La ausencia de Concha se prolongaba. Las cartas se iban haciendo cada vez más espaciadas. Thierry se enteró por Alfredísimo, que conocía al administrador de Villacarrillo, que Concha comenzaba a entregarse a la iglesia y que vivía en su casa un jesuita que le aconsejaba. Jaime estaba de nuevo bajo la dictadura despótica del doctor Montoya. Se iba quedando sin un cuarto. Había firmado letras y no las podía pagar y debía a mucha gente. Tuvo que recurrir varias veces a la usurera del barrio, a doña Paquita, que vivía miserablemente en la casucha próxima, y de quien se decía que tenía millones.
La mujer de don Florestán del Rayo fue a visitarle, y al verle tan acabado y tan decaído se sorprendió. La Silvestra, siempre muy lagarta, le habló de que a su señorito le habían engañado, y la mujer de don Florestán dijo que siempre que estuvieran en una extrema necesidad recurriesen a ella.
Beltrán y la Silvestra intentaban convencer al enfermo de que no fuese al centro de Madrid ni viese a sus conocidos, pues no hacía más que disparates. El doctor Montoya le permitía salir de casa a las horas de sol y pasear por los alrededores con don Clemente, con el pintor Díaz del Pozo y con el Veguita; cuando no iba con ellos, iba con Manolín.
Thierry solía repetir con frecuencia:
—Para vivir sin entusiasmo y sin pasiones no vale la pena.
Don Clemente intentaba convencerle de que tanto una cosa como otra eran tonterías sin importancia, y que la vida era como un ejercicio de gimnasia, que había que realizarlo hasta el final mirando cara a cara a la muerte y no dándole importancia.
—Uno es una hoja seca caída del árbol. Esto no le conmueve a la naturaleza ni le importa a nadie nada.
Thierry se sentía aplastado, triste, con una tristeza pasiva.
—Este hombre ha quemado toda su esencia vital en poco tiempo, y aunque se cure quedará ya apagado para siempre —decía Montoya.
Si hubiera podido y hubiese tenido fe habría hecho como el pianista pamplonés del café de los Artistas, que, por lo que decían, había ingresado en un convento de Burgos.
Thierry dormía mal. Se pasaba horas y horas cansado, agotado por el insomnio, y sólo lograba conciliar algunas horas de sueño muy entrada la mañana. Conocía todos los ruidos del barrio, el canto de los gallos a la madrugada, el paso de los carros de los basureros, el grito de los vendedores ambulantes, la campana lejana de la iglesia, la voz de los que anunciaban los periódicos. Muchas veces le despertaba un viejo mendigo francés, ciego, que tocaba en un organillo antiguo dos o tres melodías sentimentales. Después, por la mañana, oía las conversaciones de Beltrán y de la Silvestra, los gritos de los chicos y los martillazos que daba el carpintero en su taller. Tenía alternativas de depresión y de indiferencia.
—Todavía tiene fuerza y reserva —aseguraba Montoya—; si no hace alguna barbaridad y pasa el invierno bien, luego se le puede mandar al monte, y ¿quién sabe?
Thierry se preocupaba mucho de los gastos de la casa, y le decía a la Silvestra que, si no tenían para sostenerle, lo mejor era que lo llevasen al hospital. Otras veces se lamentaba amargamente de que Concha le abandonase, y hacía proyectos un poco absurdos de presentarse en su pueblo.
—Señorito, no haga usted disparates —le decía la Silvestra—. ¡Qué diría su pobre madre! Esa mujer volverá, porque le quiere a usted… no le quepa a usted duda…; ella vendrá de nuevo aquí y se entenderán ustedes.
—Yo creo que no viene.
—¡Sí, hombre, no ha de venir! No sea usted tonto…; ella viene porque le ha tomado a usted ley.
El cura don Antolín, dando puñetazos en la mesa y diciendo palabrotas, le exhortaba a ser hombre. Don Clemente, Díaz del Pozo y el Veguita le recomendaban que tuviera energía.
Un día se presentó Alfredísimo en compañía de un eclesiástico elegante, amable, mundano, a visitar a Jaime. Alfredísimo se mostró muy apenado al saber que Thierry estaba enfermo, y se ofreció para todo. El otro era un jesuita vasco; había vivido en Inglaterra y en los Estados Unidos, conocía a Concha Villacarrillo. Venía seguramente enviado por ella.
El jesuita, hombre bajito, de ojos claros, simpático, debía de saber sus relaciones con Concha. Hablaron los tres largamente de las personas conocidas, y sobre todo de los Villacarrillo. Alfredísimo decía que el marqués era de muy buen corazón; quizás equivocado en muchas cosas, pero de excelentes sentimientos.
—Me parece absurdo que un hombre que puede ser algo, como usted, pierda la vida y la juventud pegado a las faldas de una mujer —le dijo el jesuita.
Thierry le escuchó atentamente, dándole muchas veces la razón.
Se despidieron Alfredísimo y el jesuita con muestras de afecto, y dijeron al marcharse:
—Hasta pronto.