Me muevo como arrastrado por las olas. Hoy he ido sin que nadie me invitara y sin anunciarme a casa de Catalina O’Hara. La encontré de casualidad, acababa de llegar, tenía los ojos enrojecidos, señal inequívoca de que había estado llorando. Al principio no me reconoció. Le pregunté por qué lloraba. Por asuntos de amores, dijo. Tuve que morderme la lengua para no decirle que si necesitaba a alguien ahí estaba yo, dispuesto a lo que fuera. Nos bebimos un whisky, lo necesito, dijo Catalina y después salimos a buscar a su hijo a la guardería. Catalina conducía como una suicida y me mareé. De vuelta a casa, mientras yo jugaba con su hijo en el asiento trasero, me preguntó si quería ver sus cuadros. Dije que sí. Al final nos acabamos media botella de whisky y Catalina después de acostar a su hijo volvió a llorar. No te acerques, me dije, es una MADRE. Luego pensé en tumbas, en coger sobre una tumba, en dormir sobre una tumba. Por suerte a los pocos minutos llegó la pintora con la que comparte la casa y el estudio y entre los tres nos pusimos a preparar la cena. La amiga de Catalina también está separada, pero evidentemente lo lleva mucho mejor. Mientras comíamos se dedicó a contar chistes. Chistes de pintores. Nunca había escuchado a una mujer contar chistes tan buenos (desgraciadamente no recuerdo ni uno). Después, no sé por qué, se pusieron a hablar de Ulises Lima y Arturo Belano. Según la amiga de Catalina había un poeta de dos metros de altura y cien kilos de peso, sobrino de una funcionaría de la UNAM, que los buscaba para pegarles. Ellos, sabedores de esa búsqueda, habían desaparecido. Sin embargo a Catalina O’Hara no la convenció esta versión; según ella nuestros amigos andaban tras los papeles perdidos de Cesárea Tinajero, ocultos en hemerotecas y librerías de viejo del DF. Salí de allí a las doce y cuando estuve en la calle de pronto no supe hacia dónde ir. Llamé por teléfono a María, dispuesto a contarle toda mi historia con Rosario (y de paso el affaire en la bodega con Brígida), y pedirle perdón, pero el teléfono sonó y sonó y nadie contestó a mi llamada. La familia Font al completo había desaparecido. Así que dirigí mis pasos hacia el sur, hacia el cuarto de azotea de Ulises Lima. Cuando llegué no había nadie, por lo que terminé encaminándome hacia el centro, una vez más, hacia la calle Bucareli. Ya allí, antes de ir al Encrucijada, me asomé a los ventanales del café Amarillo (el Quito había cerrado). En una mesa vi a Pancho Rodríguez. Estaba solo delante de un café con leche a medio consumir. Tenía un libro ante sí, una mano sobre las páginas para evitar que se cerrara, y su rostro estaba contraído en una expresión de dolor intenso. De vez en cuando hacía visajes que observados desde el ventanal resultaban espantosos. O el libro que leía lo afectaba de una forma desgarradora o estaba sufriendo un dolor de muelas. En determinado momento levantó la cabeza y miró hacia todas partes, como si intuyera que era observado. Me oculté. Cuando me volví a asomar Pancho seguía leyendo y de su rostro había desaparecido la expresión de dolor. En el Encrucijada aquella noche trabajaban Rosario y Brígida. Primero se me acercó Brígida. En su expresión percibí inquina, rencor, pero también el sufrimiento de aquellos que han sido rechazados. ¡Sinceramente, me dio pena! ¡Todo el mundo sufría! Le pedí un tequila y escuché sin inmutarme lo que tenía que decirme. Luego vino Rosario y dijo que no le gustaba verme de pie en la barra, escribiendo como un huérfano. No hay ninguna mesa desocupada, le dije y seguí escribiendo. Mi poema se llama «Todos sufren». No me importa que me miren.