Camino del cementerio del Este, una mañana fría de enero, una mañana madrileña clásica, con nieve en las hondonadas, se puso en camino la comitiva.
Marcharon el coche de muerto y otros cinco detrás. En el primero de éstos, del señor Benigno, el amigo de Thierry, iban el cura don Antolín, el doctor Guevara y el doctor Montoya; en el segundo, el jesuita vasco y Alfredísimo; en el tercero, Aguilera, Dobón y Golfín; en el cuarto, Beltrán con el chico mayor, don Clemente y Vega, y en el último, la Patro con su hermana Amparo y el pintor Díaz del Pozo.
El campo estaba desierto; pasaba alguna vieja arropada con su mantón por el camino, algún carromato destrozado iba dando barquinazos en los pedruscos y en los baches, y algún perro famélico husmeaba y buscaba los huesos en los montones de basura.
A lo lejos silbaba el tren y dejaba en el aire una nube de humo negra.