Thierry tenía en su gravedad momentos lúcidos. Se enteraba de todo y preguntaba una porción de cosas.
—¿Está sucia la nieve? —preguntó un día.
—Sí —le dijo Beltrán.
—Ya no quiero verla.
La nieve, tan blanca y tan pura, se había convertido en una cosa negra, amarillenta y sucia. «Así había pasado en su vida», pensó Thierry.
Después les volvió a encargar a Beltrán y a Silvestra que cuando muriese no le quitaran el medallón con la miniatura de su madre y le pusieran el retrato de Concha sobre el pecho.
—Descuide usted —le dijo Beltrán.
El poeta, como decía Montoya, se moría con dignidad. El doctor había sospechado que iba a dar notas lacrimosas y lamentables.
—Yo no le tengo miedo a la muerte —decía Thierry—; en tal caso, le tendré algún miedo al momento de morir, pero cada vez menos.
—La muerte no es dolorosa nunca —aseguraba el doctor.
—Cuando venga el momento, no me deje usted sufrir demasiado.
Montoya le había prometido que si le veía inquieto y mal le daría la morfina necesaria.
Don Antolín, en un momento lúcido del enfermo, le preguntó:
—¿Y de iglesia?
—Nada.
—¿No te quieres confesar?
—No; ya me he confesado varias veces contigo. ¿Qué quieres que te diga de nuevo?
—¿No tienes ni siquiera deseos para después, encargos que hacer a los amigos?
—Ninguno. El mausoleo o el muladar para estos huesos ridículos me da lo mismo. Un pie de tierra encima es una buena manta.
—¡Quién iba a pensar, chico, que esto acabaría así!
—Ya se sabe. Todo acaba así. Amores, y luchas, y glorias, todo pasa. Lo que no falla es la muerte.
—¿Pero no deseas nada?
—Nada. Lo único que deseo es que esto termine pronto.
Thierry fue acabando tranquilamente en una soñolencia dulce. Una mañana con un sol pálido concluyó. El viejo francés que tocaba en la calle en una cala de música antigua acompañó su muerte con una romanza sentimental.
Se le llamó a don Antolín de prisa, quien le dio la extremaunción y rezó con fe delante de su cadáver.
Cuando la Silvestra y Beltrán le vistieron y le pusieron en el cuello el medallón de su madre y el retrato de Concha Villacarrillo en el pecho, don Antolín quiso quitar el retrato de Concha, pero ni Beltrán ni la Silvestra lo consintieron.
Don Clemente, el pintor Díaz del Pozo y el policía Vega estuvieron velando el cadáver.
Al ver el retrato de Concha, Demetrius el becqueriano recitó una de las rimas de su autor favorito, dirigiéndose a la dama y colocándose él en el lugar del enamorado ya muerto:
Con las horas, los días; con los días,
los años volarán,
y a aquella puerta llamarás al cabo.
¿Quién deja de llamar?
Allí, donde el sepulcro que se cierra
abre una eternidad,
todo cuanto los dos hemos callado
lo tenemos que hablar.