Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Entonces yo les dije: a ver, muchachos, ¿qué hacemos si se acaba el mezcal? Y ellos dijeron: pues bajamos a comprar otra botella, señor Salvatierra, Amadeo, por eso no se preocupe. Y con esa seguridad, con esa esperanza, cabría decir, me bebí un buen trago, hasta vaciar el vaso, qué buen mezcal se hacía antes en estas tierras, sí señor, y luego me levanté y me acerqué a mi biblioteca, me acerqué al polvo de mi biblioteca, ¡cuánto hacía que no limpiaba un poco esas estanterías!, pero no porque ya no me gustaran los libros, no vayan a creer, sino porque la vida lo vuelve a uno muy quebradizo, y además lo anestesia (casi sin que nos demos cuenta, señores), y a algunos, que no es mi caso, hasta los hipnotiza o les abre en canal el hemisferio izquierdo del cerebro, que es una forma figurativa de exponer el problema de la memoria, a ver si no me explico. Y los muchachos se levantaron también de sus asientos y yo sentí su respiración en la nuca, figurativamente, claro está, y entonces, sin volverme, les pregunté si Germán o Arqueles o Manuel les contaron en qué trabajaba yo, cómo me ganaba diariamente los pesos. Y ellos dijeron no, Amadeo, de eso no nos dijeron nada. Y entonces yo les dije, muy orondo, que escribía, y creo que me reí o que tosí sus buenos segundos, yo me gano la vida escribiendo, muchachos, les dije, en este país de la chingada Octavio Paz y yo somos los únicos que nos ganamos la vida de esa manera. Y ellos, por supuesto, guardaron un silencio conmovedor, si se me permite la expresión. Un silencio como los que decía la gente que guardaba Gilberto Owen. Y entonces yo les dije, siempre de espaldas a ellos, siempre manteniendo mi mirada en los lomos de mis libros: trabajo aquí al lado, en la plaza Santo Domingo, escribo solicitudes, rogativas y cartas, y me volví a reír y el polvo de los libros salió despedido con la fuerza de mi risa, y entonces ya pude ver mejor los títulos, los autores, los legajos en donde guardaba los materiales inéditos de mi época. Y ellos también se rieron con una risa breve que me rozó la nuca, ay qué muchachos más discretos, hasta que yo por fin pude dar con el archivador que buscaba. Aquí está, dije, mi vida y de paso lo único que queda de la vida de Cesárea Tinajero. Y entonces ellos, en vez de lanzarse avorazados sobre el archivador a revolver entre los papeles, aquí está lo curioso, señores, se mantuvieron impertérritos y me preguntaron si escribía cartas de amor. De todo, muchachos, les dije dejando el archivador en el suelo y volviendo a llenar mi vaso con mezcal Los Suicidas, cartas de madres a hijos, cartas de hijos a sus padres, cartas de mujeres a sus maridos presos, y cartas de novios, claro, que son las mejores, por lo inocentes, digo yo, o por lo calientes, todo va mezclado como en botica y a veces el escribano pone algo de cosecha propia. Ah, pues que profesión más bonita, dijeron. Después de treinta años en los portales de Santo Domingo ya no lo es tanto, dije yo mientras abría el archivador y comenzaba a husmear entre los papeles, a buscar el único ejemplar que tenía de Caborca, la revista que con tanto sigilo y con tanta ilusión había dirigido Cesárea.
Joaquín Font, Clínica de Salud Mental El Reposo, camino del Desierto de los Leones, en las afueras de México DF, enero de 1977. Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano. Grave error, como se verá a continuación. Tomemos, por ejemplo, un lector medio, un tipo tranquilo, culto, de vida más o menos sana, maduro. Un hombre que compra libros y revistas de literatura. Bien, ahí está. Ese hombre puede leer aquello que se escribe para cuando estás sereno, para cuando estás calmado, pero también puede leer cualquier otra clase de literatura, con ojo crítico, sin complicidades absurdas o lamentables, con desapasionamiento. Eso es lo que yo creo. No quiero ofender a nadie.
Ahora tomemos al lector desesperado, aquel a quien presumiblemente va dirigida la literatura de los desesperados. ¿Qué es lo que ven? Primero: se trata de un lector adolescente o de un adulto inmaduro, acobardado, con los nervios a flor de piel. Es el típico pendejo (perdonen la expresión) que se suicidaba después de leer el Werther. Segundo: es un lector limitado. ¿Por qué limitado? Elemental, porque no puede leer más que literatura desesperada o para desesperados, tanto monta, monta tanto, un tipo o un engendro incapaz de leerse de un tirón En busca del tiempo perdido, por ejemplo, o La montaña mágica (en mi modesta opinión un paradigma de la literatura tranquila, serena, completa), o, si a eso vamos, Los miserables o Guerra y paz. Creo que he hablado claro, ¿no? Bien, he hablado claro. Así les hablé a ellos, les dije, les advertí, los puse en guardia contra los peligros a que se enfrentaban. Igual que hablarle a una piedra. Otrosí: los lectores desesperados son como las minas de oro de California. ¡Más temprano que tarde se acaban! ¿Por qué? ¡Resulta evidente! No se puede vivir desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolor termina haciéndose insoportable, la lucidez se escapa en grandes chorros fríos. El lector desesperado (más aún el lector de poesía desesperado, ése es insoportable, créanme) acaba por desentenderse de los libros, acaba ineluctablemente convirtiéndose en desesperado a secas. ¡O se cura! Y entonces, como parte de su proceso de regeneración, vuelve lentamente, como entre algodones, como bajo una lluvia de píldoras tranquilizantes fundidas, vuelve, digo, a una literatura escrita para lectores serenos, reposados, con la mente bien centrada. A eso se le llama (y si nadie le llama así, yo le llamo así) el paso de la adolescencia a la edad adulta. Y con esto no quiero decir que cuando uno se ha convertido en un lector tranquilo ya no lea libros escritos para desesperados. ¡Claro que los lee! Sobre todo si son buenos o pasables o un amigo se los ha recomendado. Pero en el fondo ¡lo aburren! En el fondo esa literatura amargada, llena de armas blancas y de Mesías ahorcados, no consigue penetrarlo hasta el corazón como sí consigue una página serena, una página meditada, una página ¡técnicamente perfecta! Y yo se los dije. Se los advertí. Les señalé la página técnicamente perfecta. Les avisé de los peligros. ¡No agotar un filón! ¡Humildad! ¡Buscar, perderse en tierras desconocidas! ¡Pero con cordada, con migas de pan o guijarros blancos! Sin embargo yo estaba loco, estaba loco por culpa de mis hijas, por culpa de ellos, por culpa de Laura Damián, y no me hicieron caso.
Joaquín Vázquez Amaral, caminando por el campus de una universidad del Medio Oeste norteamericano, febrero de 1977. No, no, no, por supuesto que no. Ese muchacho Belano era una persona amabilísima, muy culto, nada agresivo. Cuando yo estuve en México, en 1975, para la presentación en sociedad, si así puede llamársele, de mi traducción de los Cantares de Ezra Pound, publicado en una hermosa edición, ciertamente, en Joaquín Mortiz, libro que en cualquier país europeo hubiera atraído a mucha más gente, él y sus amigos acudieron al acto y luego, y esto es importante, se quedaron de tertulia conmigo, se quedaron a hacerme compañía (un extranjero, una ciudad de alguna manera desconocida, esto siempre se agradece), y nos fuimos a un bar, ya no recuerdo que bar, en el centro sería, por los alrededores de Bellas Artes, y estuvimos hablando de Pound hasta las tantas. Es decir, yo no vi caras conocidas en la presentación, no vi caras ilustres de la poesía mexicana (si las hubo, lamento decirlo, no las reconocí), sólo los vi a ellos, a estos jóvenes soñadores y enérgicos, ¿verdad?, y eso, un extranjero, lo agradece.
¿De qué hablamos? Del maestro, por supuesto, de los días en Saint Elizabeth, de aquel curioso Fenollosa y de la poesía de la dinastía Han y de la dinastía Sui, de Liu Hsiang, de Tung Chung-shu, de Wang Pi, de Tao Chien (Tao Yuan-ming, 365-427), de la poesía de la dinastía Tang, de Han Yu (768-824), de Meng Hao-jan (689-740), de Wang Wei (699-759), de Li Po (701-762), de Tu Fu (712-770), de Po Chu-i (772-846), de la dinastía Ming, de la dinastía Ching, de Mao Tse-tung, en fin, de cosas del maestro Pound que en el fondo ninguno de nosotros conocíamos, ni siquiera el maestro, ¿no?, porque la literatura que él conocía de verdad era la europea, pero qué alarde de fuerza, qué curiosidad tan magnífica la de Pound cuando escarba en esa lengua enigmática, ¿no?, qué fe en la humanidad, ¿verdad? Y también hablamos de poetas provenzales, los de siempre, ya se sabe, Arnaut Daniel, Bertrán de Born, Guiraut de Bornelh, Jaufré Rudel, Guillerm de Berguedá, Marcabrú, Bernart de Ventadorn, Raimbaut de Vaqueiras, el Castellano de Coucy, el enorme Chrétien de Troyes, y también hablamos de los italianos del Dolce Stil Novo, los amiguetes de Dante como quien dice, Cino da Pistoia, Guido Cavalcanti, Guido Guinizelli, Cecco Angiolieri, Gianni Alfani, Dino Frescobaldi, pero por encima de todo hablamos del maestro, de Pound en Inglaterra, de Pound en París, de Pound en Rapallo, de Pound prisionero, de Pound en Saint Elizabeth, de Pound de vuelta en Italia, de Pound en el umbral de la muerte…
¿Y después qué pasó? Lo de siempre. Pedimos la cuenta. Insistieron en que yo no colaborara con nada de dinero, pero me negué en redondo, yo también he sido joven y sé que a esa edad, y peor aún si se trata de un poeta, el dinero no abunda, así que puse mi dinero sobre la mesa, suficiente como para pagar todas las consumiciones (éramos unos diez, el joven Belano, ocho amigos suyos, entre ellos dos muchachas preciosas cuyos nombres desgraciadamente he olvidado, y yo), pero ellos, y esto fue, tal vez, ahora que lo pienso, lo único raro de aquella noche, cogieron el dinero y me lo devolvieron y yo volví a poner el dinero sobre la mesa y ellos nuevamente me lo devolvieron y yo entonces les dije muchachos cuando voy a tomar unas copas o unas coca-colas (je je) con mis alumnos nunca permito que éstos paguen, y ésta parrafada la dije con mucho cariño (adoro a mis alumnos y ellos, presumo, me corresponden), pero ellos entonces dijeron: ni se le ocurra, maestro, sólo eso: ni se le ocurra, maestro, y en ese momento, mientras descodificaba esa frase, si se me permite, tan polisémica, observé sus rostros, siete chicos y dos chicas guapísimas, y pensé: no, ellos nunca serían mis alumnos, no sé por qué lo pensé, en realidad habían estado tan correctos, tan simpáticos, pero lo pensé.
Volví a guardar el dinero en mi cartera y uno de ellos pagó la cuenta y después salimos a la calle, hacía una noche preciosa, sin el agobio de los coches y las muchedumbres diurnas, y durante un rato caminamos en dirección a mi hotel, casi como caminar a la deriva, igual nos estábamos alejando, y a medida que avanzábamos (¿pero hacia dónde?), algunos de estos muchachos se fueron despidiendo, me estrechaban la mano y se iban (de sus compañeros se despedían de otra manera, o eso me pareció) y poco a poco el grupo se fue haciendo menos numeroso, y mientras tanto seguíamos hablando y hablábamos y hablábamos o, ahora que lo pienso, tal vez no habláramos tanto, yo rectificaría y diría que pensábamos y pensábamos, pero no lo creo, a esas horas nadie piensa demasiado, el cuerpo pide descanso. Y llegó un momento en que sólo éramos cinco caminando sin rumbo por las calles de México, puede que en el más completo silencio, en un silencio poundiano, aunque el maestro es lo más alejado del silencio, ¿verdad?, sus palabras son las palabras de la tribu que no cesan de indagar, de investigar, de referir todas las historias. Pese a que esas palabras estén circundadas por el silencio, minuto a minuto erosionadas por el silencio, ¿verdad? Y entonces yo decidí que ya era hora de dormir y paré un taxi y les dije adiós.
Lisandro Morales, calle Comercio, enfrente del Jardín Morelos, colonia Escandón, México DF, marzo de 1977. Fue el novelista ecuatoriano Vargas Pardo, un hombre que no se entera de nada y a quien tenía trabajando como corrector en mi editorial, quien me presentó al susodicho Arturo Belano. El mismo Vargas Pardo me había convencido, un año antes, de que podía ser rentable que la editorial financiara una revista en la que colaborarían las mejores plumas de México y Latinoamérica. Le hice caso y la saqué. A mí me dieron el puesto de director honorario y Vargas Pardo y un par de sus amigotes se adjudicaron a dedo el consejo de redacción.
El plan, al menos tal como me lo vendieron, era que la revista apoyaría los libros de la editorial. Ése era el principal objetivo. El segundo objetivo era hacer una buena revista de literatura que prestigiara a la editorial, tanto por sus contenidos como por sus colaboradores. Me hablaron de Julio Cortázar, de García Márquez, de Carlos Fuentes, de Vargas Llosa, de las primeras figuras de la literatura latinoamericana. Yo, siempre prudente, por no decir escéptico, les dije que me conformaba con tener a Ibargüengoitia, a Monterroso, a José Emilio Pacheco, a Monsiváis, a Elenita Poniatowska. Ellos dijeron que por supuesto, que sí, que pronto todos se iban a morir por publicar en nuestra revista. De acuerdo, que se mueran, dije yo, hagamos un buen trabajo, pero no olviden el primer objetivo. Potenciar a la editorial. Ellos dijeron que eso no era ningún problema, que la editorial estaría reflejada en cada página, o en una de cada dos páginas, y que además la revista no tardaría en producir beneficios. Y yo dije: señores, el destino queda en vuestras manos. En el primer número, como es fácil verificar, no apareció ni Cortázar, ni García Márquez, ni siquiera José Emilio Pacheco, pero contamos con un ensayo de Monsiváis y eso, de alguna manera, salvaba a la revista; el resto de las colaboraciones eran de Vargas Pardo, un ensayo de un novelista argentino exiliado en México amigo de Vargas Pardo, dos adelantos de sendas novelas que próximamente publicaríamos en la editorial, un cuento de un compatriota olvidado de Vargas Pardo, y poesía, demasiada poesía. En el apartado de las reseñas, al menos, no tuve nada que objetar, la atención recaía mayoritariamente sobre nuestras novedades, en términos por demás elogiosos.
Recuerdo que hablé con Vargas Pardo después de leer la revista y se lo dije: me parece que hay demasiada poesía y la poesía no vende. No olvido su respuesta: cómo que no vende, don Lisandro, me dijo, fíjese en Octavio Paz y en su revista. Bueno, Vargas, le dije yo, pero Octavio es Octavio, hay lujos que los demás no nos podemos permitir. No le dije, ciertamente, que la revista de Octavio yo no la leía desde hacía siglos, ni rectifiqué el adjetivo «lujo» con que había ornado no el quehacer poético sino su trabajosa publicación, pues en el fondo yo no creo que sea un lujo publicar poesía sino una soberana estupidez. La cosa no fue a más, de todas maneras, y Vargas Pardo pudo sacar el segundo y el tercer número, y luego el cuarto y el quinto. A veces me llegaban voces de que nuestra revista se estaba tornando demasiado agresiva. Yo creo que la culpa de todo la tenía Vargas Pardo, que la utilizaba como arma arrojadiza en contra de quienes lo habían despreciado cuando llegó a México, como el vehículo idóneo para ajustar algunas cuentas pendientes (¡qué rencorosos y vanidosos son algunos escritores!), y la verdad sea dicha, no me preocupaba mayormente. Es bueno que una revista genere polémica, eso quiere decir que se vende, y a mí me parecía un milagro que una revista con tanta poesía se vendiera. A veces me preguntaba por qué al cabrón de Vargas Pardo le interesaba tanto la poesía. Él, me consta, no era poeta sino narrador. ¿De dónde, pues, le venía su interés por la lírica?
Confieso que durante un tiempo me estuve haciendo cábalas al respecto. Llegué a pensar que era maricón, podía serlo, estaba casado (con una mexicana, por cierto), pero podía serlo, sin embargo: ¿qué clase de maricón?, ¿un maricón platónico y lírico, que se contentaba, digamos, en el plano puramente literario, o tenía su media naranja o su medio limón entre los poetas que publicaba en la revista? No lo sé. Cada uno con su vida. No tengo nada contra los maricones. Cada día, eso sí, hay más. En los años cuarenta la literatura mexicana había alcanzado su cénit en lo que se refiere a maricones y yo pensé que ese techo era infranqueable. Pero hoy abundan más que nunca. Supongo que la culpa de todo la tiene la instrucción pública, la inclinación cada vez más común en los mexicanos a dar la nota, el cine, la música, vaya uno a saber. El mismísimo Salvador Novo me dijo una vez lo sorprendido que se quedaba con los modales y el lenguaje de algunos jóvenes que iban a visitarlo. Y Salvador Novo sabía de lo que hablaba.
Así fue como conocí a Arturo Belano. Una tarde Vargas Pardo me habló de él y de que preparaba un libro fantástico (ésa fue la palabra que empleó), la antología definitiva de la joven poesía latinoamericana, y que andaba buscando editor. ¿Y quién es ese Belano?, le pregunté. Escribe reseñas en nuestra revista, dijo Vargas Pardo. Estos poetas, le dije, y me quedé observando disimuladamente su reacción, son como chulos de putas desesperados buscando a una mujer para hacer negocio con ella, pero Vargas Pardo encajó bien mi pulla y dijo que el libro era muy bueno, un libro que si no lo publicábamos nosotros (ah, qué manera de emplear el plural) lo publicaría cualquier otra editorial. Entonces me lo quedé mirando disimuladamente otra vez y le dije: tráemelo, concértame una cita con él y ya veremos lo que se puede hacer.
Dos días después apareció Arturo Belano por la editorial. Iba vestido con una chaqueta de mezclilla y con bluejeans. La chaqueta tenía algunas roturas sin parchear en los brazos y en el costado izquierdo, como si alguien hubiera estado jugando a ensartarle flechas o lanzazos. Los pantalones, bueno, si se los hubiera sacado se habrían mantenido de pie solos. Iba calzado con unas zapatillas de gimnasia que daba miedo sólo verlas. Tenía el pelo largo hasta los hombros y seguramente siempre había sido flaco pero ahora lo parecía más. Parecía que llevaba varios días sin dormir. Vaya, hombre, pensé, qué desastre. Por lo menos daba la impresión de que se había duchado esa mañana. Así que le dije: veamos, señor Belano, esa antología que usted ha hecho. Y él dijo: ya se la he dado a Vargas Pardo. Mal empezamos, pensé.
Cogí el teléfono y le dije a mi secretaria que viniera Vargas Pardo a mi despacho. Durante unos segundos ninguno de los dos hablamos. Carajo, si Vargas Pardo tardaba un poco más en aparecer el joven poeta se me iba a quedar dormido. Eso sí, no parecía maricón. Para matar el tiempo le expliqué que los libros de poesía, ya se sabe, se publican muchos pero se venden pocos. Sí, dijo él, se publican muchos. Por Dios, parecía un zombi. Por un momento me pregunté si no estaría drogado, ¿pero cómo saberlo? Bueno, le dije, ¿y le costó mucho hacer su antología de poesía latinoamericana? No, dijo él, son todos amigos. Qué cara. Así pues, dije yo, no habrá problemas de derechos de autor, usted tiene los permisos. Él se rio. Es decir, permítanme que lo explique, torció la boca o curvó los labios o mostró unos dientes amarillentos y emitió un sonido. Juro que su risa me erizó los pelos. ¿Cómo explicarla? ¿Como una risa que sale de ultratumba? ¿Como esas risas que a veces uno escucha cuando camina por el pasillo desierto de un hospital? Algo así. Y después, después de la risa, parecía que íbamos a volver a sumirnos en el silencio, esos silencios embarazosos entre personas que se acaban de conocer, o entre un editor y un zombi, para el caso es lo mismo, pero yo lo último que deseaba era verme atrapado otra vez en ese silencio, así que seguí hablando, hablé de su país de origen, Chile, de mi revista en donde él había publicado alguna reseña literaria, de lo difícil que resultaba a veces sacarse de encima un stock de libros de poesía. Y Vargas Pardo no aparecía (¡estaría colgado del teléfono dándole a la lengua con otro poeta!). Y entonces, justo entonces, tuve una suerte de iluminación. O de presentimiento. Supe que era mejor no publicar esa antología. Supe que era mejor no publicar nada de ese poeta. Que se fuera a la mierda Vargas Pardo y sus ideas geniales. Si había otras editoriales interesadas, pues que la publicaran ellos, yo no, yo supe, en ese segundo de lucidez, que publicar un libro de ese tipo me iba a traer mala suerte, que tener a ese tipo sentado frente a mí en mi oficina, mirándome con esos ojos vacíos, a punto de quedarse dormido, me iba a traer mala suerte, que probablemente la mala suerte ya estaba planeando sobre el tejado de mi editorial como un cuervo apestado o como un avión de Aerolíneas Mexicanas destinado a estrellarse contra el edificio en donde estaban mis oficinas.
Y de pronto apareció Vargas Pardo blandiendo el manuscrito de los poetas latinoamericanos y yo desperté de mi ensoñación, pero muy lentamente, al principio ni siquiera pude oír con claridad lo que Vargas Pardo decía, sólo oía su risa y su pinche vozarrón, feliz de la vida, como si trabajar para mí fuera lo mejor que le había ocurrido en su vida, unas vacaciones pagadas en el DF, y recuerdo que estaba tan aturdido que me levanté y le di la mano a Vargas Pardo, por Dios, le di la mano a ese cabrón como si él fuera el jefe o el supervisor general y yo un pinche empleadito, y también recuerdo que miré a Arturo Belano y que éste no se levantó de su asiento cuando llegó el ecuatoriano, es más, no sólo no se levantó, es que ni siquiera nos hizo caso, ni nos miró, vaya, vi su nuca llena de pelos y por un segundo pensé que aquello que veía no era una persona, no era un ser humano de carne y hueso, con sangre en las venas como usted o como yo, sino un espantapájaros, un envoltorio de ropas desastradas sobre un cuerpo de paja y de plástico, o algo así. Y entonces oí que Vargas Pardo decía ya está todo listo, Lisandro, ahorita Martita viene para acá con el contrato. ¿Con qué contrato?, balbuceé. Con el contrato del libro de Belano, pues, dijo Vargas Pardo.
Entonces yo me senté otra vez y dije vamos a ver, vamos a ver, ¿qué es eso del contrato? Es que Belano se nos marcha pasado mañana, dijo Vargas Pardo, y hay que dejar esto solucionado. ¿Adonde se nos marcha?, dije. A Europa, pues, dijo Vargas Pardo, a probar rajitas escandinavas (la mala educación, para Vargas Pardo, es sinónimo de franqueza y hasta de honestidad). ¿A Suecia?, dije yo. Más o menos, dijo Vargas Pardo, a Suecia, a Dinamarca, a pasar frío por allí. ¿Y no le podemos mandar el contrato?, sugerí. No, pues, Lisandro, si él se marcha a Europa sin dirección fija y además quiere dejar esto solucionado. Y el cabrón de Vargas Pardo me guiñó un ojo y acercó su cara a la mía (¡pensé que me iba a besar el grandísimo puto encubierto!) y yo no pude, no supe dar un salto atrás, pero Vargas Pardo lo único que quería era hablarme al oído, susurrarme unas palabras de complicidad. Y lo que me dijo fue que no había que pagar ningún adelanto, que firmara, que firmara ahorita mismo, no fuera a echarse para atrás y darle el libro a la competencia. Y yo hubiera querido decirle: me vale verga que le dé el libro a la competencia, ojalá que se lo dé a ellos, así se hunden antes que yo, pero en lugar de decirle eso sólo tuve fuerzas para preguntarle con un hilo de voz: ¿este chavo está drogado o qué? Y Vargas Pardo se rio estruendosamente y nuevamente me secreteó: algo así, Lisandro, algo así, bueno, esas cosas nunca se saben, pero lo importante es el libro y aquí está, así que no dilatemos más la firma del contrato. ¿Pero es prudente…?, alcancé a secretear yo. Y entonces Vargas Pardo separó su carota de la mía y me contestó con la voz de siempre, el estentóreo vozarrón amazónico como él mismo, en un alarde inconcebible de narcisismo, lo definía, por supuesto, por supuesto, dijo. Y luego se acercó al poeta y lo palmeó en la espalda, qué tal Belano, le dijo, y el joven chileno lo miró a él y luego me miró a mí y una sonrisa de estúpido le iluminó la cara. Una sonrisa de subnormal, una sonrisa de lobotomizado, cielo santo. Y entonces entró Martita, mi secretaria, y puso sobre la mesa las dos copias del contrato, y Vargas Pardo se puso a buscar un bolígrafo para que Belano firmara, ándele, una firmita, pero es que no tengo bolígrafo, dijo Belano, una pluma fuente para el poeta, pues, dijo Vargas Pardo. Como concertados, todos los bolígrafos habían desaparecido de mi oficina. Por supuesto, yo llevaba un par en el bolsillo del saco, pero no los quise sacar. Si no hay firma, no hay contrato, pensé. Pero Martita buscó entre los papeles de mi mesa y halló uno. Belano firmó. Yo firmé. Ahora un apretón de manos y asunto concluido, dijo Vargas Pardo. Estreché la mano del chileno. Observé su rostro. Sonreía. Se estaba cayendo de sueño y sonreía. ¿Dónde había visto antes esa sonrisa? Miré a Vargas Pardo como preguntándole dónde había visto antes esa maldita sonrisa. La sonrisa inerme por excelencia, la que nos arrastra a todos hasta el infierno. Pero Vargas Pardo ya se estaba despidiendo del chileno. ¡Le daba consejos para cuando estuviera en Europa! ¡Rememoraba el maricón sus años juveniles cuando estuvo en la marina mercante! ¡Incluso Martita le reía las anécdotas! Comprendí que no había nada que hacer. El libro se publicaría.
Y yo que siempre fui un editor valiente acepté esa señal de vergüenza en la mera frente.
Laura Jáuregui, Tlalpan, México DF, marzo de 1977. Antes de marcharse vino a mi casa. Debían de ser las siete de la tarde. Yo estaba sola, mi madre había salido. Arturo me dijo que se iba y que ya no iba a volver. Le dije que le deseaba suerte, pero ni siquiera le pregunté adónde se iba. Creo que él me preguntó por mis estudios, qué tal me iba en la universidad, en Biología. Le dije que estupendo. Me dijo: he estado en el norte de México, en Sonora, creo que también en Arizona, pero la verdad es que no lo sé. Eso dijo y luego se rio. Una risa corta y seca, como de conejo. Sí, parecía drogado, pero a mí me consta que él no se drogaba. Ulises Lima sí, ése tomaba lo que fuera y además, qué curioso, apenas se le notaba y una no podía nunca asegurar cuándo Ulises estaba drogado y cuándo no. Pero Arturo era muy distinto, él no se drogaba, si no lo sé yo quién lo va saber. Y después volvió a decirme que se iba. Y yo le dije, antes de que él siguiera, que me parecía magnífico, no hay nada como viajar y conocer mundo, ciudades distintas y cielos distintos, y él me dijo que el cielo era igual en todas partes, las ciudades cambiaban pero el cielo era el mismo, y yo le dije que eso no era verdad, que yo creía que no era verdad y que además él mismo tenía un poema en donde hablaba de los cielos pintados por el Dr. Atl, diferentes de otros cielos de la pintura o del planeta o algo así. La verdad es que ya no tenía ganas de discutir. Al principio había fingido que no me interesaban sus planes, su plática, todo lo que tuviera que decirme, pero luego descubrí que en realidad no me interesaba, que todo lo que tenía que ver con él me aburría sobremanera, que lo que verdaderamente quería era que se marchara y me dejara estudiar tranquila, esa tarde tenía mucho que estudiar. Y entonces él dijo que le daba tristeza viajar y conocer el mundo sin mí, que siempre había pensado que yo iría con él a todas partes, y nombró países como Libia, Etiopía, Zaire, y ciudades como Barcelona, Florencia, Avignon, y entonces yo no pude sino preguntarle qué tenían que ver esos países con esas ciudades, y él dijo: todo, tienen que ver en todo, y yo le dije que cuando fuera bióloga ya tendría tiempo y además dinero, porque no pensaba dar la vuelta al mundo en autostop ni durmiendo en cualquier sitio, de ver esas ciudades y esos países. Y él entonces dijo: no pienso verlos, pienso vivir en ellos, tal como he vivido en México. Y yo le dije: pues allá tú, que seas feliz, vive en ellos y muérete en ellos si quieres, yo ya viajaré cuando tenga dinero. Entonces te faltará tiempo, dijo él. No me faltará tiempo, dije yo, al contrario, seré dueña de mi tiempo, haré con mi tiempo lo que me dé la gana. Y él dijo: ya no serás joven. Lo dijo casi a punto de llorar, y verlo así, tan amargado, me dio coraje y le grité: a ti qué te importa lo que haga con mi vida, con mis viajes o con mi juventud. Y él entonces me miró y se dejó caer en un asiento, como si de improviso se diera cuenta de que estaba muriéndose de cansancio. Murmuró que me amaba, que nunca me podría olvidar. Después se levantó (veinte segundos después de hablar, a lo sumo) y me dio una bofetada en la mejilla. El sonido resonó en toda la casa, estábamos en la primera planta pero yo oí cómo el sonido de su mano (cuando la palma de su mano ya no estaba en mi mejilla) subía por las escaleras y entraba en cada una de las habitaciones de la segunda planta, se descolgaba por las enredaderas, rodaba como muchas canicas de cristal por el jardín. Cuando reaccioné cerré el puño derecho y se lo estampé en la cara. Él apenas se movió. Pero su brazo fue lo suficientemente rápido como para propinarme otra bofetada. Hijo de puta, le dije, maricón, cobarde, y lancé un ataque descoordinado de puñetazos, arañazos y patadas. Él no hizo nada para esquivar mis golpes. ¡Masoca de mierda!, le grité y seguí golpeándolo y llorando, cada vez más fuerte, hasta que las lágrimas sólo me permitieron ver brillos y sombras, pero no una imagen determinada del bulto contra el que se estrellaban mis golpes. Después me senté en el suelo y seguí llorando. Cuando levanté la vista Arturo estaba junto a mí, la nariz le sangraba, lo recuerdo, un hilillo de sangre bajaba hasta el labio superior y de allí hasta la comisura y de allí hasta la barbilla. Me has hecho daño, dijo, esto duele. Lo miré y parpadeé varias veces. Esto duele, dijo él y suspiró. ¿Y tú a mí qué?, dije yo. Entonces él se agachó y quiso tocarme la mejilla. Yo di un salto. No me toques, le dije. Perdóname, dijo. Ojalá te mueras, dije. Ojalá me muera, dijo él, y luego dijo: seguro que me voy a morir. No estaba hablando conmigo. Yo me puse a llorar otra vez, y a medida que lloraba cada vez tenía más ganas de llorar, y lo único que era capaz de decir era que se fuera de mi casa, que desapareciera, que no volviera a poner los pies allí nunca más. Lo oí suspirar y cerré los ojos. La cara me ardía pero más que dolor lo que sentía era humillación, era como si hubiera recibido las dos bofetadas en mi orgullo, en mi dignidad de mujer. Supe que nunca se lo iba a perdonar. Arturo se levantó (estaba de rodillas a mi lado) y lo oí dirigirse al baño. Cuando volvió se enjugaba la sangre de la nariz con un trozo de papel higiénico. Le dije que se fuera, que ya no quería volver a verlo. Me preguntó si ya estaba más calmada. Contigo nunca voy a estar calmada, le dije. Entonces él se dio media vuelta, tiró el pedazo de papel manchado de sangre (como la compresa de una puta drogadicta) al suelo y se marchó. Aún permanecí unos minutos más llorando. Intenté pensar en todo lo que había pasado. Cuando me sentí mejor me levanté, fui al baño, me miré al espejo (tenía la mejilla izquierda enrojecida), me preparé un café, puse música, salí al jardín a comprobar que la puerta estuviera bien cerrada, luego fui a buscar algunos libros y me instalé en el salón. Pero no podía estudiar así que llamé por teléfono a una amiga de la facultad. Por suerte la encontré. Durante un rato estuvimos platicando de cualquier cosa, ya no me acuerdo de qué, de su novio, creo, y de repente, mientras ella hablaba vi el pedazo de papel higiénico que Arturo había utilizado para limpiarse la sangre. Lo vi tirado en el suelo, arrugado, blanco con pintas rojas, un objeto casi vivo, y sentí unas náuseas enormes. Como pude le dije a mi amiga que tenía que dejarla, que estaba sola en mi casa y que estaban llamando a la puerta. No abras, me dijo, puede ser un ladrón o un violador o más probablemente ambas cosas. No abriré, le dije, sólo voy a ir a ver quién es. ¿Tiene barda tu casa?, dijo mi amiga. Una barda enorme, dije. Luego colgué y atravesé el salón rumbo a la cocina. Allí no supe qué hacer. Fui al baño de abajo. Corté un trozo de papel higiénico y volví al salón. El papel ensangrentado seguía allí pero no me hubiera extrañado encontrarlo ahora debajo de un sillón o bajo la mesa del comedor. Con el papel que tenía en la mano cubrí el papel ensangrentado de Arturo y luego lo cogí todo con dos dedos, lo llevé al water y tiré de la cadena.