6 de diciembre

Hoy he cogido con Rosario de tres a cinco de la tarde. Se vino dos veces, puede que tres, no lo sé y prefiero dejar ese guarismo en el enigma, y yo dos veces. Antes de que se fuera a trabajar le conté la historia de Lupe. Contra lo que yo esperaba no manifestó ninguna simpatía por ella ni por Quim ni por mí. Le hablé también de Alberto, el chulo de Lupe, y para mi sorpresa demostró bastante comprensión por éste, reprochándole tan sólo, y ciertamente no de forma tajante, su oficio de padrote. Cuando le dije que el tal Alberto podía ser una persona muy peligrosa y que cabía el riesgo de que, de encontrar a Lupe, la dejara marcada, respondió que una mujer que abandona a su hombre se merecía eso y más.

—Pero tú no te tienes que preocupar, mi vida —dijo—, ésos no son tus problemas, gracias a Dios tú tienes a tu verdadero amor a tu lado.

La declaración de Rosario me entristeció. Por un instante me imaginé a ese Alberto que no conocía, con su verga enorme y su cuchillo enorme y una mirada feroz en la jeta y pensé que de encontrárselo por la calle Rosario se sentiría atraída por él. También: que de alguna manera ese hombre se interponía entre María y yo. Por un instante, digo, me imaginé a Alberto midiéndose la verga con su cuchillo de cocina y me imaginé las notas de una canción llena de evocaciones y sugerencias, aunque sería incapaz de decir de qué tipo, que entraba por la ventana (¡una ventana siniestra!) junto con el aire de la noche, y todo junto me produjo una gran tristeza.

—No se me achicopale, mi vida —dijo Rosario.

Y también me imaginé a María haciendo el amor con Alberto. Y a Alberto dándole palmadas en las nalgas a María. Y a Angélica haciendo el amor con Pancho Rodríguez (¡ex real visceralista, gracias a Dios!). Y a María haciendo el amor con Piel Divina. Y a Alberto haciendo el amor con Angélica y María. Y a Alberto haciendo el amor con Catalina O’Hara. Y a Alberto haciendo el amor con Quim Font. Y en el segundo postrero, como dice el poeta, imaginé finalmente a Alberto avanzando sobre una alfombra de cuerpos manchados de semen (un semen cuya densidad y color engañaban a la vista pues parecía sangre y mierda) hacia la colina en la cual yo estaba, quieto como una estatua, aunque con todas mis fuerzas quería huir, bajar corriendo por la ladera contraria y perderme en el desierto.