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Rafael Barrios, café Quito, calle Bucareli, México DF, mayo de 1977. Qué hicimos los real visceralistas cuando se marcharon Ulises Lima y Arturo Belano: escritura automática, cadáveres exquisitos, performances de una sola persona y sin espectadores, contraintes, escritura a dos manos, a tres manos, escritura masturbatoria (con la derecha escribimos, con la izquierda nos masturbamos, o al revés si eres zurdo), madrigales, poemas-novela, sonetos cuya última palabra siempre es la misma, mensajes de sólo tres palabras escritos en las paredes («No puedo más», «Laura, te amo», etc.), diarios desmesurados, mail-poetry, projective verse, poesía conversacional, antipoesía, poesía concreta brasileña (escrita en portugués de diccionario), poemas en prosa policíacos (se cuenta con extrema economía una historia policial, la última frase la dilucida o no), parábolas, fábulas, teatro del absurdo, pop-art, haikús, epigramas (en realidad imitaciones o variaciones de Catulo, casi todas de Moctezuma Rodríguez), poesía-desperada (baladas del Oeste), poesía georgiana, poesía de la experiencia, poesía beat, apócrifos de bpNichol, de John Giorno, de John Cage (A Year from Monday), de Ted Berrigan, del hermano Antoninus, de Armand Schwerner (The Tablets), poesía letrista, caligramas, poesía eléctrica (Bulteau, Messagier), poesía sanguinaria (tres muertos como mínimo), poesía pornográfica (variantes heterosexual, homosexual y bisexual, independientemente de la inclinación particular del poeta), poemas apócrifos de los nadaístas colombianos, horazerianos del Perú, catalépticos de Uruguay, tzantzicos de Ecuador, caníbales brasileños, teatro Nó proletario… Incluso sacamos una revista… Nos movimos… Nos movimos… Hicimos todo lo que pudimos… Pero nada salió bien.

Joaquín Font, Clínica de Salud Mental El Reposo, camino del Desierto de los Leones, en las afueras de México DF, marzo de 1977. A veces me acuerdo de Laura Damián. No mucho, unas cuatro o cinco veces por día. Unas ocho o dieciséis veces si no consigo dormir, lo cual es lógico pues un día de veinticuatro horas da para muchos recuerdos. Pero normalmente sólo me acuerdo de ella cuatro o cinco veces y cada recuerdo, cada cápsula de recuerdo tiene una duración aproximada de dos minutos, aunque no lo puedo decir con certeza porque hace poco me robaron el reloj y cronometrar a ojo es riesgoso.

Cuando yo era joven tuve una amiga que se llamaba Dolores. Dolores Pacheco. Ella sí que sabía cronometrar a ojo. Yo quería irme a la cama con ella. Quiero que me hagas ver el cielo, pues, Dolores, le dije un día. ¿Cuánto crees que dura el cielo?, dijo ella. ¿Qué quieres decir?, le pregunté. Que cuánto te dura un orgasmo, dijo. Lo suficiente, dije yo. ¿Pero cuánto? No sé, mucho, dije, qué preguntitas te gastas, Dolores. ¿Cuánto es mucho?, insistió ella. Entonces yo le aseguré que nunca había cronometrado un orgasmo y ella me dijo has de cuenta que ahora tienes un orgasmo, Quim, cierra los ojos y piensa que te estás viniendo. ¿Contigo?, dije yo, aprovechado. Con quien tú quieras, dijo ella, pero piénsalo, ¿de acuerdo? Juega, dije yo. Bien, dijo ella, cuando empieces, levanta la mano. Entonces yo cerré los ojos, me vi montando a Dolores y levanté la mano. Y entonces escuché su voz que decía: Mississippi uno, Mississippi dos, Mississippi tres, Mississippi cuatro y ya no pude aguantar la risa, abrí los ojos y le pregunté qué era lo que hacía. Te cronometro, dijo ella. ¿Te has venido ya? Pues no sé, dije yo, suelen ser más largos. No me mientas, Quim, dijo, en Mississippi cuatro ya se han acabado la mayoría de los orgasmos, vuelve a intentarlo y verás. Y yo cerré los ojos y al principio me imaginé montando a Dolores, pero luego ya no me imaginé con nadie, más bien estaba en un barco fluvial, en una habitación blanca y aséptica muy parecida a la que estoy ahora, y por las paredes, mediante una megafonía oculta, comenzó a gotear la cuenta de Dolores: Mississippi uno, Mississippi dos, como si me llamaran por radio desde el puerto y yo ya no pudiera contestar, aunque en el fondo de mi corazón lo único que quería era contestar, decirles: ¿me reciben?, estoy bien, estoy vivo, quiero volver. Y cuando abrí los ojos Dolores me dijo así se cronometra un orgasmo, cada Mississippi es un segundo y cada orgasmo no dura más de seis segundos. Nunca llegamos a coger, Dolores y yo, pero fuimos buenos amigos, y cuando ella se casó (antes de terminar la carrera) fui a su boda y al felicitarla le dije: que los Mississippis te sean placenteros. El novio, que también estudiaba arquitectura, como ella y como yo, pero que iba en un curso superior o había acabado hacía poco la carrera, nos escuchó y pensó que yo me refería al viaje de luna de miel, que por supuesto realizaron en Estados Unidos. Ha pasado mucho tiempo. Hacía mucho que no pensaba en Dolores. Dolores me enseñó a cronometrar.

Ahora yo cronometro mis recuerdos de Laura Damián. Sentado en el suelo, comienzo: Mississippi uno, Mississippi dos, Mississippi tres, Mississippi cuatro, Mississippi cinco, Mississippi seis, y el rostro de Laura Damián, el pelo largo de Laura Damián se instala en mi cerebro deshabitado durante cincuenta o ciento veinte Mississippis, hasta que ya no puedo más y abro la boca y el aire se me va de golpe, ahhh, o escupo en las paredes y me vuelvo a quedar solo, vaciado, el eco de la palabra Mississippi rebotando en mi bóveda craneal, la imagen del cuerpo de Laura destrozado por un carro asesino diluida otra vez, los ojos de Laura abiertos en el cielo del DF, no, en el cielo de la colonia Roma, de la colonia Hipódromo-La Condesa, de la colonia Juárez, de la colonia Cuauhtémoc, los ojos de Laura iluminando los verdes y los sepias y todas las tonalidades del ladrillo y de la piedra de Coyoacán, y luego me detengo y respiro varias veces, como si estuviera atacado, y murmuro vete, Laura Damián, vete, Laura Damián, y su rostro entonces por fin comienza a desvanecerse y mi habitación ya no es el rostro de Laura Damián sino una habitación de un manicomio moderno, con todas las comodidades posibles, y los ojos que me espían vuelven a ser los ojos de mis enfermeros y no los ojos (¡los ojos en la nuca!) de Laura Damián, y si en mi muñeca no brilla la luna de ningún reloj no es porque Laura me lo haya arrebatado, no es porque Laura me haya obligado a tragarlo sino porque me lo han robado los locos que por aquí circulan, los pobres locos de México que pegan o que lloran, pero que no saben nada de nada, ah, ignorantes.

Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Cuando encontré mi ejemplar de Caborca lo acuné entre los brazos, lo miré y cerré los ojos, señores, porque uno no es de piedra. Y luego abrí los ojos y seguí rebuscando entre mis papeles y di con la hoja de Manuel, el Actual n.º 1, la que pegó en las bardas de Puebla en 1921, aquel en donde habla de «la vanguardia actualista de México», qué mal suena pero qué bonito es, ¿verdad?, y en donde también dice «mi locura no está en los presupuestos», ay, las vueltas que llega a dar la vidorria, «mi locura no está en los presupuestos». Pero también tiene cosas bonitas, como cuando dice: «Exito a todos los poetas, pintores y escultores jóvenes de México, a los que aún no han sido maleados por el oro prebendario de los sinecurismos gobiernistas, a los que aún no se han corrompido con los mezquinos elogios de la crítica oficial y con los aplausos de un público soez y concupiscente, a todos los que no han ido a lamer los platos en los festines culinarios de Enrique González Martínez, para hacer arte con el estilicidio de sus menstruaciones intelectuales, a todos los grandes sinceros, a los que no se han descompuesto en las eflorescencias lamentables y mefíticas de nuestro medio nacionalista con hedores de pulquería y rescoldos de fritanga, a todos ésos, los exito en nombre de la vanguardia actualista de México, para que vengan a batirse a nuestro lado en las lucíferas filas de la decouvert…» Pico de oro era Manuel. ¡Pico de oro! Ahora, que algunas palabras yo no las entiendo. Por ejemplo: exito, debe querer decir convoco, llamo, exhorto, hasta conmino, a ver, busquemos en el diccionario. No. Sólo aparece éxito. En fin, puede que exista, puede que no. Incluso, uno nunca sabe, puede que fuera una errata y que donde dice exito deba decir exijo, lo cual sería muy propio de Manuel, digo, del Manuel que yo entonces conocí. O puede que sea un latinajo o un neologismo, vaya uno a saber. O un término caído en desuso. Y eso fue lo que les dije a los muchachos. Les dije: muchachos, así era la prosa de Manuel Maples Arce, incendiaria y atrabancada, llena de palabras que nos ponían cachondos, una prosa que puede que ahora no les diga nada pero que en su época cautivó a generales de la Revolución, a hombres bragados que habían visto morir y que habían matado y que cuando leyeron o escucharon las palabras de Manuel se quedaron como estatuas de sal o estatuas de piedra, como diciendo qué chingados es esto, una prosa que prometía una poesía que iba a ser como el mar, como el mar en el cielo de México. Pero me estoy yendo por las ramas. Yo tenía mi único ejemplar de Caborca bajo el brazo y en la mano izquierda el Actual n.º 1 y en la derecha mi vaso con mezcal Los Suicidas, y mientras bebía les iba leyendo trozos de aquel lejano año de 1921 y lo íbamos comentando, los párrafos y el mezcal, qué bonita manera de leer y de beber, despacio y entre amigos (los jóvenes siempre han sido mis amigos), y cuando ya quedaba poco serví una última ronda de «Los Suicidas», me despedí mentalmente de mi viejo elixir y leí la parte final del Actual, el Directorio de Vanguardia que en su tiempo (y después, cómo no, y después también) tanto sorprendió a propios y extraños, a creadores y estudiosos del tema. El Directorio empezaba con los nombres de Rafael Cansinos-Assens y Ramón Gómez de la Serna. ¿Curioso, eh? Cansinos-Assens y Gómez de la Serna, como si Borges y Manuel hubieran tenido una comunicación telepática, ¿no? (el argentino escribió una reseña del libro de Manuel, Andamios interiores, de 1922, ¿lo sabían?) Y seguía así: Rafael Lasso de la Vega. Guillermo de Torre. Jorge Luis Borges. Cleotilde Luisi. (¿Quién fue Cleotilde Luisi?) Vicente Ruiz Huidobro. Su compatriota, le dije a uno de los muchachos. Gerardo Diego. Eugenio Montes. Pedro Garfias. Lucía Sánchez Saornil. J. Rivas Panedas. Ernesto López Parra. Juan Larrea. Joaquín de la Escosura. José de Ciria y Escalante. César A. Comet. Isac del Vando Villar. Así no más, con una sola a, probablemente otra errata. Adriano del Valle. Juan Las. Vaya nombre. Mauricio Bacarisse. Rogelio Buendía. Vicente Risco. Pedro Raida. Antonio Espina. Adolfo Salazar. Miguel Romero Martínez. Ciriquiain Caitarro. Otro que tal calza. Antonio M. Cubero. Joaquín Edwards. Ése también debe de ser compatriota mío, dijo uno de los muchachos. Pedro Iglesias. Joaquín de Aroca. León Felipe. Eliodoro Puche. Prieto Romero. Correa Calderón. Fíjense, les dije, ya empezamos sólo con los apellidos, mala señal. Francisco Vighi. Hugo Mayo. Bartolomé Galíndez. Juan Ramón Jiménez. Ramón del Valle-Inclán. José Ortega y Gasset. ¡Pero qué hacía don José en esta lista! Alfonso Reyes. José Juan Tablada. Diego Rivera. David Alfaro Siqueiros. Mario de Zayas. José D. Frías. Fermín Revueltas. Silvestre Revueltas. P. Echeverría. Atl. El inmenso Dr. Atl, supongo. J. Torres-García. Rafael P. Barradas. J. Salvat Papasseit. José María Yenoy. Jean Epstein. Jean Richard Bloch. Pierre Bruñe. ¿Lo conocen? Mane Blanchard. Corneau. Farrey. Aquí yo creo que Manuel ya hablaba de oídas. Fournier. Riou. Vaya, pondría las manos en el fuego. Mme. Ghy Lohem. Carajo, con perdón. Mane Laurencin. Aquí las cosas empiezan a mejorar. Dunozer de Segonzac. Empeoran. ¿Pero qué francés hijo de la chingada le anduvo tomando el pelo a Manuel? ¿O lo sacaría de alguna revista? Honneger. Georges Auric. Ozenfant. Alberto Gleizes. Pierre Reverdy. Por fin, salimos del pantano. Juan Gris. Nicolás Beauduin. William Speth. Jean Paulhan. Guillaume Apollinaire. Cypien. Max Jacob. Jorge Braque. Survage. Coris. Tristán Tzara. Francisco Picabia. Jorge Ribemont-Dessaigne. Renée Dunan. Archipenko. Soupault. Bretón. Paul Élouard. Marcel Duchamp. Y aquí yo y los muchachos estuvimos de acuerdo en que era por lo menos arbitrario llamar Francisco a Francis Picabia y Jorge Braque a Georges Braque y no Marcelo a Marcel del Campo o Pablo a Paul Éluard, sin la o, como bien sabíamos todos los amantes de la poesía francesa. Para no hablar de ese Bretón acentuado. Y el Directorio de Vanguardia seguía con los héroes y las erratas: Frankel. Semen. Erik Satie. Elie Faure. Pablo Picasso. Walter Bonrad Arensberg. Celine Arnauld. Walter Pach. Bruce. ¡El colmo! Morgan Russel. Marc Chagall. Herr Baader. Max Ernst. Christian Schaad. Lipchitz. Ortiz de Zarate. Correia d’Araujo. Jacobsen. Schkold. Adam Fischer. Mme. Fischer. Peer Kroogh. Alf Rolfsen. Jeauneiet. Piet Mondrian. Torstenson. Mme. Alika. Ostrom. Geline. Salto. Weber. Wuster. Kokodika. Kandinsky. Steremberg (Com. de B. A. de Moscou). El paréntesis es de Manuel, por supuesto. Como si todos los poblanos, dijo uno de los muchachos, supieran perfectamente quiénes eran los demás, Herr Baader, por ejemplo, o Coris, o ese Kokodika que sonaba a Kokoschka, o Riou, o Adam y Mme. Fischer. ¿Y por qué escribir Moscou y no Moscú?, pensé yo en voz alta. Pero sigamos. Después del comisario de Moscou no escaseaban los rusos. Mme Lunacharsky. Erhenbourg. Taline. Konchalowsky. Machkoff. Mme. Ekster. Wlle Monate. Marewna. Larionow. Gondiarowa. Belova. Sontine. Que seguramente escondía bajo la n a Soutine. Daiiblet. Doesburg. Raynal. Zahn. Derain. Walterowua Zur-Mueklen. Sin comentarios, el mejor. O la mejor, porque sobre el sexo de Zur-Mueklen nadie (en México) puede estar seguro. Jean Cocteau. Pierre Albert Birot. Metsinger. Jean Charlot. Maurice Reynal. Pieux. F. T. Marinetti. G. P. Lucinni. Paolo Buzzi. A. Palazzeschi. Enrique Cavacchioli. Libero Altomare. Que no sé por qué, la memoria me falla, muchachos, me suena a Alberto Savinio. Luciano Folgore. Qué bonito nombre, ¿verdad?, hubo una división de paracaidistas en el Ejército del Duce que se llamaba así, Folgore. Una pandilla de putos a los que los australianos les dieron en la madre. E. Cardile. G. Carrieri. F. Mansella Fontini. Amo d’Alba. Mario Betuda. Armando Mazza. M. Boccioni. C. D. Carrá. G. Severini. Balilla Pratella: Cangiullo. Corra. Mariano, Boccioni. No soy yo el que se repite, es Manuel o sus infames impresores. Fessy. Setimelli. Carli. Ochsé. Linati. Tita Rosa. Saint-Point. Divoire. Martini. Moretti. Pirandello. Tozzi. Evola. Ardengo. Sarcinio. Tovolato. Daubler. Doesburg. Broglio. Utrillo. Fabri. Vatrignat. Liege. Norah Borges. Savory. Gimmi. Van Gogh. Grunewald. Derain. Cauconnet. Boussingautl. Marquet. Gernez. Fobeen. Delaunay. Kurk. Schwitters. Kurt Schwitters, dijo uno de los muchachos, el mexicano, como si acabara de encontrar a su hermano gemelo perdido en el infierno de las linotipias. Heyniche. Klem. Que puede que fuera Klee. Zirner. Gino. ¡Diantres, ahí sí que rizaba el rizo! Galli. Bottai. Ciocatto. George Bellows. Giorgio de Chirico. Modigliani. Cantarelli. Soficci. Carena. Y allí terminaba el Directorio, con la amenazante palabra etcétera después de Carena. Y cuando terminé de leer esa larga lista, los muchachos se pusieron de rodillas o en posición de firmes, juro que no me acuerdo y juro que da lo mismo, firmes como militares o de rodillas como creyentes, y se bebieron las últimas gotas de mezcal Los Suicidas en honor de todos aquellos nombres conocidos o desconocidos, recordados u olvidados hasta por sus propios nietos. Y yo miré a aquellos dos muchachos que hasta hacía un momento parecían serios, allí, frente a mí, firmes, haciendo el saludo a la bandera o el saludo a los compañeros caídos en combate, y alcé mi vaso y apuré mi mezcal y yo también brindé por todos nuestros muertos.

Felipe Müller, bar Céntrico, calle Tallers, Barcelona, mayo de 1977. Arturo Belano llegó a Barcelona a casa de su madre. Su madre hacía un par de años que vivía aquí. Estaba enferma, tenía hipertiroidismo y había perdido tanto peso que parecía un esqueleto viviente.

Yo por entonces vivía en casa de mi hermano, en la calle Junta de Comercio, un hervidero de chilenos. La madre de Arturo vivía en Tallers, aquí, en donde ahora vivo yo, en esta casa sin ducha y con el cagadero en el pasillo. Cuando llegué a Barcelona le traje un libro de poesía que había publicado Arturo en México. Ella lo miró y murmuró algo, no sé qué, algo como un desvarío. No estaba bien. El hipertiroidismo la hacía moverse constantemente de un lado a otro, presa de una actividad febril y lloraba muy a menudo. Los ojos parecían salírsele de las órbitas. Le temblaba el pulso. A veces tenía ataques de asma, pero se fumaba ella sola una cajetilla de cigarrillos al día. Fumaba tabaco negro, igual que Carmen, la hermana menor de Arturo, que vivía con su madre pero que pasaba casi todo el día fuera de casa. Carmen trabajaba en la Telefónica, haciendo limpieza, y salía con un andaluz del Partido Comunista. Cuando yo conocí a Carmen, en México, era trotskista y aún seguía siéndolo, pero igual salía con el andaluz, que al parecer era si no un estalinista convencido, sí un brezhnevista convencido, para el caso que nos ocupa casi lo mismo. En fin, un enemigo acérrimo de los trotskistas, así que la relación entre ambos debía de ser de lo más movida.

En mis cartas a Arturo yo le explicaba todo esto. Le decía que su madre no estaba bien, le decía que se estaba quedando en los huesos, que no tenía dinero, que esta ciudad la estaba matando. A veces me ponía pesado (no me quedaba más remedio) y le decía que tenía que hacer algo por ella, que le mandara dinero o que se la llevara de vuelta a México. Las respuestas de Arturo a veces eran de aquellas que uno no sabe si tomárselas en serio o en broma. Una vez me escribió: «Que aguanten. Pronto iré para allá y solucionaré todo. Por ahora, que aguanten.» Qué jeta. Mi respuesta fue que no podía aguantar, en singular, su hermana por lo visto estaba de lo más bien aunque se peleaba con su madre todos los días, que hiciera algo ya mismo o se quedaba sin progenitora. Por aquellas fechas yo le había prestado a la madre de Arturo todos los dólares que aún me quedaban, unos doscientos, residuos de un premio de poesía ganado en México en 1975, cuyo importe me había permitido comprar el billete para viajar a Barcelona. Eso, por supuesto, no se lo dije. Aunque creo que su madre sí se lo dijo, ella le escribía una carta cada tres días, el hipertiroidismo, supongo. El caso es que los doscientos dólares le sirvieron para pagar el alquiler y poco más. Un día me llegó una carta de Jacinto Requena en donde entre otras cosas decía que Arturo no leía las cartas de su madre. El huevón de Requena lo decía como una gracia, pero eso ya fue el colmo y le escribí una carta en donde no había nada de literatura y mucho de economía, de salud y de problemas familiares. La respuesta de Arturo me llegó pronto (de él se podrá decir lo que se quiera, menos que deja una carta sin contestar) y allí me aseguraba que ya le había mandado dinero a su madre pero que en esos días haría algo mejor, que le conseguiría un trabajo, que el problema de su madre era que siempre había trabajado y que lo que la tenía jodida era sentirse inútil. Yo tuve ganas de decirle que el paro en Barcelona era grande, que su madre no estaba en condiciones de trabajar, que si se presentaba a un trabajo lo más probable era que asustara a sus jefes porque ya estaba tan flaca, pero tan flaca, que más bien parecía una sobreviviente de Auschwitz que otra cosa, pero preferí no decirle nada, darle un respiro, darme un respiro y hablarle de poesía, de Leopoldo María Panero, de Félix de Azúa, de Gimferrer, de Martínez Sarrión, poetas que a él y a mí nos gustaban, y de Carlos Edmundo de Ory, el creador del postismo, con el que por entonces yo había comenzado a cartearme.

Una tarde la madre de Arturo fue a la casa de mi hermano a buscarme. Dijo que su hijo le había mandado una carta de lo más complicada. Me la enseñó. El sobre contenía la carta de Arturo y una carta-presentación escrita por el novelista ecuatoriano Vargas Pardo para el novelista catalán Juan Marsé. Lo que su madre tenía que hacer, según explicaba Arturo en su carta, era presentarse en la casa de Juan Marsé, cerca de la Sagrada Familia, y darle a éste la presentación de Vargas Pardo. La presentación era más bien escueta. Las primeras líneas eran un saludo a Marsé en el que mencionaba, por lo demás enrevesadamente, un incidente al parecer festivo en una calle de los alrededores de la plaza Garibaldi. Luego seguía una presentación más bien somera de Arturo y acto seguido pasaba a lo que de verdad importaba, la situación de la madre del poeta, el ruego de que hiciera cuanto estuviera al alcance de su mano para conseguirle un trabajo. ¡Vamos a conocer a Juan Marsé!, dijo la madre de Arturo. Se la veía feliz y orgullosa de lo que su hijo había hecho. Yo tenía mis dudas. Quería que la acompañara a visitar a Marsé. Si voy sola, dijo, voy a estar demasiado nerviosa y no sabré qué decirle, en cambio tú eres escritor y si se tercia me puedes sacar del apuro.

La idea no me seducía, pero accedí a acompañarla. Fuimos una tarde. La madre de Arturo se arregló un poco más de lo habitual, pero de todas formas su estado era lamentable. Tomamos el metro en plaza Cataluña y nos bajamos en la Sagrada Familia. Poco antes de llegar le dio un conato de ataque de asma y tuvo que utilizar su inhalador. Fue el mismo Juan Marsé el que nos abrió la puerta. Lo saludamos, la madre de Arturo le explicó qué era lo que quería, se hizo un lío, habló de «necesidades», de «urgencias», de «poesía comprometida», de «Chile», de «enfermedad», de «situaciones infames». Pensé que se había vuelto loca. Juan Marsé miró el sobre que le extendía y nos hizo pasar. ¿Quieren tomar algo?, dijo. No, muy amable, dijo la madre de Arturo. No, gracias, dije yo. Luego Marsé se puso a leer la carta de Vargas Pardo y nos preguntó si lo conocíamos. Es amigo de mi hijo, dijo la madre de Arturo, creo que una vez estuvo en mi casa, pero no, no lo conocía. Yo tampoco lo conocía. Una persona muy simpática, Vargas Pardo, murmuró Marsé. ¿Y hace mucho que usted no vive en Chile?, le preguntó a la madre de Arturo. Muchísimos años, sí, tantos que ya apenas me acuerdo. Luego la madre de Arturo se puso a hablar de Chile y de México y Marsé se puso a hablar de México y no sé en qué momento los dos ya estaban tuteándose, riéndose, yo también, Marsé seguramente contó un chiste o algo similar. Casualmente, dijo, sé de una persona que tiene algo que tal vez te pueda interesar. No es un trabajo sino una beca, una beca para estudiar educación especial. ¿Educación especial?, dijo la madre de Arturo. Bueno, dijo Marsé, creo que así se le llama, está relacionado con la educación de los deficientes mentales o con los niños con el síndrome de Down. Ah, eso me encantaría, dijo la madre de Arturo. Al cabo de un rato nos fuimos. Llámame por teléfono mañana, dijo Marsé desde la puerta.

Durante el viaje de vuelta no paramos de reírnos. A la madre de Arturo, Juan Marsé le pareció buen mozo, con unos ojos preciosos, un tipo regio, y qué simpático y sencillo. Hacía mucho que no la veía tan contenta. Al día siguiente llamó y Marsé le dio el teléfono de la mujer que daba las becas. Al cabo de una semana la madre de Arturo estaba estudiando para ser educadora de deficientes mentales, autistas, personas con síndrome de Down en una escuela de Barcelona, en donde a la par que estudiaba hacía prácticas. La beca era por tres años, renovable año tras año dependiendo de las calificaciones. Poco después ingresó en el Clínico para ser tratada de su hipertiroidismo. Al principio pensamos que la iban a operar, pero no fue necesario. Así que cuando Arturo llegó a Barcelona su madre estaba muchísimo mejor, la beca no era demasiado generosa pero le permitía ir tirando, incluso tuvo dinero para comprar chocolates de muchas clases, pues sabía que a Arturo le gustaba el chocolate y el chocolate europeo, como todo el mundo sabe, es infinitamente mejor que el mexicano.