23 de noviembre

Le conté a María que su padre me dio dinero.

—¿Crees que soy una puta? —dijo.

—¡Por supuesto que no!

—¡Pues entonces no aceptes la lana de ese viejo loco! —dijo.

Esta tarde fuimos a una conferencia de Octavio Paz. En el metro María no me dirigió la palabra. Nos acompañó Angélica y allí, en la Capilla Alfonsina, nos encontramos con Ernesto San Epifanio. A la salida nos metimos en un restaurante de la calle Palma atendido por octogenarios. El restaurante se llamaba La Palma de la Vida. De pronto me sentí atrapado. Los meseros, que de un momento a otro se iban a morir, la indiferencia de María, como si ya se hubiera cansado de mí, la sonrisa de San Epifanio, lejana e irónica, e incluso Angélica que estaba igual que siempre, me parecieron una trampa, un comentario jocoso sobre mi propia existencia.

Para colmo, según ellos, yo no había entendido nada de la conferencia de Octavio Paz y puede que tuvieran razón, sólo me había fijado en las manos del poeta que llevaban el compás de las palabras que iba leyendo, seguramente un tic adquirido en su adolescencia.

—Este chavo es un compendio de incultura —dijo María—, el ejemplar típico de la Facultad de Derecho.

Preferí no contestarle. (Aunque se me ocurrieron varias respuestas.) ¿En qué pensé entonces? En mi camisa que apestaba. En el dinero de Quim Font. En la poeta Laura Damián muerta tan joven. En la mano derecha de Octavio Paz, en sus dedos índice y medio, en su dedo anular, en sus dedos pulgar y meñique que cortaban el aire de la Capilla como si en ello nos fuera la vida. También pensé en mi casa y en mi cama.

Después aparecieron dos tipos de pelo largo y pantalones de cuero. Parecían músicos pero eran estudiantes de la Escuela de Danza.

Durante mucho rato dejé de existir.

—¿Por qué me odias, María? ¿Qué te he hecho? —le pregunté al oído.

Ella me miró como si le hablara desde otro planeta. No seas ridículo, dijo.

Ernesto San Epifanio escuchó su respuesta y me sonrió de una forma inquietante. ¡En realidad todo el mundo la escuchó y todos me sonrieron como si yo me estuviera volviendo loco! Creo que cerré los ojos. Intenté meterme en alguna conversación. Intenté hablar de los poetas real visceralistas. Los seudomúsicos se rieron. En algún momento María besó a uno de ellos y Ernesto San Epifanio me dio unas palmadas en la espalda. Recuerdo que le atrapé la mano en el aire o le agarré el codo y le dije mirándolo a los ojos que se estuviera tranquilo, que yo no necesitaba ninguna clase de consuelo. Recuerdo que María y Angélica decidieron irse con los bailarines. Recuerdo haberme oído gritar en algún momento de la noche:

—¡La pasta de tu padre me la gané!

Pero no recuerdo si estaba María para escucharme o si para entonces ya estaba solo.