LXVI

Volvió de nuevo Concha Villacarrillo a Madrid. A la vuelta de su viaje Jaime notó en ella, sobre todo con relación a sus amores, un fondo de cansancio y de languidez. Concha estaba, sin duda, aburrida de cartas de quejas, de protestas y de reconvenciones. A las palabras de Thierry contestó:

—Mira, chico, yo estoy cansada de esta vida inquieta. No me dejas en paz. Estoy deseando hacerme vieja y vivir tranquilamente para mis hijos.

—A mí no me puedes abandonar así. Yo te quiero y tengo también mis derechos —replicó él.

—No me vengas con estupideces, Jimmy. ¡Basta ya!

—¿Quieres dejarme?

—Sí. Si lo tomas así, quiero dejarte. Vete de mi lado. Yo he tenido la mala suerte de tener un marido loco. Cuando me vi abandonada y despreciada por él, lo que debí haber hecho era romper con la gente y marcharme a un rincón con mis hijos, con lo cual en este momento estaría con la conciencia tranquila y sin el temor de que un día mis hijos se avergüencen de su madre.

—Pero entonces, ¿yo no soy nada para ti?

—Nada.

Jaime se quedó parado, sorprendido, y de pronto comenzó a llorar como una criatura.

—¡Vamos, Jimmy, no seas loco! Ya sabes que no es verdad; que también te quiero.

Concha dijo esto como quien desea contentar a un niño, en parte asombrada de la debilidad de Thierry, que antes blasonaba de insensible y de fuerte.

Cuando se tranquilizó, Jaime preguntó a Concha:

—¿Yo podría ir a vivir a tu pueblo? ¿No te parece?

—No; por ahora, no.

—¿Por qué? ¿Por tu marido?

—No, mi marido no te odia. Es tan raro…

—Pues ¿por qué?

—Porque provocarías el escándalo en seguida; riñas, locuras, reconvenciones…; no puede ser… yo vendré a Madrid siempre que pueda, y te prometo que si tú no haces tonterías te llevaré también al pueblo.

Thierry vivía en un estado anómalo: tenía con frecuencia fiebre, y una de sus mejillas aparecía entonces con una roseta encendida.

Se acentuaba en él la disociación de la personalidad, perdía el sentido de lo real y se encontraba cada vez más hundido en un estado angustioso. Le perseguía la melancolía, y no sabía si estos estados melancólicos eran algo ya inevitable para él, consecuencia de su enfermedad, o si muchas veces él mismo los provocaba estúpidamente.

Cuando iba a ver a Concha, ella le decía:

—Estás flaco, chico; cuídate.

Le aconsejaba que fuera a ver algún médico bueno; si quería, ella misma le recomendaría al de su familia.

Thierry no quería ocuparse de su enfermedad. Sobre todo cuando hablaba con Concha le parecía que hablar de esto era en ella un subterfugio, una manera de desviar la conversación del punto para él trascendental, que era el porvenir de su amor.

Concha se mostraba tan serena, tan maternal, tan risueña, que la idea de perderla le aplanaba y le obsesionaba a Thierry. Él lo comprendía demasiado; aunque ella le tenía cariño, estaba cansada de la turbulenta tragedia de sus amores. Concha deseaba vivir tranquila y dedicarse únicamente a sus hijos.

Pasado un mes, Concha se dispuso a marcharse. Se iba de nuevo. El marido, dominado a última hora por un deseo de vivir con pulcritud, había hecho las paces con su mujer, reconociendo sus errores, que dieron origen a los desórdenes de la vida de los dos. Él le había rogado, en nombre de sus hijos, que fueran a vivir juntos unos años a la finca y olvidaran completamente el pasado.

—¿Y vas a ir? —preguntó Thierry.

—No tengo más remedio. Lo hago por mis hijos. Por mis hijos lo haré todo.

Jaime estaba consternado. Presentaba sus argumentos, que no tenían muchas variaciones, porque siempre giraban sobre el mismo tema de que él la quería y ella no le podía abandonar.

—¿Me vas a decir que le quieres a tu marido? —dijo con una rabia infantil.

—Pues, sí, también le quiero. Tengo compasión de él.

Cuando se marchó Thierry a su casa estuvo llorando toda la noche. La marea bajaba en su espíritu, dejando el fondo de miseria, de debilidad y de cieno al descubierto.