Hoy he vuelto a casa de las Font. Quim salió a abrirme y me dio un abrazo. En la casita encontré a María, Angélica y Ernesto San Epifanio. Estaban los tres sentados en la cama de Angélica. Al entrar inconscientemente juntaron sus cuerpos, como para impedirme que viera lo que compartían. Me parece que esperaban a Pancho. Cuando se dieron cuenta de que era yo sus rostros no se relajaron.
—Tendrías que acostumbrarte a cerrar la puerta con llave —dijo Angélica—. Así no nos llevaríamos estos sobresaltos.
Al contrario que María, el rostro de Angélica es muy blanco, pero con una tonalidad que no sabría decir si olivácea o rosada, creo que olivácea, con los pómulos salientes, la frente amplia y los labios más abultados que los de su hermana. Al verla o mejor dicho al ver que ella me miraba (las otras veces que estuve allí de hecho no me miró), sentí que una mano de dedos largos y finos, pero al mismo tiempo muy fuerte, se cerraba sobre mi corazón, imagen que seguramente no gustará a Lima y a Belano, pero que se ajusta como un guante a lo que sentí entonces.
—Yo no fui la última en entrar —dijo María.
—Sí que fuiste la última. —El tono de Angélica era seguro, casi autoritario, y por un momento pensé que parecía la hermana mayor, no la menor—. Ponle pestillo a la puerta y siéntate en alguna parte —me ordenó a mí.
Hice lo que me decían. Las cortinas de la casita estaban corridas y la luz que entraba era de color verde con estrías amarillas. Me senté en una silla de madera, junto a una de las estanterías y les pregunté qué era lo que miraban. Ernesto San Epifanio levantó el rostro y me estudió durante unos segundos.
—¿Tú no eres el que tomó nota de los libros que yo llevaba el otro día?
—Sí. Brian Patten, Adrián Henri y otro que ahora no recuerdo.
—The Lost Fire Brigade, de Spike Hawkins.
—Ése mismo.
—¿Y ya los has comprado? —El tono era ligeramente sarcástico.
—Todavía no, pero estoy en ello.
—Tienes que ir a una librería especializada en literatura inglesa. En las librerías normales de México no los encontrarás.
—Sí, sí, Ulises me dijo de una librería adonde van ustedes.
—Ay, Ulises Lima —dijo San Epifanio acentuando mucho las íes—. Seguramente te va a mandar a la Librería Baudelaire, en donde hay mucha poesía francesa, pero muy poca poesía inglesa… ¿Y quiénes somos nosotros?
—¿Nosotros, qué nosotros? —dije yo sorprendido. Las hermanas Font seguían contemplando e intercambiándose unos objetos que yo no podía ver. De vez en cuando se reían. La risa de Angélica era como un manantial.
—Los usuarios de la librería.
—Ah, los real visceralistas, claro.
—No me hagas reír. Pero si en ese grupo sólo leen Ulises y su amiguito chileno. Los demás son una pandilla de analfabetos funcionales. Me parece que lo único que hacen en las librerías es robar libros.
—Pero después los leerán, ¿no? —concluí un poco amoscado.
—No, te equivocas, después se los regalan a Ulises y a Belano. Éstos los leen, se los cuentan y ellos van por ahí presumiendo que han leído a Queneau, por ejemplo, cuando la verdad es que se han limitado a robar un libro de Queneau, no a leerlo.
—¿Belano es chileno? —dije tratando de desviar la conversación hacia otro tema y porque además, sinceramente, no lo sabía.
—¿No te habías dado cuenta? —dijo María sin levantar la vista de lo que fuera que estuviera mirando.
—Pues sí, le había notado un acento un poco distinto, pero me pareció que tal vez fuera, no sé, tamaulipeco o yucateco…
—¿Te pareció yucateco? Ay, García Madero, bendita inocencia. Belano le pareció yucateco —le dijo San Epifanio a las Font y los tres se rieron.
Yo también me reí.
—No parece yucateco, pero podría serlo —dije—. Además, yo no soy un especialista en yucatecos.
—Pues no es yucateco. Es chileno.
—¿Y hace mucho que vive en México? —dije por decir algo.
—Desde el putsch de Pinochet —dijo María sin levantar la cabeza.
—Desde mucho antes del golpe —dijo San Epifanio—. Yo lo conocí en 1971. Lo que pasa es que después volvió a Chile y cuando sucedió el golpe regresó a México.
—Pero entonces nosotras no te conocíamos —dijo Angélica.
—Belano y yo fuimos muy amigos durante esa época —dijo San Epifanio—. Los dos teníamos dieciocho y éramos los poetas más jóvenes de la calle Bucareli.
—¿Se puede saber qué están mirando? —dije.
—Fotos mías. Es posible que te desagraden, pero si quieres puedes verlas tú también.
—¿Eres fotógrafo? —dije levantándome y dirigiéndome a la cama.
—No, sólo soy poeta —dijo San Epifanio haciéndome un hueco—. Con la poesía tengo de sobras, aunque un año de éstos voy a cometer la vulgaridad de ponerme a escribir cuentos.
—Toma —Angélica me pasó un montoncito de fotos ya descartadas por ellas—, hay que mirarlas siguiendo un orden cronológico.
Debían de ser unas cincuenta o sesenta fotos. Todas estaban tomadas con flash. Todas eran del interior de una habitación, seguramente un cuarto de hotel, menos dos, en donde se veía una calle nocturna, deficientemente iluminada, y un Mustang rojo con algunas personas dentro. Los rostros de los que estaban en el Mustang eran borrosos. El resto de las fotos mostraba a un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años, aunque puede que sólo tuviera quince, rubio, de pelo corto, y a una muchacha tal vez dos o tres años mayor que él, y a Ernesto San Epifanio. Sin duda había una cuarta persona, la que sacaba las fotos, pero a ésa no se la veía nunca. Las primeras fotos eran del muchacho rubio, vestido y después paulatinamente con menos ropa. A partir de la foto número quince aparecía San Epifanio y la muchacha. San Epifanio iba vestido con una americana morada. La muchacha con un elegante vestido de fiesta.
—¿Quién es él? —dije.
—Tú calla y mira las fotos, luego pregunta —dijo Angélica.
—Es mi amor —dijo San Epifanio.
—Ah. ¿Y ella?
—Es su hermana mayor.
Aproximadamente por la foto número veinte el muchacho rubio comenzaba a vestirse con la ropa de su hermana. La muchacha, que no era tan rubia y estaba un poco gordita, hacía gestos obscenos al desconocido que los fotografiaba. San Epifanio, por el contrario, se mantenía, al menos en las primeras fotos, dueño de sí, sonriente pero serio, sentado en un sillón de skay, o en el borde de la cama. Todo esto, sin embargo, no era más que un espejismo, pues a partir de la foto número treinta o treintaicinco San Epifanio también se desnudaba (su cuerpo, de piernas largas y brazos largos, parecía excesivamente delgado, esquelético, mucho más de lo que realmente era). Las fotos siguientes mostraban a San Epifanio besando el cuello del adolescente rubio, sus labios, sus ojos, su espalda, su verga a media asta, su verga enhiesta (una verga, por lo demás, notable en un muchacho de apariencia tan delicada), bajo la siempre atenta mirada de la hermana que a veces aparecía de cuerpo completo y a veces sólo parte de su anatomía (un brazo y medio, la mano, algunos dedos, la mitad de la cara), e incluso en ocasiones sólo su sombra proyectada en la pared. Tengo que confesar que nunca en mi vida había visto algo parecido. Nadie, por descontado, me advirtió que San Epifanio era homosexual. (Sólo Lupe, pero Lupe también dijo que yo era homosexual.) Así que traté de no exteriorizar mis sentimientos (que, por lo menos, eran confusos) y seguí mirando. Tal como temía las siguientes fotos mostraban al lector de Brian Patten enculando al adolescente rubio. Sentí que enrojecía y de pronto me di cuenta que no sabía cómo, de qué manera iba a mirar a las Font y a San Epifanio cuando concluyera mi examen de las fotos. El rostro del muchacho enculado se retorcía en una mueca que presumí de placer y de dolor mezclados. (O de teatro, pero eso lo pensé mucho más tarde.) El rostro de San Epifanio parecía afilarse por momentos, como una hoja de afeitar o como una navaja intensamente iluminada Y el rostro de la hermana observadora pasaba por todas las fases gestuales posibles, desde una alegría brutal hasta la más profunda melancolía. En las últimas fotos se veía, en diferentes poses, a los tres acostados en la cama, fingiendo dormir o sonriendo al fotógrafo.
—Pobre chavo, parece que está allí a la fuerza —dije para picar a San Epifanio.
—¿A la fuerza? La idea se le ocurrió a él. Es un pequeño pervertido.
—Pero lo quieres con toda tu alma —dijo Angélica.
—Lo quiero con toda mi alma, pero nos separan demasiadas cosas.
—¿Como qué? —dijo Angélica.
—El dinero, por ejemplo, yo soy pobre y él es un niño rico y mimado, acostumbrado al lujo, a los viajes, a que no le falte absolutamente nada.
—Pues aquí no parece ni rico ni mimado, hay algunas fotos verdaderamente siniestras —dije yo en un arranque de sinceridad.
—Su familia tiene mucho dinero —dijo San Epifanio.
—Entonces podrían haber ido a un hotel un poco mejor. La iluminación es de película del Santo.
—Es el hijo del embajador de Honduras —dijo San Epifanio lanzándome una mirada funesta—. Pero esto no se lo digas a nadie —añadió después, arrepentido de haberme confesado su secreto.
Devolví el mazo de fotos, que San Epifanio guardó en un bolsillo. A pocos centímetros de mi brazo izquierdo estaba el brazo desnudo de Angélica. Reuní valor y la miré a la cara. Ella también me miraba. Creo que enrojecí ligeramente. Me sentí feliz. Lo estropeé todo de inmediato.
—¿Hoy no ha venido Pancho? —dije como un imbécil.
—Todavía no —dijo Angélica—. ¿Qué te han parecido las fotos?
—Gruesas —dije.
—¿Sólo gruesas? —San Epifanio se levantó y se sentó en la silla de madera en donde antes había estado yo. Desde allí me observó con una de sus sonrisas afiladas.
—Bueno: tienen su poesía. Pero si te dijera que me parecieron sólo poéticas, te mentiría. Son unas fotos extrañas. Yo diría que es pornografía. No en un sentido peyorativo, pero creo que es pornografía.
—Todo el mundo tiende a encasillar las cosas que escapan de su comprensión —dijo San Epifanio—. ¿Te excitaron las fotos?
—No —dije con rotundidad, aunque la verdad es que no estaba seguro—. No me excitaron, pero no me desagradaron.
—Entonces no es pornografía. Para ti, al menos, no debería serlo.
—Pero me gustaron —admití.
—Entonces di sólo eso: te han gustado, no sabes por qué te han gustado, tampoco eso importa demasiado, punto.
—¿Quién es el fotógrafo? —dijo María.
San Epifanio miró a Angélica y se rio.
—Eso sí que es un secreto. Me hizo jurar que no lo diría a nadie.
—Pero la idea fue de Billy, ¿qué más da quién haya sido el fotógrafo? —dijo Angélica.
Así que el hijo del embajador de Honduras se llamaba Billy; muy apropiado, pensé.
Y después, no sé por qué, sospeché que las fotos las había tomado Ulises Lima. Y acto seguido pensé en la para mí novedosa nacionalidad de Belano. Y luego me puse a mirar a Angélica, pero sin que se me notara mucho, mayormente cuando ella no me miraba a mí, la cabeza metida dentro de un libro de poesía (Les Lieux de la douleur, de Eugéne Savitzkaya), del que sólo se asomaba para terciar en la conversación que ahora sostenían María y San Epifanio sobre el arte erótico. Y luego volví a pensar en la posibilidad de que las fotos las hubiera tomado Ulises Lima y recordé también lo que oí en el café Quito, que Lima traficaba con drogas, y si traficaba con drogas, y eso casi era un hecho, pensé, también podía traficar con otras cosas. Y en ésas estaba cuando apareció Barrios del brazo de una norteamericana muy simpática (siempre sonreía) llamada Bárbara Patterson y de una poetisa a la que no conocía, llamada Silvia Moreno, y entonces todos nos pusimos a fumar marihuana.
Mucho más tarde, lo recuerdo vagamente (aunque no por el efecto de la mota, que apenas sentí), alguien volvió a sacar el tema de la nacionalidad de Belano, tal vez fuera yo, no lo sé, y todos se pusieron a hablar de él, quiero decir a hablar mal de él, menos María y yo, que en determinado momento como que nos alejamos del grupo, física y espiritualmente, pero incluso lejos (tal vez por efecto de la mota) yo pude aún seguir escuchando lo que decían. También hablaban de Lima, de sus viajes por el estado de Guerrero y por el Chile de Pinochet consiguiendo marihuana que luego revendía a novelistas y pintores del DF. ¿Pero cómo podía Lima ir a comprar marihuana en el otro extremo del continente? Oí risas. Creo que yo también me reí. Creo que me reí mucho. Tenía los ojos cerrados. Ellos dijeron: Arturo obliga a Ulises a trabajar mucho más, los riesgos ahora son mayores, y la frase se me quedó grabada en la cabeza. Pobre Belano, pensé. Después María me cogió de la mano y nos fuimos de la casita, como cuando allí estaba Pancho y Angélica nos echaba, sólo que esta vez no estaba Pancho ni nadie nos había echado.
Después creo que me dormí.
Desperté a las tres de la mañana, estaba tirado al lado de Jorgito Font.
Me levanté de un salto. Alguien me había quitado los zapatos, el pantalón y la camisa. Los busqué a tientas, procurando no despertar a Jorgito. Lo primero que encontré fue mi morral, con mis libros y mis poemas, en el suelo, a los pies de la cama. Un poco más allá, extendidos en una silla, hallé el pantalón, la camisa y la chamarra. Los zapatos no estaban por ninguna parte. Los busqué debajo de la cama y sólo encontré varios pares de tenis pertenecientes a Jorgito. Me vestí y estuve considerando la posibilidad de encender la luz o de salir descalzo. Me acerqué a la ventana, sin resolverme por ninguna de las dos opciones. Al descorrer las cortinas me di cuenta de que estaba en el segundo piso. Contemplé el patio oscuro y tras unos árboles la casita de las Font ligeramente iluminada por la luna. No tardé en darme cuenta de que no era la luna la que iluminaba la casita sino una farola encendida justo debajo de mi ventana, un poco a la izquierda, colgando por la parte de afuera de la cocina. La luz era mínima. Traté de vislumbrar la ventana de las Font. No vi nada, sólo ramas y sombras. Durante unos segundos sopesé la posibilidad de volver a la cama y dormir hasta que amaneciera, pero se me ocurrieron varias razones para desistir. Primero: hasta entonces nunca había dormido fuera de casa sin que mis tíos lo supieran; segundo: supe que iba a ser imposible conciliar otra vez el sueño; tercero: tenía que ver a Angélica, ¿para qué?, lo he olvidado, pero entonces sentí la necesidad urgente de verla, de mirarla dormir, de acurrucarme a los pies de su cama como un perro o como un niño (metáfora horrible, pero cierta). Así que me deslicé hasta la puerta y mentalmente le dije adiós, Jorgito, gracias por hacerme un hueco, ¡cuñado! (que viene del latín cognatus), y dándome valor con esta palabra, dándome impulso, salí felinamente de la habitación hacia un pasillo oscuro como la noche más negra, o como un cine en donde todo hubiera hecho crac, incluidos algunos ojos, y me puse a tantear por las paredes hasta encontrar, tras un periplo demasiado prolongado y angustioso como para relatarlo con detalle (además detesto los detalles), la sólida escalera que comunicaba la segunda planta con la primera. Ya allí, inmóvil como una estatua de sal (es decir palidísimo y con las manos fijas en un gesto mitad enérgico, mitad dubitativo), se me plantearon dos alternativas. O buscaba la sala y el teléfono y llamaba de inmediato a mis tíos que para entonces probablemente ya habrían despertado a más de un honesto policía, o buscaba la cocina, que según mis recuerdos quedaba a la izquierda, junto a una especie de comedor de uso diario. Sopesé los pros y los contras de ambas líneas de acción y opté por la más silenciosa, que era la de abandonar cuanto antes la casa grande de la familia Font. No fue ajena a la decisión la repentina imagen o ensoñación de Quim Font sentado en la oscuridad, en un sillón de orejeras, envuelto en una nubécula de azufre rojizo. Con gran esfuerzo conseguí serenarme. En la casa todos dormían, aunque, al contrario que en la mía, allí no se escuchaban los ronquidos de nadie. Transcurridos unos segundos, los suficientes como para convencerme de que ningún peligro, al menos inminente, se cernía sobre mí, me puse en marcha otra vez. En esta ala de la casa el resplandor de la farola del patio iluminaba tenuemente mi camino y no tardé en encontrarme en la cocina. Allí, abandonando mi hasta ahora extrema cautela, cerré la puerta, encendí la luz y me dejé caer sobre una silla, agotado como si hubiera recorrido un kilómetro cuesta arriba. Después abrí el refrigerador, me serví un vaso de leche hasta los bordes y me hice un sándwich de jamón y queso, con salsa de ostras y mostaza de Dijon. Cuando terminé de comer aún tenía hambre, por lo que me preparé un segundo sándwich, esta vez de queso, lechuga y pepinillos guarnecidos con dos o tres variedades de chile. Este segundo sándwich no aplacó mi apetito, por lo que decidí explorar en busca de algo más sólido. En el fondo del refrigerador, en un envase de plástico, encontré los restos de un pollo con mole; en otro recipiente encontré un poco de arroz, los restos de la comida de aquel día, supongo, y luego busqué pan de verdad, bolillos, no pan de molde, y comencé a prepararme la cena. Para beber, escogí una botella de Lulú sabor fresa, cuyo gusto en realidad más bien es de jamaica. Comí sentado en la cocina, en silencio, pensando en el futuro. Vi tornados, huracanes, maremotos, incendios. Después lavé la sartén, el plato, los cubiertos, recogí las migas y descorrí el pestillo de la puerta que daba al patio. Antes de salir, apagué la luz.
La casita de las Font estaba cerrada por dentro. Llamé una vez y susurré el nombre de Angélica. Nadie me contestó. Miré hacia atrás, las sombras del patio, la pileta que se erguía como un animal irascible me disuadieron de regresar a la habitación de Jorgito Font. Volví a llamar, esta vez un poco más fuerte. Esperé unos segundos y decidí cambiar de táctica, me desplacé unos metros a la izquierda y di unos golpes con la punta de los dedos en el frío cristal de la ventana. María, dije, Angélica, María, ábranme, soy yo. Después me quedé en silencio, a la espera de algún resultado, pero en el interior de la casita nadie se movió. Exasperado, aunque más correcto sería decir exasperadamente resignado, me arrastré otra vez hacia la puerta y me dejé resbalar con la espalda apoyada en ésta y la mirada perdida. Intuí que finalmente me quedaría allí, dormido, de una manera u otra a los pies de las hermanas Font, como un perro (¡un perro mojado por la noche inclemente!), tal como hacía unas horas yo mismo, de forma imprudente e intrépida, había deseado. De buena gana me hubiera echado a llorar. Para contrarrestar los nubarrones que se cernían sobre mi futuro inmediato, me dio por repasar todos los libros que tenía que leer, todos los poemas que tenía que escribir. Después pensé que si me dormía probablemente la sirvienta de los Font me iba a encontrar allí y procedería a despertarme evitándome la vergüenza de ser hallado por la señora Font o por alguna de sus hijas o por Quim Font en persona. Aunque si era este último el que me encontraba, argüí con algo de esperanza, probablemente pensaría que había sacrificado una noche de plácido sueño en aras de una fiel vigilancia de sus hijas. Si me despiertan invitándome a un café con leche, concluí, nada estará perdido, si me despiertan a patadas y me corren sin más explicaciones, ya no habrá ninguna esperanza para mí y además, ¿cómo le explico yo a mi tío que he atravesado todo el DF descalzo? Creo que fue esta perspectiva la que volvió a despertarme, tal vez la desesperación me hiciera, inconscientemente, aporrear la puerta con la nuca, lo cierto es que de pronto sentí unos pasos en el interior de la casita. Unos segundos después la puerta se abrió y una voz susurrada y soñolienta me preguntó qué hacía allí.
Era María.
—Me he quedado sin zapatos. Si los encontrara me iría a mi casa de inmediato —dije.
—Pasa —dijo María—. No hagas ruido.
La seguí con las manos extendidas, como un ciego. De pronto tropecé con algo. Era la cama de María. La oí ordenarme que me acostara, luego la vi deshacer el camino (la casita de las Font es verdaderamente grande) y cerrar sin ruido la puerta que había quedado semiabierta. No la oí regresar. La oscuridad entonces era total, aunque tras unos instantes, yo estaba sentado en el borde de la cama, no acostado como me había ordenado, distinguí el contorno de la ventana a través de las enormes cortinas de lino. Después sentí que alguien se metía en la cama y se estiraba y después, pero no sé cuánto tiempo pasó, sentí que esa persona se levantaba apenas, probablemente reclinada sobre un codo, y me jalaba hacia sí. Por el aliento supe que estaba a pocos milímetros del rostro de María. Sus dedos recorrieron mi cara, desde la barbilla hasta los ojos, cerrándolos, como invitándome a dormir, su mano, una mano huesuda, me bajó la cremallera de los pantalones y buscó mi verga; no sé por qué, tal vez debido a lo nervioso que estaba, afirmé que no tenía sueño. Ya lo sé, dijo María, yo tampoco. Luego todo se convirtió en una sucesión de hechos concretos o de nombres propios o de verbos, o de capítulos de un manual de anatomía deshojado como una flor, interrelacionados caóticamente entre sí. Exploré el cuerpo desnudo de María, el glorioso cuerpo desnudo de María en un silencio contenido, aunque de buena gana hubiera gritado, celebrando cada rincón, cada espacio terso e interminable que encontraba. María, menos recatada que yo, al cabo de poco comenzó a gemir y sus maniobras, inicialmente tímidas o mesuradas, fueron haciéndose más abiertas (no encuentro de momento otra palabra), guiando mi mano hacia los lugares que ésta, por ignorancia o por despreocupación, no llegaba. Así fue como supe, en menos de diez minutos, dónde estaba el clítoris de una mujer y cómo había que masajearlo o mimarlo o presionarlo, siempre, eso sí, dentro de los límites de la dulzura, límites que María, por otra parte, transgredía constantemente, pues mi verga, bien tratada en los primeros envites, pronto comenzó a ser martirizada entre sus manos; manos que en algunos momentos me supieron en la oscuridad y entre el revoltijo de sábanas a garras de halcón o halcona tironeando con tanta fuerza que temí quisiera arrancármela de cuajo y en otros momentos a enanos chinos (¡los dedos eran los pinches chinos!) investigando y midiendo los espacios y los conductos que comunicaban mis testículos con la verga y entre sí. Después (pero antes me había bajado los pantalones hasta las rodillas) me monté encima de ella y se lo metí.
—No te vengas dentro —dijo María.
—Lo intentaré —dije yo.
—¿Cómo que lo intentarás, cabrón? ¡No te vengas dentro!
Miré a ambos lados de la cama mientras las piernas de María se anudaban y desanudaban sobre mi espalda (hubiera querido seguir así hasta morirme). A lo lejos discerní la sombra de la cama de Angélica y la curva de las caderas de Angélica, como una isla contemplada desde otra isla. De improviso sentí que los labios de María succionaban mi tetilla izquierda, casi como si me mordiera el corazón. Di un salto y se lo metí todo de un envión, con ganas de clavarla en la cama (los muelles de ésta comenzaron a crujir espantosamente y me detuve), al tiempo que le besaba el pelo y la frente con la máxima delicadeza y aún me sobraba tiempo para cavilar cómo era posible que Angélica no se despertara con el ruido que estábamos haciendo. Ni noté cuando me vine. Por supuesto, alcancé a sacarla, siempre he tenido buenos reflejos.
—¿No te habrás venido dentro? —dijo María.
Le juré al oído que no. Durante unos segundos estuvimos ocupados respirando. Le pregunté si ella había tenido un orgasmo y su respuesta me dejó perplejo:
—Me he venido dos veces, García Madero, ¿no te has dado cuenta? —preguntó con toda la seriedad del mundo.
Dije sinceramente que no, que no me había dado cuenta de nada.
—Todavía la tienes dura —dijo María.
—Parece que sí —dije yo—. ¿Te la puedo meter otra vez?
—Bueno —dijo ella.
No sé cuánto tiempo pasó. Otra vez me corrí fuera. Esta vez no pude ahogar mis gemidos.
—Ahora mastúrbame —dijo María.
—¿No has tenido ningún orgasmo?
—No, esta vez no he tenido ninguno, pero me lo he pasado bien. —Me cogió la mano, seleccionó el índice y me lo guió alrededor de su clítoris—. Bésame los pezones, también puedes morderlos, pero al principio muy despacio —dijo—. Luego muérdelos un poco más fuerte. Y con la mano cógeme del cuello. Acaríciame la cara. Méteme los dedos en la boca.
—¿No prefieres que te… chupe el clítoris? —dije en un intento vano de encontrar las palabras más elegantes.
—No, por ahora no, con el dedo basta. Pero bésame las tetas.
—Tienes unos senos riquísimos. —Fui incapaz de repetir la palabra tetas.
Me desnudé sin salir de debajo de las sábanas (de improviso me había puesto a sudar) y acto seguido procedí a ejecutar las instrucciones de María. Sus suspiros primero y sus gemidos después me la volvieron a empalmar. Ella se dio cuenta y con una mano me acarició la verga hasta que ya no pudo más.
—¿Qué te pasa, María? —le susurré al oído temeroso de haberle hecho daño en la garganta (aprieta, susurraba ella, aprieta) o de haberle mordido demasiado fuerte un pezón.
—Sigue, García Madero —sonrió María en la oscuridad y me besó.
Cuando terminamos me dijo que se había venido más de cinco veces. A mí, la verdad, me costaba hacerme a la idea, que estimaba fantástica, pero cuando me dio su palabra no tuve más remedio que creerla.
—¿En qué piensas? —dijo María.
—En ti —mentí; en realidad pensaba en mi tío y en la Facultad de Derecho y en la revista que iban a sacar Belano y Lima—. ¿Y tú?
—Pienso en las fotos —dijo.
—¿En qué fotos?
—En las de Ernesto.
—¿Las fotos pornográficas?
—Sí.
Los dos temblamos al unísono. Teníamos las caras pegadas. Hablábamos, vocalizábamos, gracias a nuestras narices separadoras, pero aún así sentí con mis labios moverse sus labios.
—¿Quieres que lo hagamos otra vez?
—Sí —dijo María.
—Bueno —dije un poco mareado—, si en el último momento te arrepientes, avísame.
—¿Arrepentirme de qué? —dijo María.
La parte interior de sus muslos estaba empapada de mi semen. Sentí frío y no pude evitar suspirar profundamente en el momento en que volví a penetrarla.
María gimió y yo empecé a moverme cada vez con mayor entusiasmo.
—Procura no hacer mucho ruido, no quiero que Angélica nos oiga.
—Tú procura no hacer ruido —dije yo, y añadí—: ¿Qué le has dado a Angélica para que duerma tan profundamente? ¿Un somnífero?
Los dos nos reímos bajito, yo sobre su nuca y ella hundiendo la cara en las almohadas.
Al finalizar no tenía ánimo (del latín animus y éste de la palabra griega que designa soplo) ni para preguntar si se lo había pasado bien y lo único que anhelaba era quedarme poco a poco dormido con María en mis brazos. Pero ella se levantó y me obligó a vestirme y a seguirla en dirección al baño de la casa grande. Al salir al patio me di cuenta que ya estaba amaneciendo. Por primera vez en aquella noche pude ver con algo más de claridad la figura de mi amante. María vestía un camisón blanco, con bordados rojos en las mangas, y tenía el pelo recogido con una cinta o un trozo de cuero trenzado.
Después de secarnos pensé en llamar por teléfono a mi casa, pero María dijo que mis tíos seguramente estarían durmiendo y que lo podía hacer más tarde.
—¿Y ahora qué? —le dije.
—Ahora a dormir un poco —dijo María pasando su brazo por mi cintura.
Pero la noche o el día aún me deparaba una última sorpresa. En la casita, acurrucados en un rincón, descubrí a Barrios y a su amiga norteamericana. Los dos roncaban. De buena gana los hubiera despertado con un beso.