31 de diciembre

Hemos celebrado el año nuevo como quien dice en familia. Durante todo el día estuvieron apareciendo y desapareciendo por la casa los amigos de toda la vida. No muchos. Un poeta, dos pintores, un arquitecto, la hermana menor de la señora Font, el padre de la desaparecida Laura Damián.

La aparición de este último estuvo rodeada de gestos extremos y misteriosos. Quim estaba en pijama y sin afeitarse, sentado en la sala viendo la tele. Yo abrí la puerta y el señor Damián entró precedido por un enorme ramo de rosas rojas que me entregó con un gesto tímido y molesto (o desasido y disgustado). Mientras llevaba las flores a la cocina y buscaba un florero o lo que fuera para depositarlas oí que le decía a Quim algo sobre las miserias de la vida cotidiana. Después hablaron de las fiestas. Ya no son lo que eran, dijo Quim. En efecto, dijo el padre de Laura Damián. Ni que lo digas. Todo tiempo pasado fue mejor, dijo Quim. Nos hacemos viejos, dijo el padre de Laura Damián. Entonces Quim dijo algo sorprendente: no sé, dijo, cómo te las arreglas para seguir vivo, yo ya hace tiempo que me hubiera muerto.

Siguió un silencio prolongado, sólo roto por las voces lejanas de la señora Font y de sus hijas que preparaban una piñata en el patio trasero y luego el padre de Laura Damián explotó en un sollozo. No pude aguantar la curiosidad y salí de la cocina procurando no hacer ruido, precaución innecesaria pues los dos hombres estaban absortos contemplándose mutuamente, Quim con aspecto de acabado de levantar, despeinado, ojeroso, legañoso, el pijama arrugado, las pantuflas a medio salir de los pies, unos pies delicados como pude apreciar, muy distintos de los pies de mi tío, por ejemplo, y el señor Damián con el rostro como se suele decir literalmente bañado en lágrimas, aunque las lágrimas sólo formaban dos surcos en sus mejillas, dos surcos profundos que parecían tragarse el rostro entero, las manos juntas, sentado en un sillón enfrente de Quim. Quiero ver a Angélica, dijo. Primero límpiate los mocos, dijo Quim. El señor Damián extrajo un pañuelo del bolsillo del saco y se lo pasó por los ojos y las mejillas y luego se sonó. La vida es dura, Quim, dijo mientras se levantaba de improviso y se dirigía como dormido al baño. Al pasar junto a mí ni siquiera me miró.

Después creo que estuve un rato en el patio ayudándole a la señora Font a preparar los arreglos de la cena que pensaba dar aquella última noche de 1975. Cada final de año doy una cena para nuestros amigos, dijo, ya es una tradición, aunque de buena gana este año no la haría, no estoy para fiestas, ya ves, pero hay que ser fuertes. Le dije que el padre de Laura Damián estaba en casa. Alvarito viene cada año, dijo la señora Font, dice que soy la mejor cocinera que conoce. ¿Qué vamos a comer esta noche?, pregunté.

—Ay, hijo, no tengo idea, me parece que voy a prepararles un poco de mole y luego me iré a acostar temprano, este año no estoy para grandes celebraciones, ¿no te parece?

La señora Font me miró y se echó a reír. Me parece que esta mujer no está bien de la cabeza. Después volvió a sonar el timbre insistentemente y la señora Font, tras permanecer a la expectativa durante unos segundos, me pidió que fuera a ver quién era. Al pasar por la sala vi a Quim y al padre de Laura Damián, cada uno con una copa en la mano, sentados en el mismo sofá, mirando otro programa en la tele. El visitante era uno de los poetas campesinos. Creo que estaba borracho. Me preguntó dónde estaba la señora Font y luego pasó directo hacia el patio trasero en donde se hallaba ésta con sus guirnaldas y banderitas mexicanas de papel, obviando el triste cuadro que componían Quim y el padre de Laura Damián. Subí a la habitación de Jorgito y desde allí vi al poeta campesino que se llevaba las manos a la cabeza.

Numerosas, en cambio, fueron las llamadas telefónicas. Llamó primero una tal Lorena, ex poeta real visceralista, para invitar a María y a Angélica a una fiesta de fin de año. Luego llamó un poeta paciano. Luego llamó un bailarín de nombre Rodolfo que quiso hablar con María, pero ella se negó a ponerse y me rogó que le dijera que no estaba, cosa que hice sin placer, automáticamente, como si ya estuviera más allá de los celos, lo que de ser verdad sería magnífico, pues los celos no sirven para nada. Después llamó el arquitecto principal del estudio de arquitectura de Quim. Sorprendentemente primero habló con él y luego quiso que se pusiera al teléfono Angélica. Cuando Quim me pidió que llamara a Angélica tenía lágrimas en los ojos y mientras Angélica hablaba o más bien escuchaba, me dijo que la poesía era lo más bonito que se podía hacer en esta tierra maldita. Palabras textuales. Yo, por no llevarle la contraria, asentí (creo que le dije: qué buena onda, Quim, respuesta a todas luces cretina). Después estuve un rato en la casita de las muchachas, hablando con María y Lupe o más bien dicho escuchándolas hablar mientras me preguntaba cuándo y cómo iba a acabar el cerco del padrote.

Sobre la cogida de la noche anterior con Lupe, todo sigue envuelto en el misterio, aunque la verdad es que hacía mucho que no me lo pasaba tan bien. A la una de la tarde hubo un simulacro de comida: primero comimos Jorgito, María, Lupe y yo, luego, a la una y media, la señora Font, Quim, el padre de Laura Damián, el poeta campesino y Angélica. Mientras lavaba los platos escuché que el poeta campesino amenazaba con salir y enfrentarse a Alberto, seguido de la advertencia de la señora Font que le decía: Julio, no seas menso. Después todos nos fuimos a comer el postre a la sala.

Por la tarde me duché.

Tenía el cuerpo lleno de magulladuras pero no sabía quién me las había hecho, si Rosario o Lupe, en cualquier caso no había sido María y eso, extrañamente, me dolió, aunque el dolor distó mucho de ser insoportable, como cuando la conocí. En el pecho, justo debajo de la tetilla izquierda, tengo un morado del tamaño de una ciruela. En la clavícula unos arañazos con forma de estelas diminutas. También en los hombros he descubierto algunas señales.

Cuando salí encontré a todos tomando café en la cocina, algunos sentados y otros de pie. María le había pedido a Lupe que contara la historia de la puta a la que Alberto casi había ahogado con su verga. Parecían como hipnotizados. De vez en cuando interrumpían el relato de Lupe y decían qué bárbaro o qué bárbaros e incluso una voz femenina (la de la señora Font o la de Angélica) dijo qué inmensidad, mientras Quim le decía al padre de Laura Damián: ya ves con qué elemento nos enfrentamos.

A las cuatro de la tarde se marchó el poeta campesino y poco después apareció la hermana de la señora Font. Los preparativos para la cena se aceleraron.

Entre las cinco y las seis arreciaron las llamadas telefónicas de personas que excusaban su presencia en la cena y a las seis y media la señora Font dijo que no podía más, se puso a llorar y subió a encerrarse en su habitación.

A las siete la hermana de la señora Font, ayudada por María y Lupe, puso la mesa y dejó la cocina preparada para la cena de fin de año. Pero faltaban unos ingredientes y se fue a buscarlos. Antes de irse Quim la hizo pasar a su estudio, sólo unos segundos. Al salir la hermana de la señora Font llevaba en la mano un sobre, supongo que con dinero, y desde el interior del estudio oí que el señor Font le decía que metiera el sobre en la cartera, que de lo contrario corría el peligro de que los ocupantes del Camaro amarillo se lo robaran, cosa que la hermana de la señora Font al principio pareció ignorar pero que hizo en el momento de abrir la puerta de la casa y marcharse. Para mayor seguridad, de todas maneras, Jorgito y yo la acompañamos hasta la puerta de calle. En efecto, el Camaro sigue allí, pero los ocupantes ni siquiera se movieron cuando la hermana de la señora Font pasó a su lado y se perdió en dirección a la calle Cuernavaca.

A las nueve nos sentamos a cenar. La mayor parte de los invitados se había excusado y sólo apareció una señora ya mayor, creo que prima de Quim, un tipo alto y flaco que fue presentado como arquitecto, o como ex arquitecto, según él mismo se encargó de rectificar, y dos pintores que no se enteraban de nada. La señora Font abandonó su habitación vestida con sus mejores galas y acompañada de su hermana, que tras volver y no contenta con supervisar los preparativos de la cena, dedicó los últimos minutos a ayudar a vestirla. Lupe, que a medida que se acercaba el fin de año se volvía cada vez más arisca, dijo que no tenía derecho a cenar con nosotros y que lo haría en la cocina, pero María se opuso de manera resuelta y al final, tras una discusión que francamente no entendí, terminó sentándose en la mesa principal.

El inicio de la cena fue extraordinario.

Quim se levantó y dijo que quería brindar por alguien. Yo supuse que sería por su mujer, que dada la situación en que se encontraba daba pruebas de una entereza fuera de lo corriente, pero el brindis fue ¡para mí! Habló de mi edad y de mis poemas, recordó mi amistad con sus hijas (cuando dijo esto miró fijamente al padre de Laura Damián, que asintió) y mi amistad con él, nuestras conversaciones, nuestros encuentros inesperados por las calles del DF, y finalizó su alocución, que en realidad fue breve aunque a mí me pareció eterna, pidiéndome, ya directamente a la cara, que cuando creciera y fuera un ciudadano adulto y responsable no lo juzgara con excesiva severidad. Al callarse, yo estaba rojo de vergüenza. María, Angélica y Lupe aplaudieron. Los pintores despistados también. Jorgito se metió debajo de la mesa y nadie pareció notarlo. La señora Font, a quien miré de reojo, parecía tan apenada como yo.

Pese a su inicio bullicioso, la cena de nochevieja fue más bien triste y silenciosa. La señora Font y su hermana se dedicaron a servir los platos, María apenas probó la comida, Angélica se sumió en un silencio más lánguido que hosco, Quim y el padre de Laura Damián a veces prestaban atención al arquitecto, que se dedicó a reñir con suavidad a Quim, pero por lo general se mantenían en una actitud distante; los dos pintores sólo conversaron entre sí y de vez en cuando con el padre de Laura Damián, que al parecer también coleccionaba obras de arte, y María y Lupe, que al inicio de la cena parecían las más dispuestas a pasárselo bien, terminaron levantándose para ayudar a las mujeres que servían la mesa y al final desaparecieron en la cocina. Así pasa la gloria del mundo, me dijo Quim desde el otro extremo de la mesa.

Entonces tocaron el timbre y todos dimos un salto. María y Lupe asomaron sus cabezas desde la cocina.

—Que alguien abra —dijo Quim, pero nadie se movió de su lugar.

Fui yo quien se levantó.

El jardín estaba oscuro y tras la verja distinguí dos siluetas. Pensé que eran Alberto y su policía. Irracionalmente me sentí con ganas de pelear y hacia ellos encaminé resueltamente mis pasos. Al acercarme un poco más, sin embargo, descubrí que quienes estaban allí eran Ulises Lima y Arturo Belano. No dijeron a qué venían. No se sorprendieron de verme. Recuerdo que pensé: ¡salvados!

Había comida de sobra y Ulises y Arturo fueron sentados a la mesa y la señora Font les sirvió la cena mientras los demás tomaban el postre o conversaban. Cuando terminaron de comer, Quim se los llevó a su estudio. El padre de Laura Damián no tardó en seguirlos.

Poco después Quim se asomó por la puerta entreabierta y llamó a Lupe. Los que estábamos en la sala parecíamos asistir a un funeral. María me dijo que la siguiera al patio. Habló conmigo un tiempo que me pareció prolongado pero que no debió de dilatarse más de cinco minutos. Esto es una trampa, me dijo. Después los dos entramos en el estudio de su padre.

Sorprendentemente quien llevaba la voz cantante era Álvaro Damián. Se había sentado en la silla de Quim (éste permanecía de pie en un rincón) y firmaba varios cheques al portador. Belano y Lima sonreían. Lupe parecía preocupada, pero resignada. María le preguntó al padre de Laura Damián qué se traían. El padre de Laura Damián levantó la mirada de su chequera y dijo que había que solucionar el asunto de Lupe a la brevedad posible.

—Me voy al norte, mana —dijo Lupe.

—¿Cómo? —dijo María.

—Aquí, con éstos, en el carro de tu papá.

No tardé en comprender que Quim y el padre de Laura Damián habían convencido a mis amigos para que, fueran a donde fueran, se llevaran a Lupe con ellos y rompieran de esa manera el cerco de la casa.

Lo que más me sorprendió fue que Quim les prestara el Impala, eso sí que no me lo esperaba.

Cuando salimos de la habitación Lupe y María se fueron a hacer la maleta. Las seguí. La maleta de Lupe iba casi vacía pues en la fuga del hotel había olvidado gran parte de su ropa.

Cuando dieron las doce en la tele todos nos abrazamos. María, Angélica, Jorgito, Quim, la señora Font, su hermana, el padre de Laura Damián, el arquitecto, los pintores, la prima de Quim, Arturo Belano, Ulises Lima, Lupe y yo.

Hubo un momento en que ya nadie sabía a quien estaba abrazando o si los abrazos se repetían.

Hasta las diez de la noche era posible ver, al otro lado de la verja, las siluetas de Alberto y sus pistoleros. A las once ya no estaban y Jorgito incluso tuvo valor para salir al jardín, encaramarse a la barda y desde allí echar un vistazo a toda la calle. Se habían ido. A las doce y cuarto, todos nos trasladamos sigilosamente al garaje y empezaron las despedidas. Abracé a Belano y a Lima y les pregunté qué iba a pasar con el real visceralismo. No me contestaron. Abracé a Lupe y le dije que tuviera cuidado. En respuesta recibí un beso en la mejilla. El coche de Quim era un Ford Impala último modelo, de color blanco, y Quim y su mujer quisieron saber, como si en el último minuto se hubieran arrepentido, quién iba a ser el conductor.

—Yo —dijo Ulises Lima.

Mientras Quim le explicaba a Ulises algunas de las peculiaridades del coche, Jorgito dijo que nos diéramos prisa pues el padrote de Lupe acababa de volver. Durante unos instantes todos se pusieron a hablar en voz alta y la señora Font dijo: qué vergüenza, tener que llegar a esto. Entonces me fui corriendo hasta la casita de las Font, cogí mis libros y volví. El motor del coche ya estaba encendido y todos parecían estatuas de sal.

Vi a Arturo y a Ulises en los asientos delanteros y a Lupe en el asiento posterior.

—Alguien tiene que ir a abrir la puerta de la calle —dijo Quim.

Me ofrecí a hacerlo.

Estaba en la acera cuando vi encenderse las luces del Camaro y las luces del Impala. Parecía una película de ciencia ficción. Mientras un coche salía de la casa, el otro se acercó, como atraídos por un imán o por la fatalidad, que viene a ser lo mismo según los griegos.

Escuché voces, me llamaban, a mi lado pasó el coche de Quim, vi la silueta de Alberto que bajaba del Camaro y de un salto estaba junto al coche en donde iban mis amigos. Sus acompañantes, sin bajarse, le gritaban que rompiera una de las ventanas del Impala. ¿Por qué no acelera?, pensé. El padrote de Lupe empezó a patear las puertas. Vi a María que avanzaba por el jardín hacia mí. Vi las caras de los matones en el interior del Camaro. Uno de ellos fumaba un puro. Vi el rostro de Ulises y sus manos que se movían por el tablero de mandos del coche de Quim. Vi la cara de Belano que miraba impasible al padrote, como si la cosa no fuera con él. Vi a Lupe que se tapaba la cara en el asiento trasero. Pensé que el vidrio de la puerta no iba a resistir otra patada y de un salto me vi junto a Alberto. Luego vi que Alberto se tambaleaba. Olía a alcohol, seguramente ellos también habían estado celebrando el fin de año. Vi mi puño derecho (el único libre pues en la otra mano llevaba mis libros) que se proyectaba otra vez sobre el cuerpo del padrote y en esta ocasión lo vi caer. Sentí que me llamaban de la casa y no me volví. Pateé el cuerpo que estaba a mis pies y vi el Impala que por fin se movía. Vi salir a los dos matones del Camaro y los vi dirigirse hacia mí. Vi que Lupe me miraba desde el interior del coche y que abría la puerta. Supe que siempre había querido marcharme. Entré y antes de que pudiera cerrar Ulises aceleró de golpe. Oí un disparo o algo que parecía un disparo. Nos han disparado, hijos de la chingada, dijo Lupe. Me volví y a través de la ventana trasera vi una sombra en medio de la calle. En esa sombra, enmarcada por la ventana estrictamente rectangular del Impala, se concentraba toda la tristeza del mundo. Son fuegos artificiales, oí que decía Belano mientras nuestro coche daba un salto y dejaba atrás la casa de las hermanas Font, el Camaro de los matones, la calle Colima y en menos de dos segundos ya estábamos en la avenida Oaxaca y nos perdíamos en dirección al norte del DF.