Hemos desayunado todos juntos. Quim Font, la señora Font, María y Angélica, Jorgito Font, Barrios, Bárbara Patterson y yo. El desayuno consistió en huevos revueltos, lonchas de jamón frito, pan, mermelada de mango, mermelada de fresa, mantequilla, paté de salmón y café. Jorgito se bebió un vaso de leche. La señora Font (¡me dio un beso en la mejilla al verme!) hizo unas tortitas que llamó crépes, pero que en modo alguno se le parecen. El resto del desayuno lo preparó la sirvienta (cuyo nombre ignoro o he olvidado, algo que me parece imperdonable), los platos los lavamos entre Barrios y yo.
Después, cuando Quim se marchó a trabajar y la señora Font comenzó a planear su día laboral (trabaja, eso me dijo, como periodista en una nueva revista dedicada a la familia mexicana), me decidí finalmente a llamar a casa. Sólo encontré a mi tía Martita, que al oírme se puso a gritar como una loca y luego a llorar. Tras una serie ininterrumpida de invocaciones a la Virgen, llamadas a la responsabilidad, relatos fragmentados de la noche «que había hecho pasar a mi tío», advertencias en un tono más cómplice que recriminatorio del castigo inminente que mi tío seguramente cavilaba aquella misma mañana, pude por fin hablar y asegurarle que estaba bien, que había pasado la noche con unos amigos y que no iría a casa hasta «que el sol se ocultara», pues pensaba salir disparado a la universidad. Mi tía prometió que llamaría ella al trabajo de mi tío y me hizo jurar que en lo que me restaba de vida telefonearía a casa cuando decidiera pasar la noche afuera. Durante unos segundos reflexioné sobre la conveniencia de llamar personalmente a mi tío, pero finalmente decidí que no era necesario.
Me dejé caer sobre un sillón y no supe qué iba a hacer. Tenía el resto de la mañana y el resto del día a mi disposición, es decir era consciente de que estaban a mi disposición y en esa medida se me antojaban distintos de otras mañanas y de otros días (en donde yo era un alma en pena, errando por la universidad o por mi virginidad), pero a las primeras de cambio no supe qué podía hacer, tantas eran las posibilidades que se me ofrecían.
La ingestión de alimentos, comí como un lobo mientras la señora Font y Bárbara Patterson hablaban de museos y familias mexicanas, me había producido una ligera soñolencia y había despertado al mismo tiempo el deseo de volver a coger con María (a quien durante el desayuno evité mirar y cuando lo hice procuré adaptar mi mirada al concepto de amor fraterno o de desinteresada camaradería que supuse reconocería su padre, quien por cierto no mostró el más mínimo asombro al encontrarme en horas tan tempranas instalado en su mesa), pero María se preparaba para salir, Angélica se preparaba para salir, Jorgito Font ya se había marchado, Bárbara Patterson estaba en la ducha y sólo Barrios y la sirvienta vagaban como restos de un naufragio innominable por la amplia biblioteca de la casa grande, así que para no estorbar y por un ligero afán de simetría, crucé por enésima vez el patio y me instalé en la casita de las hermanas, en donde las camas estaban sin hacer (lo que denotaba a las claras que era la sirvienta o fámula o mucama —o aguerrida naca, como la llamaba Jorgito— la que se ocupaba de ellas, matiz que en vez de disminuir mi consideración por María, la agrandaba, dotándola de un puntito frívolo y despreocupado que no le sentaba mal) y contemplé el teatro de mi «pórtico a la maravilla», húmedo aún, y aunque en buena ley debería haberme puesto a llorar o a rezar, lo que hice fue tumbarme en una de las camas sin hacer (la de Angélica, como comprobé más tarde, no la de María) y me quedé dormido.
Me despertó Pancho Rodríguez propinándome una serie de golpes (incluida una patada, aunque no estoy seguro) por todo el cuerpo. Sólo mi buena educación me impidió no saludarlo con un puñetazo en la quijada. Tras darle los buenos días salí al patio y me lavé la cara en la fuente (lo que denota que aún estaba dormido), con Pancho a mis espaldas murmurando palabras ininteligibles.
—No hay nadie en la casa —dijo—. He tenido que entrar saltando por la barda. ¿Qué haces tú aquí?
Le dije que había pasado la noche allí (añadiendo, para desdramatizar, pues el aleteo de la nariz de Pancho me alarmó, que también Barrios y Bárbara Patterson lo habían hecho) y luego intentamos entrar a la casa grande por la puerta trasera, la de la cocina, y por la puerta principal, pero ambas estaban cerradas a cal y canto.
—Si nos ve algún vecino y avisa a la policía —dije—, lo vamos a tener difícil para explicar que no estamos intentando robar.
—Me importa madre. A mí me gusta conejear de vez en cuando en las casas de mis cuadernas —dijo Pancho.
—Es más —dije ignorando el comentario de Pancho—, me parece que he visto moverse una cortina en la casa de al lado. Si viene la policía…
—¿Has cogido con Angélica, ojete? —dijo Pancho de pronto, dejando de mirar por las ventanas delanteras de la casa de los Font.
—Por supuesto que no —le aseguré.
No sé si me creyó o no me creyó. Lo cierto es que ambos volvimos a saltar la barda y emprendimos la retirada de la colonia Condesa.
Mientras caminábamos (en silencio, por el parque España, por Parras, por el parque San Martín, por Teotihuacán, a esa hora transitados sólo por amas de casa, sirvientas y vagabundos), pensé en lo que me dijo María sobre el amor y sobre el dolor que el amor dejaría caer sobre la cabeza de Pancho. Para cuando llegamos a Insurgentes Pancho había recuperado su buen humor y hablaba de literatura, me recomendaba autores, trataba de no pensar en Angélica. Luego tomamos por Manzanillo, nos desviamos por Aguascalientes y volvimos a torcer al sur por Medellín hasta llegar a la calle Tepeji. Nos detuvimos delante de un edificio de cinco pisos y Pancho me invitó a comer con su familia.
Subimos en ascensor hasta el último piso.
Allí, en vez de entrar, tal como yo esperaba, en uno de los departamentos, trepamos por la escalera hasta la azotea. Un cielo gris, pero brillante como si hubiera ocurrido un ataque nuclear, nos recibió en medio de una profusión vibrante de macetas y flores multiplicadas en los pasillos y en los lavaderos.
La familia de Pancho vivía en dos cuartos de azotea.
—Temporalmente —explicó Pancho—, hasta que tengamos feria para una casa por aquí cerca.
Fui presentado formalmente a su mamá, doña Panchita, a su hermano Moctezuma, de diecinueve años, poeta catuliano y sindicalista, y a su hermano pequeño, Norberto, de quince, estudiante de prepa.
Uno de los cuartos cumplía durante el día las funciones de comedor y sala de la tele, y por la noche de dormitorio de Pancho, de Moctezuma y de Norberto. El otro era una especie de ropero o closet gigantesco, en donde además estaba el refrigerador, los utensilios de cocina (la cocina, portátil, la sacaban al pasillo durante el día y la metían en este cuarto durante la noche) y el colchón donde descansaba doña Panchita.
Al empezar a comer se nos unió un tal Piel Divina, de veintitrés años, vecino de azotea, que fue presentado como poeta real visceralista. Poco antes de que me marchara (muchas horas después, el tiempo pasó volando), le pregunté otra vez cómo se llamaba y él dijo Piel Divina con tanta naturalidad y seguridad (mucha más de la que yo hubiera empleado para decir Juan García Madero) que por un momento llegué a creer que en los meandros y pantanos de nuestra República Mexicana existía de veras una tal familia Divina.
Después de comer, dona Panchita se dedicó a sus telenovelas favoritas y Norberto se puso a estudiar, los libros extendidos sobre la mesa. Entre Pancho y Moctezuma lavaron los platos en un fregadero desde donde se veía buena parte del parque de las Américas y más atrás las moles amenazadoras —como venidas de otro planeta, un planeta, además, inverosímil— del Centro Médico, el Hospital Infantil, el Hospital General.
—Lo bueno de vivir aquí, si no te fijas en las apreturas —dijo Pancho—, es que estás cerca de todo, en el mero corazón del DF.
Piel Divina (a quien, obviamente, Pancho y su hermano, ¡e incluso doña Panchita!, llamaban Piel), nos invitó a ir a su cuarto en donde guardaba, dijo, algo de marihuana del último reventón.
—Para luego es tarde, mi buen carnal —dijo Moctezuma.
El cuarto de Piel Divina era, al contrario que los dos cuartos que ocupaban los Rodríguez, un ejemplo de desnudez y austeridad. No vi ropa tirada, no vi enseres domésticos, no vi libros (Pancho y Moctezuma eran pobres, pero en los lugares más insospechados de su vivienda pude ver ejemplares de Efraín Huerta, Augusto Monterroso, Julio Torri, Alfonso Reyes, el ya mencionado Catulo traducido por Ernesto Cardenal, Jaime Sabines, Max Aub, Andrés Henestrosa), sólo una colchoneta y una silla —no tenía mesa— y una maleta de piel, de buena calidad, en donde guardaba su ropa.
Piel Divina vivía solo, aunque por sus palabras y por las de los hermanos Rodríguez deduje que no hacía mucho había vivido allí una mujer (y su hijo), ambos temibles, que al marcharse arramblaron con gran parte de los muebles.
Durante un rato estuvimos fumando marihuana y mirando el paisaje (que como ya he dicho se componía básicamente de las siluetas de los hospitales, de un sinfín de azoteas semejantes a aquella en la que estábamos y de un cielo de nubes bajas que se movían lentamente hacia el sur) y después Pancho se puso a contar su aventura de aquella mañana en la casa de las Font y su encuentro conmigo.
Fui interrogado al respecto, esta vez por los tres, y no consiguieron sacarme nada que ya no le hubiera dicho a Pancho. En algún momento se pusieron a hablar de María. Por sus palabras, enrevesadas, creí entender que Piel Divina y María habían sido amantes. También, que éste tenía prohibida la entrada en casa de la familia Font. Quise saber por qué. Me explicaron que la señora Font los sorprendió una noche mientras cogían en la casita. En la casa grande daban una fiesta en honor a un escritor español que acababa de llegar a México y en determinado momento de la fiesta la señora Font quiso presentarle a su hija mayor, es decir a María, y no la halló. Así que, del brazo del escritor español, salió en su busca. Cuando llegaron a la casita ésta estaba con las luces apagadas y desde el fondo sintieron un ruido como de golpes, golpes rítmicos y sonoros. La señora Font sin duda no pensó en lo que hacía (si hubiera reflexionado antes de actuar, dijo Moctezuma, se hubiera llevado al español de regreso a la fiesta y hubiera vuelto sola a averiguar qué ocurría en el cuarto de su hija), pero, bueno, ella no pensó en nada y encendió la luz. En el fondo de la casita descubrió, horrorizada, a María, vestida únicamente con una blusa, los pantalones bajados, chupándole la verga a Piel Divina mientras éste le propinaba palmadas en las nalgas y en el sexo.
—Palmadas muy fuertes —dijo Piel Divina—. Cuando encendieron la luz miré su culo y lo tenía enrojecido. La verdad es que me asusté.
—¿Pero por qué le pegabas? —dije con rabia y temiendo sonrojarme.
—Pues porque ella se lo había pedido, mi buen inocencio —dijo Pancho.
—Me cuesta creerlo —dije.
—Cosas más extrañas se han visto —dijo Piel Divina.
—La culpa de todo la tiene una francesa que se llama Simone Darrieux —dijo Moctezuma—. Sé que María y Angélica invitaron a la tal Simone a una reunión feminista y al salir estuvieron hablando de sexo.
—¿Quién es esa Simone? —dije.
—Una amiga de Arturo Belano.
—Yo me acerqué a ellas. Qué tal, compañeras, les dije, y las muy putas estaban hablando del Marqués de Sade —dijo Moctezuma.
El resto de la historia era predecible. La mamá de María quiso decir algo pero no pudo. El español, que según Piel Divina empalideció visiblemente ante la visión del trasero levantado y oferente de María, la cogió del brazo con la solicitud que se emplea con los enfermos mentales y la arrastró otra vez hacia la fiesta. En el repentino silencio que de pronto se hizo en la casita Piel Divina los escuchó conversar en el patio, palabras rápidas, como si el cabrón gachupín caliente le estuviera proponiendo algo deshonesto a la pobre señora Font recostada en la fuente.
Pero luego sintió sus pasos alejarse en dirección a la casa grande y María le dijo que siguieran.
—Eso sí que no me lo puedo creer —dije yo.
—Lo juro por mi vieja —dijo Piel Divina.
—¿Después de haber sido sorprendidos, María quiso seguir haciendo el amor?
—Ella es así —dijo Moctezuma.
—¿Y tú cómo lo sabes? —dije yo cada segundo más acalorado.
—Yo también he cogido con ella —dijo Moctezuma—, no existe en el DF una chava más apasionada que ésa, aunque nunca le he pegado, eso sí que no, a mí esas cosas raras no me gustan. Pero a ella sí, me consta.
—Yo no le pegué, buey, lo que pasa es que María estaba obsesionada con el Marqués de Sade y quería probar eso de los azotes en las nalgas —dijo Piel Divina.
—Eso es algo muy de María —dijo Pancho—, es muy consecuente con sus lecturas.
—¿Y siguieron cogiendo? —dije yo. O susurré, o aullé, no lo recuerdo, sí que recuerdo que di varias chupadas ininterrumpidas a la bacha de mota y que me tuvieron que repetir varias veces que la pasara, que no era para mí solo.
—Pues sí, seguimos cogiendo, es decir ella siguió mamándomela y yo seguí dándole golpes con la mano abierta en el culo, pero cada vez con menos fuerza o cada vez con menos ganas, yo creo que la aparición de su mamá pues me había afectado, a mí sí, y como que ya no tenía ganas de coger, como que me había enfriado y ahora sólo quería levantarme y tal vez ir a dar una vuelta por la fiesta, creo que estaban algunos poetas famosos, el gachupín, la Ana María Díaz y el señor Díaz, los papas de Laura Damián, el poeta Álamo, el poeta Labarca, el poeta Berrocal, el poeta Artemio Sánchez, la actriz televisiva América Lagos, y también pues como que tenía un poco de miedo a que apareciera por allí otra vez la mamá de María, pero esta vez acompañada del chingado arquitecto y entonces sí que la iba a amolar.
—¿Estaban los padres de Laura Damián? —dije.
—Los meros padres de la casta diva —dijo Piel Divina—, y otras celebridades, no te creas, a mí me gusta fijarme en los detalles, antes los había visto por la ventana, había saludado al poeta Berrocal, en un tiempo asistí a su taller, no sé si se acordó de mi o qué. También yo creo que tenía hambre, de sólo imaginar las cosas que estaban comiendo en la otra casa se me ponían los dientes pelones. No me hubiera importado aparecer allí, con María, claro, y ponerme a comer feamente. Me sentía muy naylon, debía ser por la mamada. Pero la mera verdad es que yo no pensaba en la mamada, ¿me entiendes? No pensaba en los labios de María, ni en su lengua que me envolvía la verga, ni en su saliva que a esas alturas me bajaba por los pelos de los huevos…
—No te la prolongues —dijo Pancho.
—No le pongas tanta crema a tus tacos —dijo su hermano.
—No la hagas cansada —dije yo por no ser menos, aunque en realidad me sentía agotadísimo.
—Bueno, pues se lo dije. Le dije: María, dejémoslo para otra ocasión o para otra noche. Generalmente cogíamos aquí, en mi casa, sin límite de tiempo, aunque ella nunca se quedó una noche entera, siempre se iba a las cuatro de la mañana o a las cinco, y era una chinga porque yo siempre me ofrecía para acompañarla, no la iba a dejar que se fuera sola a esas horas. Y ella me dijo sigue, no te pares, no hay problema. Y yo entendí que me decía que le siguiera dando palmadas en el trasero, ¿tú qué hubieras entendido? —lo mismo, dijo Pancho—, así que reanudé los golpes, bueno, con una mano la golpeaba y con la otra le acariciaba el clítoris y las tetas. La verdad, cuanto antes hubiéramos acabado, mejor. Yo estaba dispuesto. Pero claro, no me iba a venir sin que ella se viniera. Y la muy puta se tardaba horrores y eso empezó a enardecerme y como que cada vez le iba dando más fuerte. En las nalgas, en las piernas, pero también en el coño. ¿Ustedes lo han hecho así alguna vez, muchachos? Bueno, se lo recomiendo. Al principio el sonido, el sonido de las palmadas, como que no sabe muy bien, te desconcentra, es algo como demasiado crudo en un plato en donde las cosas son más bien cocidas, pero luego como que se acopla a lo que estás haciendo, y los gemidos de ella, los de María, también se acoplan, cada golpe produce un gemido, y eso va in crescendo, y llega un momento en que sientes sus nalgas ardiendo, y las palmas de tus manos también arden, y la verga te empieza a latir como si fuera un corazón, plonc plonc plonc…
—No te azotes, mano —dijo Moctezuma.
—Es la neta. Ella tenía mi verga en su boca, pero no apretándola, no chupándola, sino sólo acariciándola con la punta de la lengua. La tenía como una pistola dentro de su funda. ¿Ves la diferencia? No como una pistola en la mano, sino como una pistola enfundada, en la sobaquera o en la cartuchera, a ver si me explico. Y también ella latía, le latían las nalgas y las piernas y los labios de la vagina y el clítoris, lo sé porque entre golpe y golpe la acariciaba, le pasaba la mano por ahí y lo notaba y eso me ponía calentísimo y tenía que hacer esfuerzos para no venirme. Y gemía, pero cuando la golpeaba gemía más, cuando no la golpeaba gemía mucho (yo no le podía ver la cara), pero cuando la golpeaba eran mucho más potentes, digo, los gemidos, como si le partieran el alma, y a mí lo que me daban ganas era de voltearla y metérselo, pero eso ni pensarlo, se hubiera enojado, es lo gacho de María, las cosas con ella son fuertes pero tienen que ser a su manera.
—¿Y qué pasó luego? —dije yo.
—Pues que se vino y yo me vine y nada más.
—¿Nada más? —dijo Moctezuma.
—Nada más, te lo juro. Nos limpiamos, bueno, yo me limpié, me peiné un poco, ella se puso los pantalones y salimos a ver qué pasaba en la fiesta. Ahí nos separamos. Ése fue mi error. Separarme de ella. Yo me puse a hablar con el maestro Berrocal, que estaba solo en un rincón. Luego se nos juntó el poeta Artemio Sánchez y una chava que iba con él, una tipa de unos treinta años que dizque era secretaria de redacción de la revista El Guajolote y yo ahí mismo le empecé a preguntar si no necesitaba poemas o cuentos o textos filosóficos para la revista, le dije que tenía material inédito de sobras, le hablé de las traducciones de mi carnal Moctezuma, y mientras platicaba iba buscando con el rabillo del ojo la mesa de los canapés pues me había entrado un hambre de la chingada, y entonces vi aparecer otra vez a la mamá de María seguida de su papá y un poco más atrás al famoso poeta español y ahí se acabó todo: me pusieron de patitas en la calle y con la advertencia de no volver a pisar nunca más su casa.
—¿Y María no hizo nada?
—Pues no. No hizo nada. Yo a las primeras me hice como el que no entendía de qué iba el asunto, vaya, como si el asunto no fuera conmigo, pero luego, mano, ya para qué disimular, quedó claro que me iban a echar como a un pinche perro. Me dio pena que me lo hicieran delante del maestro Berrocal, para qué más que la verdad, el cabrón seguro que se estaría riendo por dentro mientras yo retrocedía en dirección a la puerta, pensar que hubo un tiempo en que se podría decir que lo admiraba.
—¿A Berrocal? Qué pendejo eres, Piel —dijo Pancho.
—La verdad es que al principio se portó bien conmigo. Ustedes de eso saben poco, son del DF, se han criado aquí, yo llegue sin conocer a nadie y sin un puto peso. De eso hace tres años, y tenía veintiuno. Fue como una carrera de obstáculos. Y Berrocal se portó bien conmigo, me acogió en su taller, me presentó gente que me podía enchufar en un trabajo, en su taller conocí a María. Mi vida ha sido como un bolero —dijo de pronto con voz soñolienta Piel Divina.
—Bueno, sigue: Berrocal te miraba y se reía —dije yo.
—No, no se reía, pero por dentro yo creo que se reía. Y Artemio Sánchez también me miraba, pero tenía un pedo tan grande que ni se enteró de qué iba el asunto. Y la secretaria de redacción de El Guajolote, yo creo que era la que más espantada estaba, y no le faltaban motivos porque la cara de la mamá de María era de las que ponen los pelos de punta, les juro que pensé que podía ir armada. Y yo pese a todo retrocedía con lentitud, aunque, carnales, ganas no me faltaban de salir corriendo, y era porque no perdía la esperanza de ver aparecer a María, de que María se abriera paso entre los invitados y entre sus padres y me cogiera del brazo o pasara su mano por mi hombro, María es la única mujer que conozco que no abraza a los hombres por la cintura sino por los hombros, y me sacara de allí de una forma decente, digo, que saliera de allí conmigo.
—¿Y apareció?
—Aparecer, lo que se dice aparecer, no. La vi, eso sí. Asomó su cabeza, durante un segundo, por entre los hombros y las cabezas de algunos cabrones.
—¿Y qué hizo?
—Nada, chingada madre, no hizo nada.
—Tal vez no te vio —dijo Moctezuma.
—Claro que me vio. Me miró a los ojos, pero a su manera, ya saben cómo es ella, a veces te mira y es como si no te viera o como si te atravesara con la mirada. Y luego desapareció. Así que yo me dije hoy has perdido, ñero, no la hagas de tos, vete tranquilo. Y comencé a retirarme en forma y en eso que se me abalanza la jija de la chingada de la mamá de María, y yo pensé esta vieja lo menos me patea los huevos o me abofetea, vaya, pensé, se acabó la retirada en orden, es mejor que corra, pero para entonces ya tenía a la muy puta encima de mí, como si me fuera a besar o a morder, y qué creen que me dice…
Los hermanos Rodríguez no dijeron nada, seguramente sabían la respuesta.
—¿Te mentó la madre? —dije tentativamente.
—Me dijo: qué vergüenza, qué vergüenza, sólo eso, pero unas diez veces por lo menos y a menos de un centímetro de mi cara.
—Parece mentira que esa bruja cabrona haya parido a María y a Angélica —dijo Moctezuma.
—Casos más raros se han visto —dijo Pancho.
—¿Sigues siendo amante de ella? —dije yo.
Piel Divina me escuchó, pero no me contestó.
—¿Cuántas veces has cogido con ella? —dije yo.
—Ya ni me acuerdo —dijo Piel Divina.
—¿Pero qué preguntas son ésas? —dijo Pancho.
—Nada, curiosidad —dije yo.
Esa noche me fui muy tarde de la casa de los hermanos Rodríguez (comí con ellos, cené con ellos, posiblemente hubiera podido quedarme a dormir con ellos, su generosidad era ilimitada). Cuando llegué a Insurgentes, a la parada de autobuses, comprendí de pronto que ya no tenía ganas ni fuerzas para la larga y bizantina discusión que me aguardaba en casa.
Poco a poco fueron pasando los autobuses que debía tomar, hasta que finalmente me levanté del bordillo en donde estaba sentado meditando y mirando el tráfico o mejor dicho los faros de los coches que iluminaban mi cara, y emprendí el camino rumbo a la casa de la familia Font.
Antes de llegar llamé por teléfono. Contestó Jorgito. Le dije que llamara a su hermana. Al poco se puso María. Quería verla. Me preguntó dónde estaba. Le dije que cerca de su casa, en la plaza Popocatépetl.
—Espera un par de horas —dijo ella— y luego vienes. No toques el timbre. Salta la barda y entra sin hacer ruido. Te estaré esperando.
Suspiré profundamente, casi le dije que la quería (pero no se lo dije) y luego colgué. Como no tenía dinero para meterme en una cafetería, me quedé en la misma plaza, sentado en un banco, escribiendo mi diario y leyendo un libro con poemas de Tablada que me había dejado Pancho. Al cabo de dos horas justas, me levanté y dirigí mis pasos hacia la calle Colima.
Miré a ambos lados antes de dar un salto y encaramarme sobre la barda. Me dejé caer procurando no estropear las flores que la señora Font (o la sirvienta) cultivaba en aquel lado del jardín. Después caminé en la oscuridad rumbo a la casita.
María me estaba esperando bajo un árbol. Antes de que yo dijera nada me dio un beso en la boca. Su lengua entró hasta la garganta. Olía a cigarrillos y a comida cara. Yo olía a cigarrillos y a comida pobre. Pero las dos comidas eran buenas. Todo el miedo y toda la tristeza que sentía se evaporaron en el acto. En vez de irnos a su casita nos pusimos a hacer el amor allí mismo, de pie bajo el árbol. Para que sus gemidos no se oyeran María me mordió el cuello. Antes de venirme saqué la verga (María dijo ahhhh cuando se la saqué tal vez demasiado abruptamente) y eyaculé sobre la hierba y las flores, supongo. En la casita Angélica dormía profundamente o fingía dormir profundamente, e hicimos otra vez el amor. Y luego yo me levanté, sentía el cuerpo como si me lo estuvieran partiendo y sabía que si le decía que la quería el dolor se iba a ir de inmediato, pero no dije nada y revisé los rincones más alejados, a ver si descubría a Barrios y a la Patterson durmiendo en uno de ellos, pero no había nadie más que las hermanas Font y yo.
Después nos pusimos a hablar y Angélica se despertó y encendimos la luz y estuvimos hablando hasta tarde. Hablamos de poesía, de Laura Damián, del premio homónimo y de la poeta muerta, de la revista que pensaban sacar Ulises Lima y Belano, de la vida de Ernesto San Epifanio, de cómo sería la cara de Huracán Ramírez, de un pintor amigo de Angélica que vivía en Tepito y de los amigos de María de la Escuela de Danza. Y después de mucha plática y muchos cigarrillos Angélica y María se durmieron y yo apagué la luz y me metí en la cama y mentalmente le hice el amor a María otra vez.