Hoy he vuelto a casa de las Font. Hoy he desgraciado a Rosario.
Me levanté temprano, a eso de las siete de la mañana, y salí a caminar sin rumbo por las calles del centro. Antes de marcharme escuché la voz de Rosario que me decía: espérate tantito que ya te preparo el desayuno. No le contesté. Cerré la puerta sin hacer ruido y abandoné la vecindad.
Durante mucho rato caminé como si estuviera en otro país, sintiéndome ahogado y con náuseas. Cuando llegué al Zócalo mis poros por fin se abrieron, me puse a sudar sin reservas y la náusea desapareció.
Entonces un hambre voraz se apoderó de mí y entré en la primera cafetería que encontré abierta, en Madero, un local pequeño llamado Nueva Síbaris, en donde pedí un café con leche y una torta de jamón.
Cuál no sería mi sorpresa al encontrar sentado en la barra a Pancho Rodríguez. Estaba acabado de peinar (el pelo aún mojado) y tenía los ojos enrojecidos. No se sorprendió de verme. Le pregunté qué hacía allí, tan lejos de su barrio y a horas tan tempranas.
—He estado toda la noche de putas —dijo—, a ver si de una chingada vez me olvido de aquella que ya conoces.
Supuse que se refería a Angélica y mientras daba los primeros sorbos a mi café con leche me puse a pensar en Angélica, en María, en mis primeras visitas a la casita de las Font. Me sentí feliz. Me sentí con hambre. Pancho, por el contrario, parecía desganado. Para distraerlo le conté que había dejado la casa de mis tíos y que vivía con una mujer en una vecindad escapada de una película de los cuarenta, pero Pancho era incapaz de escucharme o de escuchar a cualquiera.
Después de fumarse un par de cigarrillos dijo que tenía ganas de estirar las piernas.
—¿Adonde quieres ir? —dije, aunque en el fondo ya sabía la respuesta y si ésta, por otra parte, no era la que yo esperaba, estaba dispuesto a provocarla valiéndome de cualquier estratagema.
—A casa de Angélica —dijo Pancho.
—Ya rugiste —le dije y me apresuré a terminar el desayuno.
Pancho se adelantó a pagar mi cuenta (era la primera vez que lo hacía) y salimos a la calle. Una sensación de ligereza se instaló en nuestras piernas. De pronto Pancho ya no parecía tan estropeado por el alcohol ni yo tan sin saber qué hacer con mi vida, sino más bien todo lo contrario, la luz de la mañana nos devolvió renovados, Pancho nuevamente era jovial y rápido y se deslizaba por encima de las palabras, y los ventanales de una zapatería de la calle Madero me dieron la réplica cabal de mi imagen interior: un tipo alto, de facciones agradables, ni desgarbado ni enfermizamente tímido, que caminaba a grandes zancadas seguido de otro tipo más pequeño y más cuadrado en pos de su verdadero amor ¡o de lo que fuera!
Por supuesto, entonces no tenía ni idea de lo que el día nos iba a deparar.
Pancho, que durante la mitad del trayecto se mostró entusiasta, afable y extrovertido, durante la mitad final, conforme nos acercábamos a la colonia Condesa, varió su actitud y pareció sumirse otra vez en los antiguos miedos que su extraña (o más bien aparatosa y enigmática) relación con Angélica le provocaba. Todo el problema, me confesó nuevamente malhumorado, consistía en la diferencia social que separaba a su humilde familia trabajadora de la de Angélica, firmemente anclada en la pequeña burguesía del DF. Para darle ánimos argüí que eso, sin duda, sería un problema para iniciar una relación amorosa, pero puesto que la relación ya estaba iniciada el foso de la lucha de clases se agostaba considerablemente. A lo que Pancho dijo que qué quería decir con que la relación ya estaba iniciada, pregunta un poco imbécil que preferí no contestar o contestar con un retruécano: ¿acaso eran Angélica y él dos personas normales, dos exponentes típicos e inmóviles de la pequeñaburguesía y del proletariado?
—No, pues no —dijo Pancho meditabundo mientras el taxi que habíamos tomado en Reforma con Juárez nos acercaba a velocidad de vértigo a la calle Colima.
Eso era lo que quería decir, le dije, que puesto que Angélica y él eran poetas, qué importaba que uno perteneciera a una clase social y el otro a otra.
—Pues mucho —dijo Pancho.
—No seas mecanicista, hombre —dije yo, cada vez más irreflexivamente feliz.
El taxista, de forma inesperada, apoyó mi discurso:
—Si usted ya se la benefició las barreras valen madre. Cuando el amor es bueno, lo demás no importa.
—¿Ya ves? —dije yo.
—Pues no —dijo Pancho—, no lo veo muy claro.
—Usted éntrele con fe a su chava y déjese de chingaderas comunistas —dijo el taxista.
—¿Cómo que chingaderas comunistas? —dijo Pancho.
—Pues eso de las clases sociales, oiga.
—Así que según usted las clases sociales no existen —dijo Pancho.
El taxista, que hablaba mirándonos por el espejo retrovisor, ahora se volvió, la mano derecha apoyada en el borde del asiento del copiloto, la izquierda firmemente aferrada al volante. Vamos a chocar, pensé.
—Para según qué, no. En el querer los mexicanos somos todos iguales. Ante Dios, también —dijo el taxista.
—¡Pero qué chingaderas son éstas! —dijo Pancho.
—Le dijo Dimas a Gestas —replicó el taxista.
A partir de ese momento Pancho y el taxista se pusieron a discutir de religión y de política y yo aproveché para contemplar el paisaje que se sucedía monótono en la ventanilla: las fachadas de la Juárez y de la Roma Norte, y también me puse a pensar en María y en lo que me separaba de ella, que no era la clase social, sino más bien la acumulación de experiencia, y me puse a pensar en Rosario y en nuestro cuarto de vecindad y en las noches maravillosas que había vivido allí pero que sin embargo yo estaba dispuesto a cambiar por un ratito con María, por una palabra de María, por una sonrisa de María. Y también me puse a pensar en mis tíos e incluso me pareció verlos, alejándose por una de aquellas calles por las que pasábamos, tomados del brazo, sin volverse para mirar el taxi que se perdía zigzagueando peligrosamente por otras calles, inmersos en su soledad así como Pancho, el taxista y yo íbamos inmersos en la nuestra. Y entonces me di cuenta que algo había fallado en los últimos días, algo había fallado en mi relación con los nuevos poetas de México o con las nuevas mujeres de mi vida, pero por más vueltas que le di no hallé el fallo, el abismo que si miraba por encima de mi hombro se abría detrás de mí, un abismo que por otra parte no me atemorizaba, un abismo carente de monstruos aunque no de oscuridad, de silencio y de vacío, tres extremos que me hacían daño, un daño menor, es cierto, ¡un cosquilleo en la boca del estómago!, pero que por momentos se parecía al miedo. Y entonces, mientras iba con la cara pegada a la ventanilla, entramos en la calle Colima y Pancho y el taxista se callaron, o tal vez sólo Pancho se calló, como si diera por bien perdida su discusión con el taxista, y mi silencio y el silencio de Pancho me sobrecogieron el corazón.
Nos bajamos unos metros más allá de la casa de las Font.
—Aquí pasa algo raro —dijo Pancho mientras el taxista se alejaba alegremente mentándonos la madre.
A primera vista la calle presentaba un aspecto normal, pero yo también percibí un aire distinto al que tan vivamente recordaba. En la otra acera, sentados en el interior de un Camaro amarillo, vi a dos tipos. Nos miraban fijamente.
Pancho tocó el timbre. Durante unos segundos interminables no se produjo el menor movimiento en el interior de la casa. Uno de los ocupantes del Camaro, el que estaba sentado en el asiento del copiloto, se bajó y apoyó los codos en el techo del coche. Pancho lo estuvo mirando durante unos segundos y luego me repitió, en voz muy baja, que allí pasaba algo raro. El tipo del Camaro daba miedo. Recordé las primeras veces que estuve en la casa de las Font, de pie en la puerta, contemplando el jardín que a mis ojos se desplegaba lleno de secretos. De eso hacía poco y sin embargo me pareció que habían pasado varios años. Fue Jorgito quien salió a abrirnos.
Al llegar a la puerta nos hizo una seña que no entendimos y miró hacia donde estaba estacionado el Camaro. No contestó a nuestro saludo y cuando traspasamos la verja volvió a cerrar con llave. El jardín me pareció descuidado. El aspecto de la casa era distinto. Jorgito nos guió directamente hacia la puerta principal. Recuerdo que Pancho me miró interrogante y mientras caminábamos se volvió y examinó la calle.
—No te detengas, buey —le dijo Jorgito.
En el interior de la casa nos esperaban Quim Font y su mujer.
—Ya era hora de que vinieras, García Madero —me dijo Quim dándome un fuerte abrazo. No esperaba un recibimiento tan cálido. La señora Font estaba vestida con una bata de color verdinegro y zapatillas y parecía recién levantada, aunque después me enteré de que aquella noche apenas había dormido.
—¿Qué pasa aquí? —dijo Pancho mirándome.
—Querrás decir qué no pasa —dijo la señora Font mientras acariciaba a Jorgito.
Quim, después de abrazarme, se acercó a la ventana y miró discretamente hacia afuera.
—No hay novedad, papi —dijo Jorgito.
Pensé de inmediato en los ocupantes del Camaro amarillo y poco a poco me fui haciendo una vaga idea de lo que ocurría en la casa de los Font.
—Nosotros estamos desayunando, muchachos, ¿quieren tomarse un cafecito? —dijo Quim.
Lo seguimos hasta la cocina. Allí, en la mesa de diario, estaban sentadas Angélica, María ¡y Lupe! Pancho ni se inmutó al verla, pero yo casi pegué un salto.
Lo que siguió a continuación es difícil de recordar, sobre todo porque María me saludó como si nunca nos hubiéramos peleado, como si nuestra relación pudiera reiniciarse de inmediato. Sólo sé que saludé a Angélica y a Lupe con naturalidad y que María me dio un beso en la mejilla. Después nos pusimos a tomar café y Pancho preguntó qué ocurría. Las explicaciones fueron variadas y tumultuosas y en medio de éstas la señora Font y Quim comenzaron a pelearse. Según la señora Font nunca había pasado unas fiestas de fin de año peores. Piensa en los pobres, Cristina, le replicó Quim. La señora Font se puso a llorar y se marchó de la cocina. Angélica salió tras ella, lo que provocó un movimiento por parte de Pancho que posteriormente se quedó en nada: se levantó de su silla, siguió a Angélica hasta la puerta y luego volvió a sentarse. Entre Quim y María, mientras tanto, me pusieron al corriente de la situación. El proxeneta de Lupe la había encontrado en el hotel La Media Luna. Tras una refriega, cuyos pormenores no entendí, Quim y ella consiguieron escapar del hotel y llegar a la calle Colima. De esto hacía un par de días. Advertida la señora Font, llamó a la policía y no tardó en acudir un patrullero. Éstos indicaron que si los Font querían presentar una denuncia tenían que ir a la comisaría. Cuando Quim les dijo que Alberto y otro tipo estaban allí, enfrente de su casa, los patrulleros fueron a hablar con el padrote y desde la verja Jorgito pudo ver que más bien parecían cuates de toda la vida. O el acompañante de Alberto también era policía, según afirmó Lupe, o los policías habían recibido una mordida lo suficientemente jugosa como para olvidarse del asunto. A partir de ese momento el cerco a la casa de los Font se estableció formalmente. Los patrulleros se marcharon. La señora Font volvió a llamar a la policía. Vinieron otros patrulleros y el resultado fue el mismo. Un amigo de Quim le recomendó a éste, por teléfono, que soportara como pudiera el cerco hasta que pasaran las fiestas. A veces, siempre según Jorgito, el único con agallas suficientes para espiar a los intrusos, venía otro coche, un Oldsmobile que se estacionaba detrás del Camaro, y Alberto y su acompañante, tras platicar un rato con los nuevos sitiadores, se largaban de forma ostentosa, incluso temeraria, haciendo rechinar los neumáticos y tocando el claxon. Al cabo de unas seis horas ya estaban de vuelta y el coche que los había reemplazado se marchaba. Estas idas y venidas, por descontado, quebrantaron el ánimo a los habitantes de la casa. La señora Font se negaba a salir, por miedo a que la secuestraran. Quim, ante el cariz que tomaba la situación, tampoco salía, según él por responsabilidad ante su familia, aunque yo creo qué más bien era por miedo a que le pegaran. Sólo Angélica y María habían traspasado el umbral de la calle, una sola vez y por separado, y el resultado fue nefasto. A Angélica la insultaron y a María, que temerariamente pasó junto al Camaro, la manosearon y la abofetearon. Cuando nosotros llegamos el único que se atrevía a salir a abrir la puerta era Jorgito.
Una vez puestos en antecedentes la reacción de Pancho fue inmediata.
Iba a salir y le iba a dar una madriza al tal Alberto.
Entre Quim y yo intentamos disuadirlo, pero no hubo nada que hacer. Así que tras hablar durante un cuarto de hora a solas con Angélica, Pancho dirigió sus pasos a la calle.
—Acompáñame, García Madero —dijo y yo como un tonto lo seguí.
Cuando salimos la determinación guerrera de Pancho había bajado varias décimas. Abrimos la puerta de calle con las llaves que nos había dado Jorgito, nos volvimos a mirar hacia la casa, me pareció ver a Quim observándonos desde la ventana de la sala y a la señora Font desde una ventana del segundo piso. Este asunto es bastante gacho, dijo Pancho. No supe qué contestarle, quién le había mandado abrir la boca.
—Mi historia con Angélica se ha acabado —dijo Pancho mientras probaba las llaves una tras otra sin acertar con la indicada.
En el Camaro había tres ocupantes y no dos como me pareció a primera hora de la mañana. Pancho se acercó a ellos con paso decidido y les preguntó qué era lo que querían. Yo me quedé unos metros detrás y el cuerpo de Pancho me ocultó la figura del padrote. Ni yo pude verlo ni él pudo verme. Pero escuché su voz, bien timbrada, como la de un cantante de rancheras, una voz arrogante pero no del todo desagradable, en modo alguno la voz que yo le hubiera puesto, una voz en donde no se percibía ni un ápice de vacilación y que contrastaba cruelmente con la de Pancho, que empezó a tartamudear y que hablaba demasiado alto, que se acercaba demasiado aprisa al insulto y a la agresión.
En ese momento, por primera vez después de todos los sucesos de aquella mañana, me di cuenta de que esos tipos eran peligrosos y quise decirle a Pancho que nos diéramos media vuelta y volviéramos a la casa de las Font. Pero Pancho ya estaba retando a Alberto.
—Bájate del carro, buey —dijo.
Alberto se rio. Hizo un comentario que no entendí. La puerta de su acompañante se abrió y fue el otro el que salió del coche. Era de estatura mediana, muy moreno, tirando a gordo.
—Lárgate de aquí, chavo. —Tardé en comprender que se dirigía a mí.
Luego vi que Pancho daba un paso atrás y Alberto se bajó del coche. Lo que siguió a continuación fue demasiado rápido. Alberto se acercó a Pancho (tuve la impresión de que le estaba dando un beso) y Pancho cayó al suelo.
—Déjalo solo, chavo —dijo el tipo moreno desde el otro lado, con los codos apoyados en el techo del coche. No le hice caso. Levanté a Pancho del suelo y volvimos para la casa. Cuando llegamos a la puerta me volví a mirar. Los dos tipos ya estaban otra vez dentro del Camaro amarillo y me pareció que se reían.
—Te dieron en la madre, ¿eh? —dijo Jorgito apareciendo de entre unos arbustos.
—El cabrón tenía una pistola —dijo Pancho—. Si me defiendo me hubiera disparado.
—Eso pensé yo —dijo Jorgito.
Yo no vi ninguna pistola, pero preferí callarme.
Entre Jorgito y yo llevamos a Pancho a la casa. Cuando ya íbamos por el camino de piedra que conduce al porche, Pancho dijo que no, que quería ir a la casita de María y Angélica, así que dimos la vuelta por el jardín. El resto del día fue más bien infame.
Pancho se encerró con Angélica en la casita. La sirvienta llegó tarde y se puso a hacer el aseo molestando a todo el que encontraba cerca. Jorgito quiso salir a la casa de unos amigos pero sus papas no lo dejaron. María, Lupe y yo nos pusimos a jugar a las cartas en el rincón del jardín en donde tuvimos nuestras primeras conversaciones. Por un instante tuve la ilusión de que estábamos repitiendo los gestos de cuando recién nos conocimos, cuando Pancho y Angélica se encerraban en la casita y nos ordenaban salir, pero ya todo era distinto.
A la hora de la comida, en la mesa de la cocina, la señora Font dijo que quería el divorcio. Quim se rio e hizo un gesto como dando a entender que su mujer se había vuelto loca. Pancho se puso a llorar.
Después Jorgito encendió la tele y él y Angélica se sentaron a ver un documental sobre las arañas. La señora Font nos sirvió café a los que aún quedábamos en la cocina. La sirvienta antes de marcharse avisó que al día siguiente no vendría. Quim habló con ella unos segundos, en el patio, y le entregó un sobre. María preguntó si era una nota de socorro para alguien. Por Dios, hija, dijo Quim, todavía no nos han cortado el teléfono. Era su aguinaldo de fin de año.
No sé en qué momento Pancho se marchó de la casa. No sé en qué momento yo decidí que me quedaría a pasar la noche allí. Sólo sé que Quim, después de cenar, me llevó aparte y me agradeció el gesto.
—No me esperaba menos de ti, García Madero —dijo.
—Estoy para lo que necesiten —contesté estúpidamente.
—Ahora vamos a olvidar todas las bromas que han habido entre tú y yo y nos vamos a concentrar en la defensa del castillo —dijo.
No entendí a qué se refería con lo de las bromas, sí entendí a lo que se refería con lo del castillo. Preferí no replicar y asentí con la cabeza.
—Lo mejor es que las muchachas duerman en la casa —dijo Quim—, por motivos de seguridad, ya me comprendes, cuando la situación es de extremo peligro lo conveniente es reunir a la tropa en un solo reducto.
Estuvimos de acuerdo en todo y aquella noche Angélica durmió en la habitación de huéspedes, Lupe en la sala y María en la habitación de Jorgito. Yo decidí dormir en la casita del patio, tal vez con la esperanza de que María me hiciera una visita, pero tras darnos las buenas noches y separarnos estuve esperando infructuosamente durante mucho rato, recostado en la cama de María, envuelto en el olor de María, con una antología de Sor Juana entre las manos, pero incapaz de leer, hasta que no pude más y salí a dar una vuelta por el jardín. Proveniente de una de las casas de la calle Guadalajara o de la avenida Sonora, llegaba el sonido asordinado de una fiesta. Fui hasta la barda y me asomé: el Camaro amarillo seguía allí aunque en su interior no se veía a nadie. Volví a la casa, la ventana de la sala estaba iluminada y tras pegar la oreja a la puerta escuché unas voces apagadas que no pude identificar. No me atreví a llamar. En vez de eso di la vuelta y entré por la puerta de la cocina. En la sala, sentadas en el sofá, estaban María y Lupe. Olía a marihuana. María iba con un camisón de dormir de color rojo, que al principio tomé por un vestido, con bordados blancos en el pecho que representaban un volcán, un río de lava y una aldea a punto de ser destruida. Lupe aún no se había puesto el pijama, si es que tenía, cosa que dudo, e iba con una minifalda y una blusa negra y el pelo despeinado, lo que le daba un aire misterioso y atractivo. Cuando me vieron se quedaron calladas. Me hubiera gustado preguntarles de qué hablaban pero en lugar de hacerlo tomé asiento junto a ellas y les anuncié que el coche de Alberto seguía afuera. Ya lo sabían.
—Nunca había pasado un fin de año tan extraño —dije. María nos ofreció una taza de café y luego se levantó y fue a la cocina. La seguí. Mientras esperaba que el agua hirviera la abracé por detrás y le dije que quería acostarme con ella. No me contestó. Quien calla otorga, pensé, y besé su cuello y su nuca. El olor de María, un olor al que empezaba a desacostumbrarme, me enardeció tanto que me puse a temblar. En el acto me separé de ella. Recostado contra la pared de la cocina, por un instante temí perder el equilibrio o desmayarme allí mismo y tuve que hacer un esfuerzo para recuperar la normalidad.
—Tienes un buen corazón, García Madero —dijo ella mientras salía de la cocina portando una bandeja con tres tazas de agua caliente, el Nescafé y el azúcar. La seguí como un sonámbulo. Me hubiera gustado saber qué había querido decir con que yo tenía buen corazón, pero ya no me volvió a hablar.
Pronto comprendí que mi presencia allí era molesta. María y Lupe tenían muchas cosas que decirse y todas me resultaban incomprensibles. Por un instante parecía que hablaban del tiempo y al instante siguiente parecía que hablaban de Alberto, el padrote siniestro.
Al llegar a la casita me sentía tan cansado que ni siquiera encendí la luz.
Fui hasta la cama de María a tientas, guiado únicamente por la débil luz que llegaba de la casa grande o del patio o de la luna, no lo sé, y me tiré boca abajo, sin desvestirme y de inmediato me quedé dormido.
Ignoro qué hora era entonces ni cuánto rato permanecí así, sólo sé que estaba bien y que cuando me desperté aún estaba oscuro y una mujer me acariciaba. Tardé en darme cuenta de que no era María. Durante unos segundos creí que estaba soñando o que me hallaba irremediablemente perdido en la vecindad, junto a Rosario. La abracé y busqué su rostro en la oscuridad. Era Lupe y sonreía como una araña.