Ya que no tengo nada qué hacer he decidido buscar a Belano y a Ulises Lima por las librerías del DF. He descubierto la librería de viejo Plinio el Joven, en Venustiano Carranza. La librería Lizardi, en Donceles. La librería de viejo Rebeca Nodier, en Mesones con Pino Suárez. En Plinio el Joven el único dependiente era un viejito que después de atender obsequiosamente a un «estudioso del Colegio de México» no tardó en quedarse dormido en una silla colocada junto a una pila de libros, ignorándome soberanamente y al que robé una antología de la Astronómica de Marco Manilio, prologada por Alfonso Reyes, y el Diario de un autor sin nombre, de un escritor japonés de la Segunda Guerra Mundial. En la librería Lizardi creo que vi a Monsiváis. Sin que se diera cuenta me acerqué a ver qué libro era el que estaba hojeando, pero al llegar junto a él, Monsiváis se dio la vuelta, me miró fijamente, creo que esbozó una sonrisa y con el libro bien sujeto y ocultando el título se dirigió a hablar con uno de los empleados. Atizado por su actitud, sustraje un librito de un poeta árabe llamado Omar Ibn al-Farid, editado por la universidad, y una antología de poetas jóvenes norteamericanos de City Lights. Cuando me marché Monsiváis ya no estaba. La librería Rebeca Nodier la atiende la propia Rebeca Nodier, una anciana de más de ochenta años, completamente ciega, con vestidos de color blanco recalcitrante a juego con su dentadura, armada con un bastón y que, alertada por el ruido, el piso es de madera, se presenta de inmediato al visitante a su librería, yo soy Rebeca Nodier, etcétera, para finalmente preguntar a su vez el nombre del «amante de la literatura» a quien tiene «el honor de conocer» e informarse sobre el tipo de literatura que éste busca. Le dije que me interesaba la poesía y la señora Nodier, para mi sorpresa, dijo que todos los poetas eran unos vagos pero que en la cama no estaban nada mal. Sobre todo si no tienen dinero, dijo. Luego me preguntó la edad. Diecisiete años, dije. Uy, pero si todavía es usted un escuincle, exclamó. Y luego: ¿no pensará robar alguno de mis libros? Le aseguré que antes muerto. Estuvimos platicando un rato y después me marché.