Pasaron años y años. Delante de la Casa de Correos, en la parte que da al Prado, en donde hay una arcada con buzones, se encontraron una tarde de invierno Aguilera y el doctor Guevara.
Se reconocieron y se saludaron.
—Amigo, usted está muy bien —le dijo Aguilera al doctor.
—Sí, no está uno mal. Y eso que ha pasado uno de los setenta. ¿Y usted?
—Yo, trampeando malamente. Me han jubilado. ¿Usted no vive en Madrid?
—No, yo vivo en un pueblo en el Mediodía.
—Así que está usted de paso.
—Sí. ¿Qué se hizo de aquella gente que se reunía aquí hace más de treinta años?
—Figúrese usted. Los que no han muerto han cambiado con el tiempo. Ahí, en el Círculo de Bellas Artes, donde yo suelo ir a pasar el rato, viene Golfín, que estuvo en América y se casó con una mujer con algún dinero, y él me da noticias de los amigos de entonces. Romero, Romerito, salió del presidio y sigue haciendo su vida habitual como si tal cosa. Va a la Bolsa y nadie le recuerda nada.
—¿Y el comandante Lagunilla? ¿Se acuerda usted de él?
—Sí, hombre. El comandante Lagunilla no quedó muy bien, según se dijo, en un ataque de los moros en nuestra zona. Al volver a Madrid se encontró con que su fama había cambiado de tal manera que los que antes le elogiaban exageradamente sin conocerlo y porque sí, después le denigraban, le ponían por los suelos y le volvían la espalda. Entonces marchó de nuevo a Marruecos a buscar el prestigio, y en una acción se puso en primera fila, le hirieron en el vientre y murió desesperado, clamando contra sus antiguos amigos madrileños, que le habían impulsado indirectamente a hacer una heroicidad absurda.
—¡Pobre hombre!
—Sí, fue víctima de la popularidad.
—¿Y de Dobón, qué se sabe?
—Dobón, el nietzscheano, es ahora un buen católico. Carlos Hermida que durante algún tiempo pareció hombre importante y ministrable y llegó a senador, quedó relegado al olvido, y ya no es más que un viejo lelo y estúpido, que en su casa, ante su mujer y su hija, hace de mayordomo.
—¿Y de aquellas damas que andaban por aquí por los jardines, se sabe algo?
—Lola la Valkiria, la que se desafió con otra y pretendía ser aristócrata, ya muy vieja, vivía estos años pasados en los hoteles haciendo trampas, y cuando tenía una cuenta grande se escapaba, dejando unos baúles llenos de piedras o de botellas vacías. Al fin la recogieron y la llevaron a un asilo.
—¿Y aquella chica que fue medio novia de Thierry, Josefina Cuéllar?
—Ésa tiene una gran posición; vive en el campo, en una finca, y parece que tiene muy mal genio y está muy gorda.
—Ya se lo pronosticaba yo a Thierry —dijo Guevara.
—Pues ha sido usted un buen profeta.
—¿Y de aquella muchacha, la Patro, que estuvo liada con Thierry, se perdería el rastro?
—No; se casó relativamente bien, y por ahí anda.
—¿Y el hijo era de Thierry?
—Decían que se parecía mucho a él.
—¿Y qué fue de ese chico? ¿Vive?
—Sí; parece que lo llevaron a América, y que allí vive, y que es ingeniero como su abuelo.
—¿Y la Villacarrillo?
—Pues ésa ha muerto hace poco en una epidemia de gripe. Estaba todavía muy joven de aspecto.
Al subir por la calle de Alcalá, Aguilera se detuvo en el nuevo Círculo de Bellas Artes.
—En esta pecera me tiene usted por las tardes —dijo el antiguo periodista señalando uno de los ventanales del edificio.
Subió el doctor Guevara por la calle de Alcalá, llegó a la Puerta del Sol, y al cruzarla se encontró con Dobón, muy viejo y muy canoso. Se saludaron.
—¡Hombre, qué casualidad! —dijo Guevara—. Acabo de dejar a Aguilera y le encuentro a usted.
Dobón le dio nuevas noticias de los antiguos amigos: todavía sentía odio por Carlos Hermida, a quien pintaba como un perfecto miserable. Matilde Leven había ido hacía años a vivir a Inglaterra, se había distinguido como escritora y sufragista y casado con un político inglés.
La Silvestra estaba viuda, y su hijo mayor, Manuel, ganaba mucho dinero de contratista. Don Antolín, el cura, le llevaba las cuentas. Respecto al doctor Montoya, era uno de los médicos más afamados de Madrid.
Itzea, octubre 1933.