Hoy he salido temprano a dar un paseo. Mi primera intención era dirigir mis pasos a la librería La Batalla del Ebro y platicar hasta la hora de comer con don Crispín, pero al llegar la librería estaba cerrada. Así que me puse a caminar sin rumbo, disfrutando del sol de la mañana y casi sin darme cuenta llegué a la calle Mesones, en donde está la librería Rebeca Nodier. Pese a que en mi primera visita ya había descartado esta librería como un objetivo apreciable, decidí entrar. No había nadie. Un aire viciado, dulzón, envolvía los libros y las estanterías. Sentí unas voces provenientes de la rebotica, por lo que deduje que la ciega se hallaba enfrascada en la resolución de algún negocio. Decidí esperar hojeando libros viejos. Allí estaba Ifigenia cruel y El plano oblicuo y los Retratos reales e imaginarios, además de los cinco volúmenes de Simpatías y diferencias, de Alfonso Reyes, y Prosas dispersas, de Julio Torri, y un libro de cuentos, Mujeres, de un tal Eduardo Colín del que jamás he oído hablar, y Li-Po y otros poemas, de Tablada, y los Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, de Renato Leduc, y los Incidentes melódicos del mundo irracional, de Juan de la Cabada, y Dios en la tierra y Los días terrenales, de José Revueltas. Pronto me cansé y tomé asiento en una sillita de mimbre. Me acababa de sentar cuando oí un grito. Lo primero que pensé fue que estaban asaltando a Rebeca Nodier y sin meditar lo que hacía me lancé hacia el interior de la librería. Tras la puerta me esperaba una sorpresa. Ulises Lima y Arturo Belano examinaban sobre una mesa un viejo catálogo y al irrumpir yo en la habitación levantaron las cabezas y por primera vez los vi sorprendidos de verdad. Junto a ellos, doña Rebeca miraba el cielorraso en una actitud pensativa o evocadora. No le había pasado nada. Fue ella la que gritó, pero su grito no fue de miedo sino de sorpresa.