LXVIII

La Nochebuena se celebró días después, bastante alegremente, en casa de Thierry.

En el despacho se hizo una gran hoguera, y se reunieron Beltrán, su mujer y sus chicos, don Antolín, don Clemente, el pintor Díaz del Pozo y el Veguita. Ninguno de éstos tenía familia. Eran, según frase de don Clemente, como perros vagabundos. Don Clemente vino con dos botellas de vino que le habían regalado, y Veguita con unas latas de langosta en conserva.

Después de cenar con buen apetito, los chicos alborotaron y cantaron. Beltrán trajo su guitarra.

La pequeña Silvia recitó la canción de los pajaritos de San Antonio de Padua y su novena, que tenía como estribillo:

Humilde y divino Antonio,

rogad por los pecadores.

La Silvestra, que no tenía gran sentido místico, cantó, acompañándose de la pandereta, algunas canciones populares bárbaras y poco respetuosas, con su voz aguda de lugareña:

En el Portal de Belén

hay un hombre haciendo gachas,

con la cuchara en la mano

repartiendo a las muchachas.

San José bendito,

¿por qué te quemaste?

Viendo que eran gachas,

¿por qué no soplaste?

Otra de las copias del mismo género que ésta era la siguiente:

En el Portal de Belén

hay un nido de ratones,

y al pobrecito José

le han roído los calzones.

Beltrán, que sin duda tenía un sentimiento un poco más poético y más melancólico de la fiesta, cantó:

La Nochebuena se viene,

la Nochebuena se va,

y nosotros nos iremos

y no volveremos más.

El Veguita contó una historia de falsificadores en que había intervenido el célebre Mariano Conde. Demetrius el becqueriano recitó con mucho sentimiento varias rimas de su autor favorito.

Jaime le preguntó a don Antolín qué hacían las viejas espiritistas del barrio de la Guindalera.

Cuando el cura explicó cómo a las viejas ocultistas y magas las iba convenciendo y llevándolas por el buen camino, lo que era casi un milagro, Beltrán replicó con un cuento de su tierra:

—Era un hortelano —dijo— que tenía un nogal que no le producía nunca nada. En vista de ello, cogió un hacha y lo cortó. Un cura amigo suyo, que necesitaba una imagen en su iglesia, se lo pidió y lo llevó a casa de un tallista para que lo esculpiera. Cuando estuvo terminado, el cura invitó al hortelano a que viera al santo tan majo en un altar de la capilla. El hortelano contempló atentamente la imagen y luego dijo:

En mi huerta te criaste,

tu fruta nunca la vi:

los milagros que tú hagas,

que me los claven aquí.

—Éste es como Sancho Panza —replicó don Antolín riendo—: todo son refranes y dicharachos.

Jaime se acostó aquella noche un poco inquieto y febril. Tardó en dormirse; oyó cantos en la calle. Soñó luego que se encontraba en un manicomio, donde había hombres y mujeres con cabeza de animales, bajo las cuales adivinaba personas conocidas. Con grandes esfuerzos separaba a unos y otros y llegaba hasta una puerta maciza. Al intentar salir, un grupo de personas, entre ellas Villacarrillo, le decían en voz baja: «Para salir de aquí hay que contestar a nuestras preguntas; somos médicos».

Él, aterrorizado, se detenía sin saber qué contestar, y en esta situación un empleado le decía: «Salga usted; éstos no son médicos, sino locos».

Al despertar tuvo un estremecimiento de terror, que le duró largo tiempo. Después reaccionó y pensó que siguiendo aquella vida solitaria se iba a trastornar por completo. A él le convenía la agitación y la lucha y afrontar el peligro cara a cara.