Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Yo les dije, ah, Cesárea Tinajero, ¿dónde oyeron hablar de ella, muchachos? Entonces uno de ellos me explicó que estaban haciendo un trabajo sobre los estridentistas y que habían entrevistado a Germán, Arqueles y Maples Arce, y que habían leído todas las revistas y libros de aquella época, y entre tantos nombres, nombres de hombres cabales y nombres huecos que ya no significan nada y que no son ni siquiera un mal recuerdo, encontraron el nombre de Cesárea. ¿Y?, les dije. Ellos me miraron y se sonrieron, los dos al mismo tiempo, pinches muchachos, como si estuvieran conectados, no sé si me explico, nos extrañó, dijeron, parecía la única mujer, las referencias eran abundantes, decían que era una buena poeta. ¿Una buena poetisa?, dije yo, ¿dónde han leído algo de ella? No hemos leído nada de ella, dijeron, en ninguna parte, y eso nos atrajo. ¿Los atrajo de qué manera, muchachos, a ver, explíquense? Todo el mundo hablaba muy bien de ella o muy mal de ella, y sin embargo nadie la publicó. Hemos leído la revista Motor Humano, la que sacaba González Pedreño, el directorio de vanguardia de Maples Arce, la revista de Salvador Salazar, dijo el chileno, y salvo en el directorio de Maples no aparece en ninguna parte. Sin embargo Juan Grady, Ernesto Rubio y Adalberto Escobar hablan de ella en sendas entrevistas, y en términos además elogiosos. Al principio pensamos que era una estridentista, una compañera de viaje, dijo el mexicano, pero Maples Arce nos dijo que nunca perteneció a su movimiento. Aunque puede que a Maples le falle la memoria, apostilló el chileno. Cosa que evidentemente no creemos, dijo el mexicano. Pues no la recordaba como estridentista, pero sí como poeta, dijo el chileno. Chingados muchachos. Chingada juventud. Interconectados. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Aunque en su extensa biblioteca no guardaba ningún poema de la susodicha que pudiera dar fe de su afirmación, dijo el mexicano. Resumiendo, señor Salvatierra, Amadeo, hemos preguntado aquí y allá, hemos hablado con List Arzubide, con Arqueles Vela, con Hernández Miró y el resultado más o menos es el mismo, todos la recuerdan, dijo el chileno, con mayor o menor claridad, pero nadie tiene textos suyos para que los incluyamos en nuestro trabajo. ¿Y ese trabajo, jóvenes, en qué consiste exactamente? Luego levanté la mano y antes de que me contestaran les serví más mezcal Los Suicidas y luego me senté en el borde del sillón y en las meras nalgas sentí, lo juro, como si me hubiera sentado en el borde de una hoja de afeitar.
Perla Avilés, calle Leonardo da Vinci, colonia Mixcoac, México DF, mayo de 1976. Yo entonces tenía pocos amigos, pero cuando lo conocí a él ya no tuve ningún amigo. Yo hablo de 1970, de cuando los dos estudiábamos en la Prepa Porvenir. Muy poco tiempo, realmente, lo que demuestra la relatividad de nuestra memoria que magnifica o empequeñece a discreción, un lenguaje que creemos conocer y que en verdad no conocemos. Eso se lo solía decir, pero él apenas me escuchaba. Una vez lo acompañé hasta su casa, cuando todavía vivía cerca de la escuela y conocí a su hermana. No había nadie más en la casa, sólo su hermana y durante mucho rato estuvimos hablando. Poco después se cambiaron, se fueron a vivir a la colonia Nápoles y él dejó los estudios para siempre. Yo le decía: ¿no quieres ir a la universidad?, ¿te niegas a ti mismo los privilegios de una educación superior?, y él se reía y me decía que en la universidad seguramente iba a aprender lo mismo que en la prepa: nada. ¿Pero qué vas a hacer en la vida?, le decía yo, ¿de qué piensas trabajar?, y él me contestaba que no tenía ni idea y que además no le importaba. Una tarde que lo fui a ver a su casa le pregunté si tomaba drogas. No, no tomo, me dijo. ¿Nada de nada?, le dije yo. Y él: fumé marihuana, pero hace mucho. ¿Y nada más? No, nada más, decía y luego se ponía a reír, se reía de mí, aunque a mí eso no me molestaba, al contrario, me gustaba verlo reír. Por aquel tiempo conoció a un famoso director de cine y de teatro. Un compatriota suyo. A veces me hablaba de él, me decía cómo lo había abordado, en la puerta del teatro en donde se representaba una obra suya sobre Heráclito o algún otro presocrático, una adaptación libre sobre los textos de este filósofo, una adaptación que causó cierto revuelo en el ambiente pacato del México de aquel entonces, pero no por lo que en la obra se decía sino porque casi todos los actores salían desnudos en algún momento. Yo todavía estudiaba en la Prepa Porvenir, entre los hedores del Opus Dei, y todo mi tiempo lo ocupaba en estudiar y en leer (creo que nunca más he vuelto a leer tanto) y mi única distracción, y también mi placer más intenso, consistía en las visitas que regularmente hacía a su casa, no muy seguido, porque no quería hacerme pesada o indeseable, pero sí con una cierta constancia, aparecía por las tardes, o cuando ya había anochecido, y nos pasábamos dos o tres horas hablando, generalmente de literatura, aunque él también solía contarme sus aventuras con el director de cine y teatro, se notaba que lo admiraba mucho, no sé si le gustaba el teatro, el cine le encantaba, de hecho, ahora que lo pienso, por aquel entonces no leía mucho, la que hablaba de libros era yo, yo sí que leía mucho, literatura, filosofía, ensayos políticos, él no, él iba al cine y también iba cada día o cada tres días, vaya, muy a menudo, a la casa del director, y una vez que yo le dije que tenía que leer más él dijo, qué presunción, que ya había leído todo lo que verdaderamente le importaba, a veces tenía salidas de este tipo, quiero decir que a veces parecía un niño malcriado, pero yo todo se lo perdonaba, todo lo que él hacía me parecía bien. Un día me contó que se había peleado con el director. Yo le pregunté por qué y él no me lo quiso decir. Es decir, dijo que fue por una diferencia de criterios literarios y poco más. En claro saqué que el director había dicho que Neruda era una mierda y que Nicanor Parra era el gran poeta de la lengua española. Algo así. Por supuesto, me pareció inverosímil que dos personas se peleasen por un motivo tan banal. En el país de donde yo provengo, me dijo él, la gente se pelea por cuestiones parecidas. Bueno, le dije yo, en México son capaces de matarse por nimiedades, pero no las personas cultas, desde luego. Ay, qué ideas tenía yo entonces de la cultura. Poco después, armada con un librito de Empédocles, fui a la casa del director. Me recibió su mujer y al poco rato el director en persona apareció en la sala y nos pusimos a hablar. Lo primero que me preguntó fue cómo había conseguido su dirección. Le dije que mi amigo me la había dado. Ah, él, dijo el director y enseguida quiso saber cómo estaba, qué hacía, por qué no iba a visitarlo. Le dije lo primero que se me ocurrió, luego nos pusimos a hablar de otras cosas. A partir de entonces yo ya tenía dos personas a quienes visitar, el director y él, y de repente me di cuenta que mi horizonte imperceptiblemente se ampliaba y enriquecía. Fueron unos días muy dichosos. Una tarde, sin embargo, el director, tras haberme preguntado otra vez por mi amigo, me contó cómo había sido la pelea que tuvieron. El relato del director no variaba mucho del que me hiciera mi amigo, la pelea fue por Neruda y Parra, por la validez de ambas poéticas, sin embargo, en lo que me contó el director (y yo sabía que me decía la verdad) había un elemento nuevo: cuando él se peleó con mi amigo, éste, al quedarse sin argumentos en su defensa nerudiana a ultranza, se había puesto a llorar. Allí mismo, en la sala del director compatriota suyo, sin el más mínimo recato, como un niño de diez años, aunque por esos días ya tenía bien cumplidos los diecisiete. Según el director, eran las lágrimas las que los separaban, las que mantenían alejado de su casa a mi amigo, seguramente avergonzado (según el director) de su reacción en una discusión que por lo demás tenía todas las características y atenuantes de lo trivial y de lo circunstancial. Dile que venga a visitarme, me dijo el director aquella tarde cuando me marché de su casa. Los dos días siguientes me los pasé meditando en lo que el director me había dicho y en el carácter de mi amigo y en los motivos que éste pudo tener para no contarme a mí la totalidad de la historia. Cuando lo fui a ver lo encontré en cama. Tenía fiebre y estaba leyendo un libro sobre los templarios, el misterio de las catedrales góticas, una cosa así, la verdad es que yo no sé cómo podía leer tamaña basura, aunque si he de ser sincera no era la primera vez que lo sorprendía con libros de ese tipo, a veces eran novelas policiales, otras veces libros seudocientíficos, en fin, lo único bueno de esas lecturas era que nunca pretendió que yo también las leyera, al contrario de lo que me ocurría a mí, que siempre que leía un buen libro acto seguido se lo pasaba y me quedaba a veces semanas enteras esperando que él lo terminara para poder discutirlo. Lo encontré en cama y lo encontré leyendo el libro sobre los templarios y nada más entrar en su habitación me puse a temblar. Durante un rato estuvimos hablando de cosas que he olvidado. O tal vez durante un rato estuvimos en silencio, yo sentada a los pies de la cama, él estirado con su libro, mirándonos de reojo, escuchando el ruido del elevador, como si los dos estuviéramos en una habitación a oscuras o perdidos en el campo, de noche, escuchando sólo el ruido de los caballos, yo hubiera seguido así el resto del día, el resto de mi vida. Pero hablé. Le conté mi última visita a la casa del director, le transmití su mensaje, que lo fuera a ver, que lo esperaba, y él dijo pues que espere sentado porque no voy a volver. Luego hizo como que volvía a leer el libro de los templarios. Argüí que los méritos de la poesía de Neruda no invalidaban los méritos de la poesía de Parra. Su contestación me dejó estupefacta, dijo: me vale verga la poesía de Neruda y la poesía de Parra. Atiné a preguntarle por qué entonces toda la discusión, la pelea, y no me contestó. Cometí entonces un error, me acerqué un poco más, me senté a su lado, en la cama y saqué un libro de mi bolsillo, el libro de un poeta, y le leí un fragmento. Él escuchó en silencio. El texto en cuestión hablaba de Narciso y de unos bosques casi ilimitados poblados de hermafroditas. Cuando terminé no hizo ningún comentario. ¿Qué te parece?, le pregunté. No sé, dijo, ¿qué te parece a ti? Le dije entonces que yo creía que los poetas eran unos hermafroditas y que sólo entre ellos podían comprenderse. Dije: los poetas son. Quise decir: los poetas somos. Pero él me miró como si mi rostro careciera de carne y sólo fuera una calavera, me miró sonriendo y dijo: no seas cursi, Perla. Sólo eso. Yo empalidecí, di un salto, sólo conseguí apartarme un poco, intenté levantarme pero no pude, y durante todo ese rato él permaneció inmóvil, mirándome y sonriéndome, como si de mi rostro se hubiera desprendido la piel, los músculos, la grasa, la sangre y sólo quedara el hueso amarillo o blanco. Al principio fui incapaz de hablar. Luego dije o susurré que ya era tarde y que me tenía que ir. Me puse de pie, le dije adiós y me marché. Él ni siquiera levantó la vista de su libro. Cuando atravesé la sala vacía, el pasillo vacío de su casa silenciosa pensé que nunca más lo volvería a ver. Poco después entré en la universidad y mi vida dio un giro de noventa grados. Años después, por pura casualidad, me encontré a su hermana repartiendo propaganda trotskista en la Facultad de Filosofía y Letras. Le compré un folleto y nos fuimos a tomar un café. Por entonces yo ya no frecuentaba al director, estaba a punto de terminar la carrera y escribía poemas que casi nadie leía. Inevitablemente, le pregunté por él. Su hermana, entonces, me hizo un pormenorizado resumen de sus últimas andanzas. Había viajado por toda Latinoamérica, había retornado a su país, había sufrido las inclemencias de un golpe de Estado. Sólo atiné a decir: qué mala suerte. Sí, dijo su hermana, él pensaba quedarse a vivir allí y a las pocas semanas de llegar a los milicos se les ocurre dar el golpe, es mala pata. Durante un rato no supimos qué más decirnos. Me lo imaginé perdido en un espacio en blanco, un espacio virginal que poco a poco se iba ensuciando, emborronándose, ajeno a su voluntad, e incluso la cara que yo recordaba se me fue desfigurando, como si a medida que hablaba con su hermana las facciones de él se fundieran con aquello que su hermana me contaba, unas pruebas de valor ridículas, unas pruebas de iniciación a la vida adulta aterrorizadoras, inútiles, tan lejos de aquello que yo una vez pensé que él llegaría a ser, y hasta la voz de su hermana que hablaba de la revolución latinoamericana y de las derrotas y victorias y muertes que iban a jalonarla comenzó a desfigurarse y entonces ya no pude seguir sentada un segundo más y le dije que tenía que marcharme a clases y que ya nos veríamos en otra ocasión. Recuerdo que dos o tres noches después soñé con él. Lo veía flaco, en los puros huesos, sentado bajo un árbol, con el pelo largo y mal vestido, mal calzado, incapaz de levantarse y caminar.
Piel Divina, en un cuarto de azotea de la calle Tepeji, México DF, mayo de 1976. Arturo Belano nunca me quiso. Ulises Lima sí. Uno se da cuenta de esas cosas. María Font me quiso. Angélica Font nunca me quiso. Pero esto no importa. Los hermanos Rodríguez me quisieron. Pancho, Moctezuma y el pequeño Norberto. A veces me criticaban, a veces Pancho decía que no me entendía (sobre todo cuando me acostaba con hombres), pero yo sabía que me querían igual. Arturo Belano, no. Él no me quiso nunca. Una vez pensé que era por culpa de Ernesto San Epifanio, Arturo y él fueron amigos cuando ninguno de los dos tenía veinte años, antes de que Arturo se marchara a Chile dizque a hacer la Revolución, y yo había sido amante de Ernesto, eso decían, y lo había dejado. Pero en realidad yo me acosté con Ernesto sólo en un par de ocasiones y qué culpa tengo yo de que la gente luego se azote. También me acosté con María Font y Arturo Belano me miró con malos ojos. Y también me hubiera acostado la noche del Priapo’s con Luis Rosado y entonces Arturo Belano me hubiera expulsado del grupo.
Yo no sé, francamente, qué era lo que hacía mal. Cuando a Belano le contaron lo que pasó en el Priapo’s, dijo que nosotros no éramos ni matones ni padrotes, pero yo lo único que hice fue dar salida a mi sensualidad. En mi defensa sólo pude balbucir (en tono de chanza, sin mirarlo a los ojos, además) que yo era un monstruo de la naturaleza. Pero Belano no me captó la broma. A su parecer, todo lo que yo hacía lo hacía mal. Además, no fui yo el que sacó a bailar a Luis Sebastián Rosado. Fue él, que estaba bien pedernal y le dio por ahí. Me gusta Luis Rosado, debí decirle, pero quién le decía nada al André Breton del Tercer Mundo.
Me tenía ojeriza, Arturo Belano. Y es curioso, porque delante de él procuraba hacer las cosas bien. Pero nada me salía bien. Yo no tenía dinero, ni trabajo, ni familia. Vivía de mis conejeos. Una vez robé una escultura en la Casa del Lago. El director, el cabrón de Hugo Gutiérrez Vega, dijo que había sido un real visceralista. Belano dijo que imposible. Se debió poner colorado de vergüenza. Pero me defendió, dijo que imposible, aunque sin saber que había sido yo. (¿Qué hubiera pasado si lo hubiera sabido?) Unos días después Ulises se lo dijo. El que robó la escultura fue Piel Divina. Eso le dijo Ulises, pero sin darle importancia, como quien cuenta un chiste. Ulises es así, no le da importancia a esas cosas, más bien le parecen divertidas. Pero Belano se puso hecho una fiera, dijo que cómo era posible, que los de la Casa del Lago nos habían contratado para varios recitales, que ahora él se sentía responsable del robo. Como si fuera la madre de todos los real visceralistas. De todas maneras, no hizo nada. Me miró mal, nada más.
A veces me daban ganas de ponerlo parejo. Por suerte, soy una persona pacífica. Además, decían que Belano era duro, pero yo sé que no era duro, era entusiasta y, a su manera, valiente, pero no duro. Pancho es duro. Mi carnal Moctezuma es duro. Yo soy duro. Belano sólo lo parecía, pero yo sabía que no lo era. ¿Entonces por qué no le di una madriza una noche cualquiera? Debió ser por respeto. Aunque él era menor que yo y siempre me miraba mal y me trataba como a una mierda, en el fondo yo creo que lo respetaba y lo escuchaba y a cada rato estaba esperando una palabra de reconocimiento de su parte y nunca levanté la mano contra el grandísimo cabrón.
Laura Jáuregui, Tlalpan, México DF, mayo de 1976. ¿Ha visto usted alguna vez un documental de esos pájaros que construyen jardines, torres, zonas limpias de arbustos en donde ejecutan su danza de seducción? ¿Sabía que sólo se aparean los que construyen el mejor jardín, la mejor torre, la mejor pista, los que ejecutan la más elaborada de las danzas? ¿No ha visto usted nunca a esos pájaros ridículos que bailan hasta la extenuación para conquistar a la hembra?
Así era Arturo Belano, un pavorreal presumido y tonto. Y el realismo visceral, su agotadora danza de amor hacia mí. Pero el problema era que yo ya no lo amaba. Se puede conquistar a una muchacha con un poema, pero no se la puede retener con un poema. Vaya, ni siquiera con un movimiento poético.
¿Por qué seguí frecuentando durante algún tiempo a la gente que él frecuentaba? Bueno, también eran mis amigos, todavía eran mis amigos, aunque no tardaron, ellos también, en cansarme. Permítame que le diga algo. La universidad era real, la Facultad de Biología era real, mis profesores eran reales, mis compañeros eran reales, quiero decir tangibles, con objetivos más o menos claros, con planes más o menos claros. Ellos no. El gran poeta Alí Chumacero (que supongo no tiene ninguna culpa de llamarse así) era real, ¿me entiende?, sus huellas eran reales. Las de ellos, en cambio, no eran reales. Pobres ratoncitos hipnotizados por Ulises y llevados al matadero por Arturo. Trataré de resumir y ser concisa: el mayor problema era que casi todos tenían más de veinte años y se comportaban como si no hubieran cumplido los quince. ¿Se da cuenta?
Luis Sebastián Rosado, fiesta en casa de los Moore, más de veinte personas, jardín con luces a ras de césped, colonia Las Lomas, México DF, julio de 1976. En contra de todas las posibilidades que la lógica o los juegos de azar ofrecen, volví a ver a Piel Divina. No sé cómo consiguió mi número de teléfono. Según él, llamó primero a la redacción de Línea de Salida y allí le dieron el número de mi casa. Contra todas las prevenciones que mi sentido común me dictaba (pero ¡qué diablos!, así somos los poetas, ¿no?), concertamos una cita esa misma noche, en una cafetería de Insurgentes Sur a donde iba de vez en cuando. Por mi cabeza pasó ciertamente la posibilidad de que no acudiera solo a la cita, pero cuando llegué (con una media hora de retraso), dispuesto a marcharme en el acto si lo veía acompañado, la visión de Piel Divina solo, escribiendo casi recostado sobre la mesa, consiguió de golpe llenar de calor mi pecho hasta entonces entumecido, helado.
Pedí un café. Le dije que pidiera algo. Él me miró a los ojos y sonrió avergonzado. Dijo que ya no tenía dinero. No importa, le dije, pide lo que quieras, yo te invito. Entonces él dijo que tenía hambre y que quería unas enchiladas. Aquí no hacen enchiladas, le dije, pero te pueden traer un sándwich. Pareció pensárselo durante un momento y luego dijo de acuerdo, un sándwich de jamón. En total se comió tres sándwiches. Estuvimos hablando hasta las doce de la noche. Yo tenía que llamar a algunas personas, tal vez verlas, pero no llamé a nadie, o sí, llamé a mi madre, desde la cafetería misma, para decirle que llegaría tarde y de los demás compromisos me desentendí.
¿De qué hablamos? De muchas cosas. De su familia, del pueblo de donde era originario, de sus primeros días en el DF, de lo mucho que le había costado acostumbrarse a la ciudad, de sus sueños. Quería ser poeta, bailarín, cantante, quería tener cinco hijos (como los dedos de una mano, dijo, y extendió la palma de la mano hacia arriba, casi rozándome la cara), quería probar suerte en Churubusco, decía que Oceransky lo había probado para una obra de teatro, quería pintar (me contó con todo lujo de detalles las ideas que tenía para unos cuadros), en fin, en un momento de nuestra charla estuve tentado de decirle que en realidad no tenía ni idea de lo que verdaderamente quería, pero preferí callarme.
Después me invitó a ir a su casa. Vivo solo, dijo. Le pregunté, temblando, dónde vivía. En la Roma Sur, dijo, en un cuarto de azotea muy cerca de las estrellas. Le respondí que en verdad ya era demasiado tarde, más de las doce, y que debía acostarme pues al día siguiente iba a llegar a México el novelista francés J. M. G. Arcimboldi y unos amigos y yo le íbamos a organizar un recorrido por lugares de interés de nuestra caótica capital. ¿Quién es Arcimboldi?, dijo Piel Divina. Ay, estos real visceralistas realmente son unos ignorantes. Uno de los mejores novelistas franceses, le dije, su obra, sin embargo, casi no está traducida, al español, quiero decir, salvo una o dos novelas aparecidas en Argentina, en fin, yo lo he leído en francés, por supuesto. No me suena de nada, dijo, y volvió a insistir en que lo acompañara a su casa. ¿Por qué quieres que vaya contigo?, le dije mirándolo a los ojos. Por regla general, no suelo ser tan temerario. Tengo algo que decirte, dijo él, es algo que te interesará. ¿Cuánto me interesará?, dije yo. Él me miró como si no entendiera y dijo, de pronto agresivo: ¿cuánto de qué?, ¿cuánta feria? No, me apresuré a aclarar, cuánto me interesará lo que tienes que decirme. Tuve que refrenarme para no revolverle el pelo, para no decirle tontito, no estés tan a la defensiva. Es algo sobre los real visceralistas, dijo. Huy, no me interesa nada, dije. Siento decírtelo, no te lo tomes a mal, pero los real visceralistas (Dios, qué nombre) me resultan indiferentes. Lo que tengo que contarte sí que te interesará, seguro que te interesará, están preparando algo grande, ni te lo imaginas, dijo él.
Por un momento, no lo niego, se me pasó por la cabeza la idea de una acción terrorista, vi a los real visceralistas preparando el secuestro de Octavio Paz, los vi asaltando su casa (pobre Marie-José, qué desastre de porcelanas rotas), los vi saliendo con Octavio Paz amordazado, atado de pies y manos y llevado en volandas o como una alfombra, incluso los vi perdiéndose por los arrabales de Netzahualcóyotl en un destartalado Cadillac negro con Octavio Paz dando botes en el maletero, pero pronto me repuse, debían de ser los nervios, las rachas de viento que a veces recorren Insurgentes (estábamos hablando en la acera) y que suelen inocular en los peatones y en los automovilistas las ideas más descabelladas. Así que volví a rechazar su invitación y él volvió a insistir. Lo que te voy a contar, dijo, va a remover los cimientos de la poesía mexicana, tal vez dijera latinoamericana, no, mundial no, digamos que en su desvarío se mantenía en los límites del español. Aquello que me quería contar iba a trastornar la poesía en lengua española. Vaya, dije, ¿algún manuscrito desconocido de Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Un texto profético de Sor Juana sobre el destino de México? Pero no, por supuesto, era algo que habían encontrado los real visceralistas, y los real visceralistas eran incapaces de asomarse a las bibliotecas perdidas del siglo XVII. ¿Qué es, pues?, le dije. Te lo diré en mi casa, dijo Piel Divina y me puso una mano en el hombro, como si tirara de mí, como si me sacara otra vez a bailar en la pista atroz del Priapo’s.
Me puse a temblar y él se dio cuenta. ¿Por qué tienen que gustarme los peores?, pensé, ¿por qué tienen que atraerme los más atrabiliarios, los menos educados, los más desesperados? Es una pregunta que suelo hacerme dos veces al año. No tengo respuesta. Le dije que tenía las llaves del estudio de un amigo pintor. Le dije que fuéramos allí, estaba lo suficientemente cerca como para ir dando un paseo, y por el camino podía contarme todo lo que quisiera. Pensé que no iba a aceptar, pero aceptó. De golpe, la noche se volvió muy hermosa, el viento cesó, sólo una suave brisa nos acompañó mientras caminábamos. Él se puso a hablar, pero, con franqueza, he olvidado casi todo lo que dijo. En mi cabeza sólo había una preocupación, un único deseo, que aquella noche Emilio no estuviera en el estudio (Emilito Laguna, ahora está en Boston estudiando arquitectura, sus padres se cansaron de la bohemia mexicana y lo mandaron para allá: o Boston y título de arquitecto o te pones a trabajar), que no estuviera ninguno de sus amigos, que nadie se acercara por el estudio, Dios mío, en todo lo que restaba de noche. Y mis plegarias dieron resultado. No sólo no había nadie en el estudio sino que también lo encontré limpio, como si la criada de los Laguna se acabara de marchar. Y él dijo qué estudio más padre, aquí sí que dan ganas de pintar, y yo no sabía qué hacer (lo siento, soy muy tímido y más en situaciones así) y me puse a mostrarle los lienzos de Emilio, no se me ocurrió nada mejor, los iba poniendo apoyados en la pared y oía sus murmullos de aprobación o sus críticas detrás de mí (no sabía nada de pintura), mientras los cuadros no se acababan nunca y yo pensaba, vaya, Emilio últimamente ha trabajado bastante, quién lo diría, a menos que fueran los cuadros de un amigo, cosa por lo demás harto probable pues pude apreciar de reojo más de un estilo y sobre todo, en unas telas rojas muy Paalen, un estilo bien definido, en fin, qué más da, la verdad es que me importaban un huevo los cuadros, pero yo era incapaz de tomar la iniciativa, y cuando por fin tuve todas las paredes del estudio llenas de Lagunas, me volví, sudoroso, y le pregunté qué le parecía y él dijo con una sonrisa de lobo que no tenía que haberme molestado tanto. Es verdad, pensé, he hecho el ridículo y ahora encima estoy cubierto de polvo y apesto a sudor. Y entonces él, como si me hubiera leído el pensamiento, me dijo estás sudando y luego me preguntó si en el estudio había algún baño para que me diera una ducha. La necesitas, dijo. Y yo le dije, supongo que con un hilo de voz, sí, hay una ducha, aunque no creo que haya agua caliente. Y él dijo mejor, el agua fría es mejor, yo siempre me ducho con agua fría, en la azotea no hay agua caliente. Y yo me dejé arrastrar hasta el baño y me desnudé y abrí la ducha y el chorro de agua fría casi me dejó inconsciente, la carne se me contrajo hasta sentir cada uno de mis huesos, cerré los ojos, tal vez grité, y entonces él entró en la ducha y me abrazó.
El resto de los detalles prefiero reservármelos, aún soy un romántico. Unas horas después, mientras reposábamos en la oscuridad, le pregunté quién le había puesto ese nombre tan sugerente, tan acertado, Piel Divina. Es mi nombre, dijo. Bueno, dije yo, es tu nombre, de acuerdo, pero quién te lo puso, quiero saberlo todo sobre ti, esas cosas un poco tiránicas y un poco estúpidas que se dicen después de hacer el amor. Y él dijo: María Font y se quedó callado, como si de repente lo hubieran asaltado los recuerdos. Su perfil, en la oscuridad, me pareció muy triste, reflexivo y triste. Le pregunté, tal vez con una pizca de ironía en la voz (posiblemente los celos y la tristeza también se habían apoderado de mí), si María Font era la que había ganado el premio Laura Damián. No, dijo, ésa es Angélica, María es la hermana mayor. Añadió unas observaciones sobre Angélica que ya no recuerdo. La pregunta me salió se podría decir que sola: ¿te has acostado con María? Su respuesta (pero qué perfil más hermoso y más triste tenía Piel Divina) fue demoledora. Dijo: me he acostado con todos los poetas de México. Era el momento de callar o de acariciarlo, pero yo ni me callé ni lo acaricié, sino que le seguí haciendo preguntas, y cada pregunta era peor que la precedente y con cada una me hundía un poco más. Nos separamos a las cinco de la mañana. Yo cogí un taxi en Insurgentes, él se perdió caminando hacia el norte.
Angélica Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, julio 1976. Fueron unos días misteriosos. Yo era la novia de Pancho Rodríguez. Felipe Müller, el amigo chileno de Arturo Belano, estaba enamorado de mí. Pero yo preferí a Pancho. ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé que preferí a Pancho. Poco antes había ganado el premio Laura Damián para poetas jóvenes. Yo no conocí a Laura Damián. Pero conocía a sus padres y a mucha gente que la había tratado, que incluso habían sido amigos de ella. Me acosté con Pancho después de una fiesta que duró dos días. La última noche me acosté con él. Mi hermana me dijo que tuviera cuidado. ¿Pero quién era ella para dar consejos? Ella se acostaba con Piel Divina y también con Moctezuma Rodríguez, el hermano menor de Pancho. También se acostó con uno al que le decían el Cojo, un poeta de más de treinta años, un alcohólico, pero al menos con ese tuvo la deferencia de no llevarlo a casa. La verdad es que ya estaba harta de tener que soportar a sus amantes. ¿Por qué no te vas a coger a sus pocilgas?, le dije una vez. No me contestó nada y se puso a llorar. Es mi hermana y la quiero, pero también es una histérica. Una tarde Pancho se puso a hablar de ella. Habló mucho, tanto que pensé que con él también se había acostado, pero no, a todos sus amantes yo los conocía, los oía gemir por las noches a menos de tres metros de mi cama, era capaz de diferenciarlos por los ruidos, por las maneras de venirse, contenidas o aparatosas, por las palabras que le decían a mi hermana.
Pancho nunca se acostó con ella. Pancho se acostó conmigo. No sé por qué, pero fue a él a quien elegí e incluso durante algunos días me perdí en la ensoñación del amor, aunque por supuesto nunca lo quise de verdad. La primera vez fue bastante dolorosa. No sentí nada, sólo dolor, pero ni siquiera el dolor fue inaguantable. Lo hicimos en un hotel de la colonia Guerrero, un hotel frecuentado por putas, supongo. Después de venirse, Pancho me dijo que se quería casar conmigo. Me dijo que me quería. Me dijo que me iba a hacer la mujer más feliz del mundo. Yo lo miré a la cara y por un segundo pensé que se había vuelto loco. Después pensé que en realidad tenía miedo, miedo de mí, y eso me dio tristeza. Nunca como entonces lo vi tan pequeño, y eso también me dio tristeza.
Lo hicimos un par de veces más. Ya no sentía dolor pero tampoco sentí placer. Pancho se dio cuenta que nuestra relación se iba apagando con la velocidad ¿de qué?, de algo que se apaga muy rápido, las luces de una fábrica al acabar la jornada o mejor las luces de un edificio de oficinas, por ejemplo, presurosas de integrarse en el anonimato de la noche. La imagen es un poco cursi, pero es la que Pancho hubiera escogido. Una imagen cursi aderezada con dos o tres groserías. Y yo me di cuenta que Pancho se daba cuenta una noche, después de un recital de poesía, y esa misma noche le dije que lo nuestro estaba acabado. No se lo tomó mal. Creo que durante una semana intentó infructuosamente volver a llevarme a la cama. Luego intentó acostarse con mi hermana. No sé si lo consiguió. Una noche me desperté y María estaba cogiendo con una sombra. Ya está bien, dije, quiero dormir tranquila. Mucho leer a Sor Juana, pero te comportas como una puta. Cuando encendí la luz vi que su acompañante era Piel Divina. Le dije que se marchara en el acto si no quería que llamara a la policía. María, curiosamente, no protestó. Piel Divina se puso los pantalones mientras me pedía perdón por haberme despertado. Mi hermana no es una puta, le dije. Sé que mi actitud fue un tanto contradictoria. Bueno, mi actitud no, mis palabras. Qué más da. Cuando Piel Divina se marchó me metí en la cama de mi hermana, la abracé y me puse a llorar. Poco después comencé a trabajar en una compañía de teatro universitario. Tenía un libro inédito que mi padre quería llevar a algunas editoriales, pero me negué. No participé en las actividades de los real visceralistas. No quería saber nada de ellos. Más tarde María me contó que Pancho tampoco estaba en el grupo. No sé si lo expulsaron (si lo expulsó Arturo Belano), si se retiró él, si simplemente ya no tenía ganas de nada. Pobre Pancho. Su hermano Moctezuma sí que siguió en el grupo. Creo que vi uno de sus poemas en una antología. En cualquier caso, por mi casa no aparecían. Decían que Arturo Belano y Ulises Lima habían desaparecido por el norte, una vez mi papá y mi mamá hablaron algo al respecto. Mi mamá se rio, recuerdo que dijo: ya aparecerán. Mi padre parecía preocupado. María también estaba preocupada. Yo no. Por entonces el único amigo que me quedaba de aquel grupo era Ernesto San Epifanio.