Thierry había vuelto del viaje con un catarro bronquial, que en su estado tenía que ser gravísimo. Ya no escupía sangre clara, sino sangre negruzca. A pesar de ello, se mostraba completamente indiferente.
La aventura de Thierry indignó a los de la casa, y sobre todo al doctor Montoya.
—Usted lo ha querido —le dijo Montoya.
—Ya lo sé. Lo siento más por usted que por mí, porque iba usted a lucirse conmigo.
La Silvestra echaba pestes contra la marquesa de Villacarrillo. La llamaba egoísta, perra, mala mujer sin entrañas.
A las reconvenciones de los unos y de los otros, Jaime contestó varias veces:
—Ya no me importa morirme. No tengo nada que hacer aquí.
Los días siguientes de llegar, Jaime tuvo mucha fiebre. El doctor Montoya indicó que sería mejor bajar al enfermo al salón, que era un cuarto amplio y que se podía calentar algo encendiendo la chimenea.
Se hizo así, y Thierry fue trasladado al cuarto que antes era su despacho.
De pronto adquirió un aire resignado y trágico.
Beltrán y la Silvestra estaban allí constantemente, y solían llevar a los chicos para que vieran al enfermo.
Los chicos querían ir.
—No los acerquéis a la cama —decía Jaime—. Que no vengan aquí estos niños. Se pueden contagiar. Sobre todo que no venga Silvia.
A pesar del fuego encendido en la chimenea, hacía frío, porque el invierno se presentaba muy crudo.
Thierry miraba por los cristales el cielo pálido y frío y el Guadarrama nevado, medio oculto entre nubes. En la colección de romances que le había dejado el doctor Guevara, había uno que recordaba:
Las sierras del Guadarrama
obscuras nubes cubrían
y coronando los montes
triste invierno prometían.
Algunos días las mariposas blancas de la nieve revoloteaban delante del mirador.
Thierry tenía la sensación de que acababa él y acababa el mundo. Una noche saltó de la cama y quemó en la chimenea sus dos manuscritos, Las Metamorfosis y Las Revelaciones indiscretas.
—No pensemos en tonterías —dijo en voz baja, como si hablara a alguien que estuviera en el cuarto.
Tres o cuatro días después vino el jesuita que había estado en Inglaterra y en los Estados Unidos, y apareció también Alfredísimo con el administrador de Villacarrillo, que habló con Beltrán y con la Silvestra y les dijo que le advirtieran lo que se necesitaba.
Un anochecer se presentó la Patro con su hermana Amparo y un niño. La Patro llamó a la Silvestra y estuvo hablando largamente con ella. La Patro había tenido un chico. Decía que de Thierry. Quería verle a Jaime y mostrarle su hijo.
—Ahora no le puede usted hablar de eso —le dijo la Silvestra.
—¿Por qué?
—Porque no la entenderá siquiera. Se encuentra muy enfermo. Además, no tiene un cuarto. Hay un señor, amigo suyo, que viene aquí y nos da el dinero para ir tirando. Si tuviera algo que disponer le hablaríamos; pero el pobrecito no tiene nada. Si se le habla de eso, yo creo que hasta se puede morir.
—No; entonces no diré nada por ahora.
—Aquí tenemos las señas de su padre en América, y le puede usted escribir.
Después la Silvestra cogió en brazos el niño de la Patro y le besó con entusiasmo.
En esto entraron el pintor Díaz del Pozo y el Veguita en el cuarto y salieron al instante.
—Este hombre está muy malo —dijo el policía—; a mí no me ha conocido. Yo creo que tiene para muy poco tiempo.
La Patro se echó a llorar, y se marchó de casa.
Thierry vivía aquellas horas ensimismado, atento a una porción de detalles pequeños.
Veía caer los copos de nieve que iban posándose sobre las lomas lejanas, sobre los tejados y las cornisas. El viento les hacía girar en rondas, en un vértigo perturbador. Un farol desvencijado, que salía de la esquina de la casa de enfrente, con su caperuza de nieve, daba una impresión de tristeza y de desolación.
Jaime pensaba que la Muerte andaría rondando con su guadaña, segando la vida de los enfermos y de los viejos.
Al atardecer contemplaba con gran interés el farol de gas, que brillaba mortecino en la esquina; las casas, pobres y grises, a la luz del crepúsculo, y los cipreses, negros y puntiagudos, en el horizonte de acero.
El ver desde el mirador estos árboles del cementerio de San Martín le parecía un consuelo.
«Me gustaría ir ahí —pensaba—; pero, después de todo, ¿qué importa este rincón o el otro?»