, y tras ese instante rugió: ¿cómo te atreves?, sólo eso y se abalanzó sobre el vigilante, no eran escasos los metros que lo separaban de éste, todos tuvimos ocasión de verlo con todo lujo de detalles, un coloso semi-desnudo que cruzó la habitación casi a la carrera en dirección a mi pobre amigo.
Pero entonces sucedió lo que nadie esperaba. El vigilante no se movió de su sitio, se mantuvo tranquilo mientras la masa de carne se desplazaba por la habitación dispuesta a colisionar con él, y cuando lo tuvo a pocos centímetros en su mano derecha apareció un cuchillo (en la delicada mano derecha del vigilante, tan diferente a la mano de una cortadora) y el cuchillo se elevó hasta quedar justo por debajo de la barba de Hans, de hecho apenas incrustado en sus últimas frondosidades, el cual frenó en seco y dijo ¿qué pasa?, ¿qué broma es ésta?, en alemán, y Erica dio un grito y la puerta, la puerta tras la que estaba Monique y el pequeño Udo se entreabrió y la cabeza de Monique, tal vez desnuda, se asomó púdicamente. Y entonces el vigilante empezó a caminar justo en dirección contraria a la que había venido impelido Hans, y el cuchillo, lo vi con claridad pues yo estaba a menos de un metro, se introdujo en la barba, y Hans comenzó a retroceder, y aunque a mí me pareció que recorrían toda la habitación hasta la puerta en donde se escondía Monique, en realidad sólo dieron tres pasos, tal vez dos, y luego se detuvieron y el vigilante bajó el cuchillo, miró a Hans a los ojos y le dio la espalda.
Según Hugh, aquél hubiera sido el momento para que Hans se arrojara encima del vigilante y lo redujera, pero lo cierto es que Hans permaneció inmóvil y ni siquiera se dio cuenta de que Steve se le acercaba y le ofrecía un vaso de vino, aunque se lo bebió, pero como si bebiera aire.
Y entonces el vigilante se dio la vuelta e insultó a Hans. Le dijo nazi, le dijo ¿qué querías hacerme, nazi? Y Hans lo miró a los ojos y murmuró algo y empuñó las manos y ahí todos pensamos que se arrojaría sobre el vigilante, que esta vez nada lo detendría, pero se contuvo, Monique dijo algo, Hans se volvió y le respondió, Hugh se acercó al vigilante y lo arrastró hasta una silla, probablemente le sirvió más vino.
Lo siguiente que recuerdo es que todos salimos de la casa y nos pusimos a caminar por las calles de Planèzes buscando la luna. Mirábamos el cielo: grandes nubes negras la ocultaban. Pero el viento empujaba las nubes hacia el este y la luna reaparecía (nosotros entonces gritábamos) y después volvía a ocultarse. En un momento pensé que parecíamos fantasmas. Le dije al vigilante: volvamos a la casa, quiero dormir, estoy cansada, pero él no me hizo caso.
El vigilante hablaba de un desaparecido y se reía y hacía bromas que nadie entendía. Cuando dejamos atrás las últimas casas del pueblo pensé que ya era hora de volver, que si no volvía al día siguiente iba a ser incapaz de levantarme. Me acerqué al vigilante y le di un beso. Un beso de buenas noches.
Al volver a casa todas las luces estaban apagadas y el silencio era total. Me acerqué a una ventana y la abrí. No se escuchaba nada. Después subí a mi habitación, me desnudé y me metí en la cama.
Cuando desperté el vigilante dormía a mi lado. Le dije adiós y me fui a trabajar con los demás. Él no me respondió, estaba como muerto. En la habitación flotaba un olor a vómito. Volvimos a mediodía y el vigilante ya se había marchado. Sobre mi cama encontré una nota, en donde se disculpaba por su actitud de la noche anterior y en donde decía que fuera a visitarlo a Barcelona cuando quisiera, que me estaría esperando.
Aquella misma mañana Hugh me contó lo que había ocurrido la noche anterior. Según Hugh, cuando me marché el vigilante se volvió loco. Estaban cerca del río y el vigilante decía que alguien lo llamaba, una voz, al otro lado del río. Y por más que Hugh le decía que no había nadie, que lo único que se oía, y además muy débilmente, era el ruido del agua, el vigilante seguía insistiendo en que una persona estaba abajo, al otro lado del río, esperándolo. Yo creí que bromeaba, dijo Hugh, pero en cuanto me descuidé echó a correr colina abajo, en la más completa oscuridad, hacia lo que él creía que era el río, atravesando matorrales y zarzas, completamente ciego. Según Hugh, en aquel momento, del grupo inicial sólo quedaban él y los dos españoles que habíamos invitado a nuestra fiesta. Y cuando el vigilante se perdió corriendo colina abajo, los tres salieron tras él, pero mucho más despacio pues la oscuridad era tan grande y la pendiente tan pronunciada que un traspiés hubiera podido significar una caída y huesos rotos, así que el vigilante no tardó en desaparecer de su vista.
Según Hugh, él pensó que la intención del vigilante era zambullirse en el río. Pero lo más probable, dijo Hugh, era que se zambullera en una piedra, que en esa parte abundaban, o que tropezara contra el tronco caído de un árbol, o que terminara incrustado en algunos matorrales. Cuando llegaron abajo encontraron al vigilante sentado en la hierba, esperándolos. Y aquí viene lo más extraño, dijo Hugh, al acercarme por detrás él se dio la vuelta a gran velocidad y en menos de un segundo yo estaba en el suelo, el vigilante encima de mí y sus manos me apretaban la garganta. Según Hugh, todo fue tan rápido que ni tiempo tuvo para sentir miedo, pero lo cierto es que el vigilante lo estaba estrangulando y los dos españoles se habían alejado y no podían verlo ni escucharlo y además a él, con las manos del vigilante alrededor del cuello (unas manos tan diferentes a las que entonces teníamos Hugh y yo, llenas de cortes) no le salía ni un solo sonido de la garganta, no era capaz ni siquiera de gritar socorro, se había quedado mudo.
Me hubiera podido matar, dijo Hugh, pero el vigilante de pronto se dio cuenta de lo que estaba haciendo y lo soltó, le pidió perdón, Hugh pudo verle la cara (había salido la luna otra vez) y se dio cuenta que la tenía, son palabras de Hugh, bañada en lágrimas. Y aquí viene lo más sorprendente del relato de Hugh, pues cuando el vigilante lo soltó y le pidió perdón él también se puso a llorar, según dice porque de pronto recordó a la chica que lo había dejado, la escocesa, de pronto se puso a pensar que nadie lo estaba esperando en Inglaterra (a excepción de sus padres), de pronto comprendió algo que no fue capaz de explicarme o que me explicó de mala manera.
Después llegaron los españoles, estaban fumando un porro y les preguntaron por qué lloraban y ellos, Hugh y el vigilante, se pusieron a reír y los españoles, qué chicos tan sanos y tan sabios, dijo Hugh, comprendieron todo sin que ellos dijeran nada y les pasaron el porro y luego los cuatro volvieron juntos.
¿Y ahora cómo te sientes?, le pregunté a Hugh. Me siento muy bien, dijo Hugh, con ganas de que la vendimia acabe y regresemos a casa. ¿Y qué piensas del vigilante?, le pregunté. No lo sé, dijo Hugh, es asunto tuyo, eres tú la que tiene que pensar en eso.
Cuando terminó el trabajo, una semana después, volví con Hugh a Inglaterra. Mi idea original era viajar al sur otra vez, a Barcelona, pero cuando acabó la vendimia estaba demasiado cansada, demasiada enferma y decidí que lo mejor era ir a Londres a casa de mis padres y tal vez hacerle una visita al médico.
Pasé dos semanas en casa de mis padres, dos semanas vacías, sin ver a ningún amigo. El médico dijo que estaba «físicamente exhausta», me recetó vitaminas y me envió al oculista. El oculista dijo que necesitaba gafas. Poco después me marché al 25 de Cowley Road, Oxford, y le escribí varias cartas al vigilante. Le expliqué todo, cómo me sentía, lo que había dicho el médico, que ahora usaba gafas, que apenas consiguiera dinero pensaba viajar a Barcelona para verlo, que lo quería. Debí de mandar seis o siete cartas en un lapso relativamente corto. No recibí respuesta. Después las clases recomenzaron, conocí a otra persona y dejé de pensar en él.
Alain Lebert, bar Chez Raoul, Port Vendres, Francia, diciembre de 1978. Por aquellos días yo vivía como en el maquis. Tenía mi cueva y leía el Liberation en el bar de Raoul. No estaba solo. Había otros como yo y casi nunca nos aburríamos. Por las noches hablábamos de política y jugábamos al billar. O recordábamos la temporada turística que hacía poco había terminado. Recordábamos las estupideces de los otros, los agujeros de los otros y nos partíamos de la risa en la terraza del bar de Raoul, mirando los veleros o las estrellas, unas estrellas clarísimas que anunciaban la llegada de los meses malos, los meses del trabajo duro y del frío. Después, borrachos, nos largábamos cada uno por su lado, o de dos en dos. Yo: a mi cueva, en las afueras, por la parte de los roqueríos de El Borrado, no tengo ni idea de por qué le llaman así ni me he molestado en preguntarlo, últimamente me noto una tendencia preocupante a aceptar las cosas tal como son. Como iba diciendo: volvía cada noche a mi cueva, solo, caminando como si estuviera ya dormido, y cuando llegaba encendía una vela, no fuera a ser que me hubiera equivocado, en El Borrado hay más de diez cuevas, la mitad de ellas ocupadas, pero nunca me equivoqué. Después me metía en mi saco de dormir El Canadiense Impetuoso Extraprotector y me ponía a pensar en la vida, en las cosas que ocurren a un palmo de tus narices y que a veces comprendes y otras veces, la mayoría, no comprendes, y entonces ese pensamiento me llevaba a otro y ese otro a otro más y después, sin darme cuenta, ya estaba dormido y volando o reptando, qué más da.
Por las mañanas El Borrado parecía una ciudad dormitorio. Sobre todo en verano. Todas las cuevas estaban ocupadas, algunas por más de cuatro personas, y a eso de las diez todo el mundo empezaba a salir, a decir buenos días, Juliette, buenos días Pierrot, y si tú te quedabas dentro de tu cueva, envueltito en tu saco, podías escucharlos ponderar el mar, la luz del mar, y luego un ruido como de perolas, como si alguno estuviera hirviendo agua en una cocina de camping gas, e incluso podías escuchar el ruido de los encendedores que daban fuego y de la arrugada cajetilla de Gauloises que corría de mano en mano, y podías escuchar los ah-ah y los oh-oh y también los u-la-lá, y por supuesto nunca faltaba el imbécil que hablaba del tiempo. Aunque por encima de todo lo que de verdad escuchabas era el ruido del mar, el ruido de las olas que rompían contra el roquerío de El Borrado. Después, a medida que se fue acabando el verano, las cuevas se vaciaron y sólo quedamos cinco y luego cuatro y luego sólo tres, el Pirata, Mahmud y yo. Y ya para entonces el Pirata y yo habíamos conseguido trabajo en el Isobel y el patrón nos dijo que podíamos coger nuestro petate y de plano instalarnos en el camarote de los tripulantes, proposición que fue bien recibida pero que no quisimos llevar a la práctica de inmediato, pues en las cuevas teníamos intimidad y además un espacio propio mientras que abajo del barco era como dormir en un sarcófago y el Pirata y yo nos habíamos acostumbrado a la comodidad de la vida al aire libre.
A mediados de septiembre comenzamos a salir al Golfo de los Leones y algunas veces nos iba regular y otras veces nos iba condenadamente mal, que hablando en plata quiere decir que en los días regulares con suerte nos alcanzaba para pagarnos la comida y las copas y en los días malos Raoul nos tenía que fiar hasta los escarbadientes. La mala racha llegó a ser tan preocupante que una noche, en alta mar, el patrón dijo que tal vez la culpa de todo la tuviera el mal fario del Pirata. Lo dijo así, como quien dice que está lloviendo o que tiene hambre. Y entonces los demás pescadores le dijeron que si así fuera, ¿por qué no lo tirábamos al mar allí mismo y luego decíamos en el puerto que se había caído de la borrachera tan grande que llevaba? Medio en broma, medio en serio, todos estuvimos hablando de eso un buen rato. Menos mal que el Pirata iba tan borracho que ni cuenta se dio de lo que los demás decíamos. Por aquellos días, también, vinieron a verme a la cueva los cabrones de la gendarmería. Tenía un juicio pendiente en un pueblo cerca de Albi por haber robado en un supermercado. Eso había ocurrido dos años atrás y el monto total del robo era una barra de pan, un queso y una lata de atún. Pero la mano de la justicia es larga. Yo cada noche me emborrachaba con mis amigos en el bar de Raoul. Echaba pestes de la policía (aunque en una mesa cercana hubiera un gendarme al que conocía de vista tomándose su pastís), de la sociedad, del sistema judicial que no te dejaba tranquilo y leía artículos en voz alta de la revista Tiempos Difíciles. En mi mesa se sentaban pescadores profesionales y aficionados, y muchachos jóvenes como yo, de ciudad, la fauna que el verano había arrojado sobre Port Vendres y que allí, hasta nueva orden, se había quedado varada. Una noche una chica que se llamaba Margueritte y con la cual todos queríamos acostarnos se puso a leer un poema de Robert Desnos. Yo no sabía quién diablos era, pero otros de mi mesa lo sabían, y además el poema era bueno, te llegaba al corazón. Estábamos en la terraza, por las calles no se veía ni siquiera un miserable gato, las luces de las casas, sin embargo, brillaban tras las ventanas del pueblo, y nosotros sólo escuchábamos nuestras voces, el ruido lejano de un coche que de tanto en tanto pasaba por la calle que va a la estación, y estábamos solos o eso creíamos, porque no habíamos visto (al menos yo no había visto) que en la mesa más apartada de la terraza había otro tipo. Y fue después de que Margueritte leyera los poemas de Desnos, en ese intervalo de silencio que se crea después de oír algo verdaderamente hermoso, un intervalo que puede durar uno o dos segundos o toda la vida, porque para todos los gustos hay en esta tierra sin justicia ni libertad, cuando el tipo que estaba en la otra orilla de la terraza se levantó y se acercó a nosotros y le pidió a Margueritte que leyera otro poema. Después nos pidió permiso para sentarse en nuestra mesa y cuando le dijimos que no faltaba más, que sin problemas, fue a buscar su café con leche a su mesa y luego salió de la oscuridad (porque Raoul ahorra en consumo eléctrico una barbaridad) y se sentó junto a nosotros y luego se puso a beber vino como nosotros e invitó algunas rondas, aunque no se le veía pinta de tener mucho dinero, pero como nuestro grupo estaba en plena crisis, pues aceptamos, qué remedio.
A eso de las cuatro de la mañana todos nos dijimos buenas noches. El Pirata y yo enfilamos en dirección a El Borrado. Al principio, mientras salíamos de Port Vendres, íbamos a buen paso y cantando, después, cuando el camino ya no merece ese nombre y sólo es una senda que se abre paso por entre el roquerío rumbo a las cuevas, al ralentí, porque por muy borrachos que estuviéramos los dos sabíamos que un mal paso, allí, en esa oscuridad y con el mar reventando allá abajo, podía ser fatal. De noche, por esa senda, el ruido no suele escasear, pero aquella de la que hablo más bien era silenciosa y durante un rato sólo escuchábamos el ruido de nuestras pisadas y las olas mansas en el roquerío. De pronto, sin embargo, oí otra clase de ruidos y no sé por qué pensé que alguien nos seguía. Me detuve y me di la vuelta, escrutando la oscuridad, pero no vi nada. Unos metros por delante de mí, el Pirata también había dejado de caminar y escuchaba en actitud expectante. No nos dijimos nada, ni siquiera nos movimos, y esperamos. Desde muy lejos nos llegó el murmullo de un coche y de una risa apagada, como si el conductor se hubiera vuelto loco. Sin embargo el ruido que yo había oído y que era un ruido de pisadas no lo volvimos a escuchar. Debió ser un fantasma, oí que decía el Pirata, y ambos reemprendimos la marcha. Por aquellos días en las cuevas sólo vivíamos él y yo, pues a Mahmud lo había venido a buscar su primo o su tío para que lo ayudara con los preparativos de la vendimia en un pueblo de Montpellier. Antes de acostarnos el Pirata y yo nos fumamos un cigarrillo de cara al mar. Después nos dimos las buenas noches y cada uno se arrastró hasta su cueva. Durante un rato estuve pensando en mis cosas, en mi obligado viaje a Albi, en la mala racha del Isobel, en Margueritte y en los poemas de Desnos, en una noticia sobre la Banda Baader-Meinhof que había leído esa mañana en el Liberation. Cuando se me empezaban a cerrar los ojos volví a oír el mismo ruido de antes, las pisadas que se acercan, se detienen, la sombra que produce esas pisadas y que observa las bocas oscuras de las cuevas. No era el Pirata, de eso sí que me di cuenta, yo conozco los andares del Pirata y no era él. Pero estaba demasiado cansado para salir de mi saco de dormir o tal vez ya estaba dormido y seguía oyendo las pisadas, el caso es que pensé que fuera quien fuera el que las producía no constituía ningún peligro para mí, ningún peligro para el Pirata, y que si quería bronca la tendría, pero que para que eso sucediera tenía que entrar directamente en nuestras cuevas y yo sabía que el extraño no iba a entrar, yo sabía que el extraño sólo estaba buscando una cueva desocupada para dormir él también.
A la mañana siguiente me lo encontré. Estaba sentado en una piedra plana como una silla, mirando el mar y fumándose un cigarrillo. Era el desconocido de la terraza de Chez Raoul y cuando me vio salir de mi cueva se levantó y me estrechó la mano. No me gusta que me toquen desconocidos cuando aún no me he lavado la cara. Así que me lo quedé mirando y traté de comprender lo que decía, pero sólo entendí palabras sueltas como «comodidad», «pesadilla», «muchacha». Luego eché a andar rumbo al huerto de madame Francinet, en donde hay un pozo, y él se quedó allí fumándose su cigarrillo. Cuando volví seguía fumando (el tipo fumaba como poseído) y al verme se levantó otra vez y me dijo: Alain, te invito a desayunar. Yo no me acordaba de haberle dicho mi nombre. Cuando salíamos de El Borrado le pregunté cómo había llegado a las cuevas, quién le había dicho que en El Borrado habían cuevas en donde se podía dormir. Él dijo que había sido Margueritte, la lectora de Desnos la llamaba, dijo que cuando el Pirata y yo nos marchamos él se había quedado con Margueritte y François y que les había preguntado por algún sitio donde pasar aquella noche. Y que Margueritte le dijo que en las afueras había unas cuevas desocupadas en donde vivíamos el Pirata y yo. Lo demás fue sencillo. Se puso a correr y nos alcanzó y luego escogió una cueva, desenvolvió su saco de dormir y ya está. Cuando le pregunté cómo pudo orientarse por los roqueríos, en donde el camino es tan malo que ni merece llamarse camino, dijo que no había sido tan difícil, que nosotros íbamos delante y que lo que hizo fue seguir nuestras pisadas.
Esa mañana desayunamos en el bar de Raoul cafés con leche y croissants y el desconocido me dijo que se llamaba Arturo Belano y que andaba buscando a un amigo. Yo le pregunté qué amigo era ése y por qué lo estaba buscando precisamente aquí, en Port Vendres. Él sacó sus últimos francos del bolsillo, pidió dos copas de coñac y se largó a hablar. Dijo que su amigo vivía en casa de otro amigo, dijo que su amigo estaba esperando algún trabajo, no lo recuerdo, dijo que el amigo de su amigo lo echó de casa y que cuando él lo supo se vino a buscarlo. ¿Dónde vive tu amigo?, le dije yo. No tiene casa, dijo él. ¿Y dónde vives tú?, le dije yo. En una cueva, dijo él, pero sonriendo, como si me estuviera tomando el pelo. Al final resultó que estaba alojado en casa de un profesor de la Universidad de Perpignan, en Colliure, aquí al lado, desde El Borrado se ve Colliure. Y entonces yo le pregunté cómo había sabido él que su amigo se había quedado en la calle. Y él me dijo: el amigo de mi amigo me lo dijo. Y yo le pregunté: ¿el mismo que lo echó? Y él me dijo: el mismo. Y yo le pregunté: ¿o sea que primero lo echa y después te lo cuenta? Y él me dijo: es que se asustó. Y yo le pregunté: ¿pero de qué se asustó ese mal amigo? Y él me dijo: de que mi amigo se fuera a suicidar. Y yo le pregunté: ¿o sea que el amigo de tu amigo incluso maliciándose de que tu amigo se podía suicidar, va y lo echa? Y él me dijo: así es, no podías haberlo expresado mejor. Y ya para entonces él y yo nos reíamos y estábamos medio borrachos y cuando se marchó, con su pequeña mochila al hombro, a seguir recorriendo en autostop los pueblos de la zona, bueno, para entonces ya éramos bastante amigos, habíamos comido juntos (el Pirata se nos unió poco después) y yo le había contado la injusticia que los jueces de Albi estaban cometiendo conmigo y dónde trabajábamos y ya al caer la tarde él se marchó y no lo volví a ver hasta una semana después. Y para entonces todavía no había encontrado a su amigo, pero yo creo que él ya ni pensaba en eso. Compramos una botella de vino y estuvimos dando vueltas por el puerto y él me dijo que hacía un año había trabajado en la descarga de un barco. Aquella vez sólo estuvo unas horas. Se le veía mejor vestido que la vez anterior. Me preguntó cómo tenía mi juicio en Albi. También me preguntó por el Pirata y por las cuevas. Quería saber si todavía vivíamos allí. Le dije que no, que nos habíamos trasladado al barco, más que por el frío que ya se empezaba a notar, por una cuestión de economía, no teníamos un franco en los bolsillos y en el barco al menos podíamos comer caliente. Poco después se marchó. Según el Pirata el tipo se había enamorado de mí. Estás loco, le dije. ¿Por qué, si no, viene a Port Vendres? ¿Qué se le ha perdido aquí?
A mediados de octubre volvió a aparecer. Yo estaba tirado en mi litera contemplando las musarañas cuando escuché que afuera alguien pronunciaba mi nombre. Cuando salí a cubierta lo vi sentado en uno de los pilotes del puerto. Qué tal, Lebert, me dijo. Bajé a saludarlo y encendimos unos cigarrillos. Era una mañana fría, con algo de niebla y no se veía un alma por los alrededores. Toda la gente, supuse, estaría en el bar de Raoul. A lo lejos se escuchaba el ruido de los toros de un barco que estaba siendo estibado. Vamos a desayunar, me dijo. De acuerdo, vamos a desayunar, dije yo. Pero ninguno de los dos se movió. Del fondo de la escollera vimos que venía una persona. Belano se sonrió. Joder, dijo, es Ulises Lima. Nos quedamos quietos, esperándolo, hasta que llegó a donde estábamos. Ulises Lima era un tipo más bajo que Belano, pero más fornido. Como Belano, llevaba una mochila pequeña colgando del hombro. Nada más verse se pusieron a hablar en español, aunque su saludo, la forma en que se saludaron, fue más bien casual, sin énfasis. Les dije que me iba al bar de Raoul. Belano dijo de acuerdo, luego iremos nosotros para allá y yo los dejé allí, conversando.
En el bar estaban todos los tripulantes del Isobel, todos cariacontecidos, lo que no era para menos, aunque como yo digo, si las cosas te van mal, con entristecerte sólo te pueden ir peor. Así que entré, miré a la parroquia, dije un chiste en voz alta o me burlé de ellos y luego pedí un café con leche y un croissant y una copa de coñac y me puse a leer el Liberation del día anterior que compraba François y que solía dejar en el bar. Estaba leyendo un artículo sobre los yuyú del Zaire cuando Belano y su amigo entraron y se fueron directos a mi mesa. Pidieron cuatro croissants y los cuatro se los comió el desaparecido Ulises Lima. Luego pidieron tres sándwiches de jamón y queso y me invitaron uno. Me acuerdo que Lima tenía una voz rara. Hablaba el francés mejor que su amigo. No sé de qué hablamos, tal vez de los yuyús del Zaire, sólo sé que en un determinado momento de la conversación Belano me dijo si le podía conseguir trabajo a Lima. De buena gana me hubiera reído. Todos los que estamos aquí, le dije, buscamos trabajo. No, dijo Belano, me refiero a un trabajo en el barco. ¿En el Isobel? ¡Pero si son los del Isobel los que andan buscando trabajo!, le dije. Precisamente, dijo Belano, seguro que en estas circunstancias hay una plaza libre. En efecto, dos de los pescadores del Isobel habían encontrado trabajo de albañiles en Perpignan, algo que podía tenerlos ocupados por lo menos una semana. Sería cosa de consultarlo con el patrón, le dije. Lebert, dijo Belano, seguro que tú le puedes conseguir el trabajo a mi amigo. Pero no hay dinero, dije. Pero sí una litera, dijo Belano. El problema es que tu amigo no creo que sepa nada de pesca o de barcos, dije yo. Claro que sabe, dijo Belano, ¿eh, Ulises, verdad que sabes? Un chingo, dijo Lima. Yo me los quedé mirando porque estaba claro que eso no podía ser verdad, bastaba con verles las caras, pero luego pensé que quién era yo para estar tan seguro de los oficios de la gente, nunca he estado en América, yo qué sé cómo son los pescadores en esos parajes.
Esa misma mañana me fui a hablar con el patrón y le dije que tenía un nuevo tripulante y el patrón me dijo: de acuerdo, Lebert, que se instale en la litera de Amidou, pero sólo una semana. Y cuando volví al bar de Raoul, en la mesa de Belano y de Lima había una botella de vino, y luego Raoul trajo tres platos de sopa de pescado, una sopa bastante mediocre pero que Belano y Lima se tomaron ponderándola como digna representante de la cocina francesa, yo no supe si se estaban riendo de Raoul, de ellos mismos o lo decían en serio, creo que lo decían en serio, y después nos comimos una ensalada con pescado hervido, y lo mismo, felicitaciones, decían, soberbia ensalada o típica ensalada provenzal, cuando estaba a la vista que aquello ni siquiera llegaba a ensalada rosellonesa. Pero Raoul estaba feliz y además eran clientes de pago al contado, así que ¿qué más se podía pedir? Luego aparecieron François y Margueritte y los invitamos a que se sentaran con nosotros y Belano se empeñó en que todos comiéramos un postre, y luego pidió una botella de champán, pero Raoul no tenía champán y se tuvo que conformar con otra botella de vino y un par de pescadores del Isobel que estaban en la barra se vinieron a nuestra mesa y yo les presenté a Lima, les dije: éste va a trabajar con nosotros, un marinero de México, sí, señor, dijo Belano, el holandés errante del lago de Pátzcuaro, y los pescadores saludaron a Lima y le dieron la mano, aunque algo en la mano de Lima les pareció raro, claro, no era una mano de pescador, eso se nota enseguida, pero debieron de pensar como yo, que vaya uno a saber cómo son los pescadores de aquel país tan lejano, el pescador de almas de la Casa del Lago de Chapultepec, dijo Belano, y así seguimos, si la memoria no me falla, hasta las seis de la tarde. Después Belano pagó, nos dijo adiós y se marchó a Colliure.
Esa noche Lima durmió en el Isobel con nosotros. El día siguiente fue un mal día, amaneció nublado y pasamos la mañana y parte de la tarde preparando los aparejos del barco. A Lima le tocó limpiar la bodega. Allí abajo olía tan mal, una peste de pescado rancio que tumbaba al más plantado, que todos rehuíamos la faena, pero el mexicano no se arredró. Yo creo que el patrón lo hizo para probarlo. Le dijo limpia la bodega. Yo le dije: haz como que la limpias y vuelve a cubierta al cabo de dos minutos. Pero Lima bajó y allí se estuvo durante más de una hora. A la hora de la comida el Pirata preparó un estofado de pescado y Lima no quiso comer. Come, come, decía el Pirata, pero Lima dijo que no tenía hambre. Descansó un poco, apartado de nosotros, como si temiera ponerse a vomitar si nos veía comer y luego volvió a bajar a la bodega. A las tres de la madrugada del día siguiente nos hicimos a la mar. Bastaron unas cuantas horas para que todos supiéramos que Lima no había estado en un barco ni una sola vez en su vida. Al menos esperemos que no se nos caiga por la borda, dijo el patrón. Los otros miraban a Lima, que le ponía ganas pero que no sabía hacer nada, y miraban al Pirata, que ya estaba borracho, y lo único que podían hacer era encogerse de hombros, sin quejarse, aunque seguro que en ese momento envidiaban a los dos compañeros que habían conseguido colocarse de albañiles en Perpignan. Recuerdo que el día era más bien nublado, con amenaza de lluvia por el sureste, pero que luego el viento cambió y las nubes se alejaron. A las doce recogimos las redes y en ellas sólo teníamos una miseria. A la hora de la comida todos estábamos de un humor de perros. Recuerdo que Lima me preguntó desde cuándo estaban las cosas así y que le dije que por lo menos desde hacía un mes. El Pirata, en broma, sugirió que le prendiéramos fuego al barco y el patrón dijo que si volvía a decir algo semejante le iba a romper la cara. Luego pusimos proa al noreste y por la tarde volvimos a tirar las redes en un lugar en donde nunca antes habíamos faenado. Trabajábamos, lo recuerdo, con desgana, menos el Pirata, que a esas alturas del día estaba completamente borracho y decía incoherencias en la sala de mando, hablaba de una pistola que había ocultado o se quedaba mirando durante mucho rato la hoja de un cuchillo de cocina y luego buscaba con la vista al patrón y decía que todo hombre tenía un límite, cosas de ese estilo.
Cuando empezaba a oscurecer nos dimos cuenta que las redes estaban llenas. Recogimos y en la bodega había más pesca que en todos los días anteriores. De golpe todos nos pusimos a trabajar como diablos. Seguimos hacia el noreste y volvimos a tirar las redes y nuevamente las sacamos rebosantes de peces. Hasta el Pirata empezó a trabajar de valiente. Así estuvimos toda la noche y toda la mañana, sin dormir, siguiendo al banco que se desplazaba hacia el extremo oriental del golfo. A las seis de la tarde del segundo día la bodega estaba llena a rebosar, como nunca antes la habíamos visto ninguno, aunque el patrón afirmaba que diez años atrás él ya había visto una pesca casi igual de considerable. Cuando volvimos a Port Vendres muy pocos se creían lo que nos había ocurrido. Descargamos, dormimos un poco y volvimos a salir. Esta vez no pudimos encontrar el gran banco, pero la pesca fue muy buena. Aquella dos semanas se podría decir que vivimos más en el mar que en el puerto. Después todo volvió a ser como antes, pero nosotros sabíamos que éramos ricos, pues nuestro salario consistía en un porcentaje de lo pescado. Entonces el mexicano dijo que ya estaba bien, que él ya tenía el dinero suficiente para hacer lo que tenía que hacer y que nos dejaba. El Pirata y yo le preguntamos qué era lo que tenía que hacer. Viajar, nos dijo, con lo que he ganado puedo comprarme un billete de avión para Israel. Seguro que allí te espera una hembrita, le dijo el Pirata. Más o menos, dijo el mexicano. Después lo acompañé a hablar con el patrón. Éste aún no tenía el dinero, los frigoríficos tardan en pagar, sobre todo si se trata de una remesa tan grande y Lima se tuvo que quedar unos días más con nosotros. Pero ya no quiso dormir en el Isobel. Durante unos días estuvo fuera. Cuando lo volví a ver me dijo que había estado en París. Había hecho el viaje de ida y vuelta en autostop. Aquella noche lo invitamos a comer, el Pirata y yo, en el bar de Raoul, y luego se fue a dormir al barco aunque sabía que a las cuatro de la mañana salíamos de Port Vendres hacia el golfo de los Leones en busca, una vez más, de aquel banco increíble. Estuvimos dos días en el mar y la pesca sólo fue discreta.
A partir de entonces Lima prefirió dormir el tiempo que le restaba hasta cobrar su paga en una de las cuevas de El Borrado. El Pirata y yo lo acompañamos una tarde y le indicamos cuáles eran las mejores cuevas, en dónde estaba el pozo, qué camino debía seguir por las noches para evitar despeñarse, en fin, algunos secretos para hacer placentera una vida al aire libre. Cuando no estábamos en el mar nos veíamos en el bar de Raoul. Lima se hizo amigo de Margueritte y de François y de un alemán de unos cuarentaicinco años, Rudolph, que trabajaba en Port Vendres y en los alrededores haciendo lo que fuera y que aseguraba que a los diez años había sido soldado de la Wehrmacht y que había obtenido una cruz de hierro. Cuando los demás mostrábamos nuestra incredulidad, él sacaba la medalla y la enseñaba a quien quisiera verla: una cruz de hierro ennegrecida y oxidada. Y luego la escupía y blasfemaba en alemán y en francés. Se ponía la medalla a treinta centímetros de la cara y hablaba con ella como si fuera un enano y le hacía morisquetas y luego la bajaba y la escupía con desprecio o con rabia. Una noche yo le dije: ¿si tanto odias esa puta medalla por qué de una puta vez no la arrojas al puto mar? Rudolph, entonces, se quedó callado, como si se avergonzara, y guardó la cruz de hierro en un bolsillo.
Y una mañana por fin recibimos nuestra paga y esa misma mañana apareció otra vez Belano y estuvimos celebrando el viaje que el mexicano iba a hacer a Israel. Cerca de medianoche, el Pirata y yo los acompañamos hasta la estación. A las doce Lima iba a coger el tren de París y en París cogería el primer avión rumbo a Tel-Aviv. En la estación, lo juro, no había ni un alma. Nos sentamos en una banca, afuera, y poco después el Pirata se quedó dormido. Bueno, dijo Belano, se me hace que ésta es la última vez que nos vemos. Llevábamos mucho rato callados y su voz me sobresaltó. Pensé que se dirigía a mí, pero cuando Lima le contestó en español supe que no hablaba conmigo. Ellos siguieron con su cháchara durante un rato. Luego llegó el tren, el tren que venía de Cerbère, y Lima se levantó y me dijo adiós. Gracias por enseñarme a ir en un barco, Lebert, eso fue lo que me dijo. No quiso que despertara al Pirata. Belano lo acompañó hasta las puertas del tren. Los vi cómo se daban la mano y luego el tren se marchó. Esa noche Belano durmió en El Borrado y el Pirata y yo nos fuimos al Isobel. Al día siguiente Belano ya no estaba en Port Vendres.