LXXI

El doctor Montoya solía decir, cuando iba a visitar al enfermo:

—Como todos los tuberculosos, vive en un mundo de ficciones. Es muy difícil el saber por qué esta enfermedad del sistema respiratorio da tanta confianza y tanto optimismo y, en cambio, un padecimiento del aparato digestivo produce tristeza y melancolía.

—Él se siente alegre —decía Beltrán—. Antes hablaba riendo de que tenía los pulmones comidos por las ratas.

—Es muy posible que lo dijera y no lo creyese.

La verdad era que lo creía, y estaba convencido de su muerte próxima. Pensaba también que el poco dinero que tenía iba a agotarse de un momento a otro, y que un día cualquiera irían a llevarle al hospital. No le importaba gran cosa.

Una vez preguntó a Silvestra:

—El dinero no se acaba. ¿Cómo tenéis dinero?

—Nos ha tocado la lotería —le contestó la Silvestra, por decir algo.

—¿Es posible que la lotería toque alguna vez?

—Ya ve usted que sí.

—Bueno; no gastéis todo conmigo. Dejad para los chicos.

—No gastamos sólo con usted. No tenga usted cuidado.

—Vosotros sois capaces de gastarlo todo en medicinas para mí. Antes que nada son los chicos.

La Silvestra salió del cuarto llorando y fue a contar a Beltrán lo que decía el señorito. Beltrán movió a un lado y a otro la cabeza, como lamentándose de que una buena persona tuviera que ir al otro barrio, cuando había tanto mentecato y tanto gamberro que estaba sano y fuerte en el mundo.

Thierry se hipnotizaba contemplando el retrato de Concha, vestida de gran dama, y le hablaba en voz baja y lo besaba.

—Mira aquí a Jaime enfermo, solo, febril, moribundo, desangrándose. Si hay otra vida, tú me acogerás.

Jaime iba teniendo visiones en su delirio, y pasaban por su imaginación las figuras de sus amigos y de las mujeres de quien había estado enamorado.

—Es absurdo —decía—. A veces me parece que oigo un coro de ángeles que me llama.

Una vez preguntó a la Silvestra:

—¿Ha venido ella, verdad?

La Silvestra quedó parada, si saber qué contestar.

—Sí, ha venido; la he oído. No la habréis dejado pasar para que no me viera en un estado tan lamentable.

—Sí; es verdad.

—Habéis hecho bien.

El cerebro de Thierry era como una linterna mágica, que daba imágenes sin orden ni concierto; tan pronto brotaba en él un recuerdo de la juventud de Nueva York como uno de la infancia en el pueblo de Castilla, o una canción de marineros de San Francisco de California.

Este carácter heterogéneo de impresiones de la retina y del oído le producía un desdoblamiento de la personalidad, y un Thierry era como el espectador de las extravagancias del otro.

Una mañana, que estaba más despejado de fiebre que de ordinario, tuvo una explicación con Montoya sobre su muerte.

—¿No le preocupa a usted, como escritor, la posteridad? —le preguntó el médico.

—¡La posteridad! ¿Qué me importa la posteridad? Eso no es nada.

—Pero, hombre, antes no pensaba usted así.

—Ha vivido uno lo más intensamente posible. Se acabó la salud, se acabó el dinero, se fue la mujer. No vale la pena de vivir. Ha venido el punto final. Está bien.

—No veo por qué esa indiferencia; todavía puede usted reaccionar.

—Aunque me arreglara usted el cuerpo y pudiera usted restaurarlo para que viviera unos meses o unos años, ya no sabría qué hacer. Soy como un muñeco al que se le ha roto el resorte. No crea usted que estoy para declamar literalmente contra la vida, no. Si tuviera un pequeño objeto, querría vivir; pero ya no tengo ninguno. Lo único que deseo es que esto termine lo más pronto posible.

Thierry seguía en un estado sombrío y melancólico, como dominado por un pensamiento, por un enigma que quería resolver. Hablaba muy poco y estaba hecho un verdadero esqueleto.

A la Silvestra y a Beltrán les había encargado que cuando muriese le pusieran el retrato de Concha en el pecho y lo enterraran con él. También quería que le dejaran la miniatura de su madre, que llevaba en un medallón colgado del cuello.

—No tenga usted cuidado —le dijo llorando la Silvestra—, así se hará.