10 de noviembre

Encontré a los real visceralistas. Rosario es de Veracruz. Todos los real visceralistas me dieron sus respectivas direcciones y yo a todos les di la mía. Las reuniones se celebran en el café Quito, en Bucareli, un poco más arriba del Encrucijada, y en la casa de María Font, en la colonia Condesa, o en la casa de la pintora Catalina O’Hara, en la colonia Coyoacán. (María Font, Catalina O’Hara, esos nombres evocan algo en mí, aunque todavía no sé qué.)

Por lo demás todo terminó bien, aunque estuvo a punto de acabar en tragedia.

Las cosas sucedieron así: llegué a eso de las ocho de la noche al Encrucijada. El bar estaba lleno y la concurrencia no podía ser más miserable y patibularia. En un rincón incluso había un ciego que tocaba el acordeón y cantaba. Pero yo no me arredré y me acodé en el primer hueco que vi en la barra. Rosario no estaba. Se lo pregunté a la camarera que me atendió y ésta me trató de veleta, de caprichoso y de presumido. Con una sonrisa, eso sí, como si no le pareciera mal del todo. Francamente no entendí qué quería decir. Después le pregunté de dónde era Rosario y me dijo que de Veracruz. También le pregunté de dónde era ella. Del mero DF, dijo. ¿Y tú? Yo soy el jinete de Sonora, le dije de golpe y sin venir a cuento. En realidad nunca he estado en Sonora. Ella se rio y así hubiéramos podido seguir de plática durante un buen rato, pero se tuvo que ir a atender una mesa. Brígida, en cambio, sí que estaba y cuando ya iba por mi segundo tequila se acercó y me preguntó qué pasaba. Brígida es una mujer de rostro ceñudo, melancólico, ofendido. La imagen que tenía de ella era distinta, pero aquella vez estaba borracho y ahora no. Le dije qué hubo, Brígida, tantos años. Intentaba dar una impresión de desenvoltura, incluso de alegría, aunque no puedo decir que me hallara alegre. Brígida me cogió una mano y se la llevó al corazón. Al principio di un salto y mi primera intención fue apartarme de la barra, tal vez salir corriendo del bar, pero me aguanté.

—¿Lo sientes? —dijo.

—¿Qué?

—Mi corazón, pendejo, ¿no lo sientes latir?

Con las yemas de los dedos exploré la superficie que se me ofrecía: la blusa de lino y los pechos de Brígida enmarcados por un sostén que adiviné muy pequeño para contenerlos. Pero ni rastro de latidos.

—No siento nada —dije con una sonrisa.

—Mi corazón, buey, ¿no lo escuchas latir, no sientes cómo se rompe de a poco?

—Oye, perdona, no escucho nada.

—Cómo vas a escuchar con la mano, cabrón, sólo te pido que sientas. ¿No sienten nada tus dedos?

—La verdad… no.

—Tienes la mano helada —dijo Brígida—. Qué dedos más bonitos, cómo se nota que no has tenido que trabajar nunca.

Me sentí mirado, estudiado, taladrado. A los borrachines patibularios que estaban en la barra les había interesado la última observación de Brígida. Preferí de momento no enfrentarme a ellos y declaré que se equivocaba, que por supuesto tenía que trabajar para pagarme los estudios. Brígida ahora aprisionaba mi mano como si estuviera leyendo las líneas de mi destino. Eso me interesó y me despreocupé de los potenciales espectadores.

—No seas víbora —dijo—. Conmigo no necesitas mentir, te conozco. Eres un hijito de papá, pero tienes grandes ambiciones. Y tienes suerte. Llegarás a donde te propongas. Aunque aquí veo que te extraviarás varias veces, por culpa tuya, porque no sabes lo que quieres. Necesitas una piel que esté contigo en las buenas y en las malas. ¿Me equivoco?

—No, perfecto, sigue, sigue.

—Aquí no —dijo Brígida—. Estos mamones chismosos no tienen por qué enterarse de tu destino, ¿verdad?

Por primera vez me atreví a mirar abiertamente a los lados. Cuatro o cinco borrachines patibularios seguían con atención las palabras de Brígida, uno incluso contemplaba mi mano con fijeza sobrenatural, como si se tratara de su propia mano. Les sonreí a todos, no fuera a ser que se enfadaran, dándoles a entender de esa manera que yo no tenía nada que ver en ese asunto. Brígida me pellizcó el dorso. Tenía los ojos ardientes, como si estuviera a punto de iniciar una pelea o de echarse a llorar.

—Aquí no podemos hablar, sígueme.

La vi cuchichear con una de las meseras y luego me hizo una seña. El Encrucijada Veracruzana estaba lleno y sobre las cabezas de los parroquianos se elevaba una nube de humo y la música de acordeón del ciego. Miré la hora, eran casi las doce, el tiempo, pensé, se había ido volando.

La seguí.

Nos metimos en una especie de bodega y cuarto trastero estrecho y alargado en donde se apilaban las cajas de botellas y los implementos de limpieza del bar (detergentes, escobas, lejía, un utensilio de goma para limpiar los cristales, una colección de guantes de plástico). Al fondo, una mesa y dos sillas. Brígida me indicó una. Me senté. La mesa era redonda y su superficie estaba cubierta de muescas y nombres, la mayoría ininteligibles. La camarera permaneció de pie, a pocos centímetros de mí, vigilante como una diosa o como un ave de rapiña. Tal vez esperaba a que yo le pidiera que se sentara. Conmovido por su timidez, así lo hice. Para mi sorpresa, procedió a sentarse sobre mis rodillas. La situación era incómoda y sin embargo a los pocos segundos noté con espanto que mi naturaleza, divorciada de mi intelecto, de mi alma, incluso de mis peores deseos, endurecía mi verga hasta un límite imposible de disimular. Brígida seguramente se apercibió de mi estado pues se levantó y, tras volver a estudiarme desde lo alto, me propuso un guagüis.

—Qué… —dije.

—Un guagüis, ¿quieres que te haga un guagüis?

La miré sin comprender, aunque como un nadador solitario y exhausto la verdad poco a poco se fue abriendo paso en el mar negro de mi ignorancia. Ella me devolvió la mirada. Tenía los ojos duros y planos. Y una característica que la distinguía de entre todos los seres humanos que yo hasta entonces conocía: miraba siempre (en cualquier lugar, en cualquier situación, pasara lo que pasara) a los ojos. La mirada de Brígida, decidí entonces, podía ser insoportable.

—No sé de qué hablas —dije.

—De mamártela, mi vida.

No tuve tiempo para responder y tal vez fue mejor así. Brígida, sin dejar de mirarme, se arrodilló, me abrió la cremallera y se metió mi verga en la boca. Primero el glande, al que propinó varios mordisquitos que no por leves fueron menos inquietantes y después el pene entero sin dar muestras de atragantarse. Al mismo tiempo, con su mano derecha fue recorriendo mi bajo vientre, mi estómago y mi pecho dándome a intervalos regulares unos pescozones cuyos morados aún conservo. El dolor que sentí probablemente contribuyó a hacer más singular mi placer pero al mismo tiempo evitó que me viniera. De tanto en tanto Brígida levantaba los ojos de su trabajo, sin por ello soltar mi miembro viril, y buscaba mis ojos. Yo entonces cerraba los míos y recitaba mentalmente versos sueltos del poema «El vampiro» que más tarde, repasando el incidente, resultaron no ser en absoluto versos sueltos del poema «El vampiro» sino una mezcla diabólica de poesías de origen vario, frases proféticas de mi tío, recuerdos infantiles, rostros de actrices adoradas en mi pubertad (la cara de Angélica María, por ejemplo, en blanco y negro), paisajes que giraban como arrastrados por un torbellino. Al principio intenté defenderme de los pescozones, pero al comprobar la inutilidad de mis esfuerzos dediqué mis manos a la cabellera de Brígida (teñida de color castaño claro y no muy limpia, según pude comprobar) y a sus orejas, pequeñas y carnosas, aunque de una dureza casi sobrenatural como si en ellas no hubiera ni un solo gramo de carne o grasa, sólo cartílago, plástico, no, metal apenas reblandecido, en donde colgaban dos grandes aros de plata falsa.

Cuando el desenlace era inminente y yo, ante la conveniencia de no gemir, alzaba mis puños y amenazaba a un ser invisible que reptaba por las paredes de la bodega, la puerta se abrió de golpe (pero sin ruido), apareció la cabeza de una camarera y de sus labios salió una escueta advertencia:

—Aguas.

Brígida cesó de inmediato en su cometido. Se levantó, me miró a los ojos con una expresión de quebranto y después, tironeándome del saco, me llevó hasta una puerta que yo hasta entonces no había advertido.

—Hasta otra, mi vida —dijo con una voz mucho más ronca de lo usual mientras me empujaba al otro lado.

De golpe y porrazo me encontré en los servicios del Encrucijada Veracruzana, una habitación rectangular, larga, estrecha y lóbrega.

Caminé unos pasos a la deriva, aún aturdido por la celeridad de los hechos que acababan de ocurrir. Olía a desinfectante y el suelo estaba húmedo, en algunos tramos encharcado. La iluminación era escasa, por no decir nula. En medio de dos lavamanos desportillados vi un espejo; me miré de reojo; el azogue correspondió con una imagen que me erizó los pelos. En silencio, procurando no chapotear sobre el suelo por el que fluía, lo vi en ese momento, un delgado río procedente de uno de los retretes, me volví a acercar al espejo picado por la curiosidad. Éste me devolvió un rostro cuneiforme, de color rojo oscuro, perlado de sudor. Di un salto hacia atrás y estuve a punto de caerme. En uno de los excusados había alguien. Lo sentí rezongar, maldecir. Un borrachín patibulario, sin duda. Entonces alguien me llamó por mi nombre:

—Poeta García Madero.

Vi dos sombras junto a los urinarios. Estaban envueltas en una nube de humo. ¿Dos maricones, pensé, dos maricones que conocen mi nombre?

—Poeta García Madero, acérquese, hombre.

Aunque lo que la lógica y la prudencia me indicaban era que buscara la puerta de salida y sin más dilación me marchara del Encrucijada, lo que hice fue dar dos pasos en dirección a la humareda. Dos pares de ojos brillantes, como de lobos en medio de un vendaval (licencia poética, pues yo nunca he visto lobos; vendavales sí, y no se ajustan demasiado a la estola de humo que envolvía a los dos tipos) me observaron. Los escuché reír. Ji ji ji. Olía a marihuana. Me tranquilicé.

—Poeta García Madero, le cuelga el aparato.

—¿Qué?

—El pene… Lo llevas colgando.

Manoteé mi bragueta. Efectivamente, con las prisas y el susto no había acertado a guardarme el pajarito. Enrojecí, pensé en mentarles la madre pero me contuve, alisé mis pantalones y di un paso en dirección a ellos. Me parecieron conocidos e intenté penetrar la oscuridad que los envolvía y descifrar sus rostros. Fue en vano.

Entonces una mano y después un brazo surgieron del huevo de humo que los protegía y me ofrecieron la bacha de marihuana.

—No fumo —dije.

—Es mota, poeta García Madero. Golden Acapulco.

Negué con la cabeza.

—No me gusta —dije.

El ruido proveniente de la habitación de al lado me sobresalto. Alguien levantaba la voz. Un hombre. Después alguien gritaba. Una mujer. Brígida. Imaginé que el dueño del bar le estaría pegando y quise acudir en su defensa, aunque la verdad es que Brígida no me importaba mucho (en realidad, no me importaba nada). Cuando estaba a punto de dar media vuelta en dirección a la bodega las manos de los desconocidos me sujetaron. Entonces vi salir sus rostros de la humareda. Eran Ulises Lima y Arturo Belano.

Di un suspiro de alivio, casi aplaudí, les dije que los había estado buscando durante muchos días y luego hice otro intento de acudir en ayuda de la mujer que gritaba, pero no me dejaron.

—No te metas en problemas, esos dos siempre están así —dijo Belano.

—¿Quiénes dos?

—La mesera y su patrón.

—Pero le está pegando —dije, y en efecto, el sonido de las bofetadas ahora era claramente audible—. Eso no lo podemos permitir.

—Ah, qué poeta García Madero —dijo Ulises Lima.

—No lo podemos permitir, pero a veces los ruidos nos engañan. Hágame caso y confíe en mí —dijo Belano.

Tuve la impresión de que sabían muchas cosas del Encrucijada y hubiera querido hacerles algunas preguntas al respecto, pero no lo hice por no parecer indiscreto.

Al salir de los lavabos la luz del bar me hirió los ojos. Todo el mundo hablaba a gritos. Otros cantaban siguiendo la melodía del ciego, un bolero o eso me pareció, que hablaba de un amor desesperado, un amor que los años no podían aplacar, aunque sí volver más indigno, más innoble, más atroz. Lima y Belano llevaban tres libros cada uno y parecían estudiantes como yo. Antes de salir nos acercamos a la barra, hombro con hombro, pedimos tres tequilas que nos tomamos de un solo trago y luego salimos riéndonos a la calle. Al abandonar el Encrucijada miré hacia atrás por última vez con la vana esperanza de ver aparecer a Brígida en la puerta de la bodega, pero no la vi.

Los libros que llevaba Ulises Lima eran:

Manifeste electrique aux paupiers de jupes, de Michel Bulteau, Matthieu Messagier, Jean-Jacques Faussot, Jean-Jacques N’Guyen That, Gyl Bert-Ram-Soutrenom F. M., entre otros poetas del Movimiento Eléctrico, nuestros pares de Francia (supongo).

Sang de satin, de Michel Bulteau.

Nord d’eté naitre opaque, de Matthieu Messagier.

Los libros que llevaba Arturo Belano eran:

Le parfait criminel, de Alain Jouffroy.

Le pays ou tout est permis, de Sophie Podolski.

Cent mille milliards de poemes, de Raymond Queneau. (Este último estaba fotocopiado y los cortes horizontales que exhibía la fotocopia más el desgaste propio de un libro manoseado en exceso, lo convertían en una especie de asombrada flor de papel, con los pétalos erizados hacia los cuatro puntos cardinales.)

Más tarde nos encontramos con Ernesto San Epifanio, que también llevaba tres libros. Le pedí que me los dejara anotar. Eran éstos:

Little Johnny’s Confession, de Brian Patten.

Tonigth at Noon, de Adrian Henri.

The Lost Fire Brigade, de Spike Hawkins.