29 de diciembre

Esta noche, mientras esperaba a Rosario en la barra del Encrucijada Veracruzana, se me acercó Brígida e hizo una observación sobre el paso del tiempo.

—Sírveme otro tequila —le dije— y explícate.

En su mirada sorprendí algo que sólo puedo denominar con la palabra victoria, aunque era una victoria triste, resignada, atenta a los pequeños gestos de la muerte más que a los gestos de la vida.

—Digo que el tiempo pasa —dijo Brígida mientras llenaba mi vaso— y que tú, que antes eras un desconocido, ahora pareces de la familia.

—Me vale madre la familia —le dije mientras pensaba dónde demonios se había metido Rosario.

—No pretendía insultarte —dijo Brígida—. Tampoco pelearme contigo. En estas fechas prefiero no pelearme con nadie.

Me la quedé mirando un rato sin saber qué decirle. De buena gana le hubiera dicho tú estás tonta, Brígida, pero yo tampoco tenía ganas de pelearme con nadie.

—Digo —dijo Brígida mirando hacia atrás como para asegurarse de que Rosario aún no venía— que a mí también, cómo no, me hubiera gustado enamorarme de ti, a mí también me hubiera gustado vivir contigo, darte para tus gastos, hacerte la comida, cuidarte cuando te enfermaras, pero si no pudo ser, ni modo, hay que aceptar las cosas como son, ¿verdad? Pero hubiera sido lindo.

—Yo soy insoportable —le dije.

—Tú eres como eres y tienes un vergón que vale su peso en oro —dijo Brígida.

—Gracias —le dije.

—Sé lo que me digo —dijo Brígida.

—¿Y qué más sabes?

—¿Sobre ti? —ahora Brígida sonreía y ésa, supuse, era su victoria.

—Sobre mí, claro —le dije mientras vaciaba el vaso de tequila.

—Que vas a morir joven, Juan, que vas a desgraciar a Rosario.