No encontré a nadie en el café Quito y no tenía ganas de sentarme en una mesa y ponerme a leer en medio del bullicio tristón de aquella hora. Durante un rato estuve caminando por Bucareli, llamé a María por teléfono, no la encontré, pasé dos veces frente al Encrucijada Veracruzana, a la tercera entré y allí, junto a la barra, estaba Rosario.
Pensé que no me reconocería. ¡Yo mismo, por momentos, no me reconozco! Pero Rosario me miró y me sonrió y al cabo de un rato, lo que tardó en atender una mesa llena de borrachines patibularios, se acercó a donde yo estaba.
—¿Ya has escrito mi poesía? —dijo sentándose a mi lado. Rosario tiene los ojos oscuros, yo diría que negros, y las caderas anchas.
—Más o menos —dije con una ligerísima sensación de triunfo.
—A ver, léemela.
—Mis poemas no son para ser recitados, sino para ser leídos —dije. Creo que José Emilio Pacheco hace poco afirmó algo similar.
—Pues por eso, léemelo —dijo Rosario.
—Lo que quiero decir es que mejor lo lees tú.
—No, mejor tú. Si lo leo yo, igual no lo entiendo.
Cogí al azar uno de mis más recientes poemas y se lo leí.
—No lo entiendo —dijo Rosario—, pero es igual, se te agradece.
Durante un instante estuve aguardando a que me invitara a pasar a la bodega. Pero Rosario no era Brígida, eso se notaba de inmediato. Luego me puse a pensar en el abismo que separa al poeta del lector y cuando me quise dar cuenta ya estaba profundamente deprimido. Rosario, que se había marchado a atender otras mesas, volvió junto a mí.
—¿A Brígida también le has escrito unos versitos? —dijo mirándome a los ojos, sus piernas rozando el borde de la mesa.
—No, sólo a ti —dije.
—Ya me platicaron lo que pasó el otro día.
—¿Qué pasó el otro día? —dije intentando mostrarme frío, amable, eso también, pero frío.
—La pobre Brígida ha llorado por ti —dijo Rosario.
—¿Y cómo es eso? ¿Tú la has visto?
—Todas la hemos visto. Va como loca por tus huesos, señor poeta. Tú debes de tener algo especial con las mujeres.
Creo que me ruboricé aunque al mismo tiempo me sentí halagado.
—No es nada… especial —murmuré—. ¿Ella te ha contado algo?
—Me ha contado muchas cosas, ¿quieres que te las diga?
—Bueno —dije, aunque en realidad no estaba muy seguro de querer escuchar las confidencias de Brígida. Casi instantáneamente me aborrecí por esto. El ser humano es desagradecido, me dije, olvidadizo, ingrato.
—Pero aquí no —dijo Rosario—. Dentro de un rato me voy a tomar una hora libre. ¿Sabes dónde está la pizzería del gringo? Espérame allí.
Le dije que eso haría y salí del Encrucijada Veracruzana. Afuera el día se había nublado y un viento fuerte obligaba a las personas a caminar más aprisa que de costumbre o a protegerse en los umbrales de las tiendas. Al pasar delante del café Quito eché una mirada y no vi a ningún conocido. Por un instante pensé en llamar otra vez a María, pero no lo hice.
La pizzería estaba llena y la gente comía de pie las raciones que el gringo en persona cortaba con un gran cuchillo de cocina. Durante un rato lo estuve observando. Pensé que el negocio le debía de dar bastante dinero y me alegré porque el gringo parecía simpático. Todo lo hacía él: preparar la masa, poner el tomate y la mozzarella, meter las pizzas en el horno, cortarlas, entregarlas a los clientes que se amontonaban en la barra, preparar más pizzas y vuelta a empezar. Todo, menos cobrar y dar el cambio. De esta operación se encargaba un muchacho de unos quince años, moreno, con el pelo muy corto y que a cada rato consultaba con el gringo en voz muy baja, como si aún no supiera muy bien los precios o estuviera flojo en matemáticas. Al cabo de un rato me fijé en otro detalle curioso. El gringo no se separaba jamás de su gran cuchillo de cocina.
—Ya estoy aquí —dijo Rosario tirándome de una manga.
No parecía la misma en la calle que en el interior del Encrucijada Veracruzana. Al aire libre su cara era menos firme, sus facciones más transparentes, volatilizadas, como si en la calle corriera el riesgo de convertirse en la mujer invisible.
—Caminamos un ratito y luego te invitas algo, ¿okey?
Echamos a andar en dirección a Reforma. Rosario me tomó del brazo al cruzar la primera calle y ya no me soltó.
—Quiero ser como tu mamá —dijo—, pero no me malinterpretes, yo no soy una puta como la Brígida esa, yo quiero ayudarte, tratarte bien, quiero estar contigo cuando seas famoso, mi vida.
Esta mujer debe estar loca, pensé, pero no dije nada, me limité a sonreír.