LXV

Una tarde en que Thierry se sentía relativamente fuerte, se encontró, antes de llegar a casa, con Alejandro Dobón.

—¡Pero, hombre! ¿Qué haces? —le preguntó Dobón—. ¿Es que has estado enfermo?

—¡No! ¡Ca!

—Tienes mucho mejor aspecto que antes.

—Estoy cansado de la gente.

—¿A qué te dedicas?

—Estoy escribiendo.

—¿Libros?

—Sí.

—¿Qué? ¿Novela? ¿Poesía? ¿Crítica?

—Ya veremos. ¿Qué hacen los conocidos?

—El Hermida ha resultado un perfecto miserable.

—Sí, no me choca. Es un egoísta. ¿Qué se sabe de él?

—Ha explotado a una pobre chica, que era novia suya.

—¡Ah, sí! La conozco; una chica medio inglesa, muy inteligente, que se llama Matilde y estudiaba para maestra.

—Esa misma. Ella le escribía los artículos y cuentos que firmaba él; ella también le tradujo comedias, que algunas se han representado. Él la decía que iba a casarse con ella y hasta le pidió dinero, y ahora le ha dado el puntapié y va a casarse con una vieja rica. Es un cochino.

—No sé por qué, pero no me choca.

—A mí, sí.

Dobón, al parecer, contaba la historia a todos los conocidos; pero no conseguía nada, porque la mayoría consideraba a Carlitos Hermida como un chico simpático, de buenos sentimientos y de buen corazón.

—Egoísta. ¡Psé! Todos lo somos —decían algunos.

Dobón convenció a Thierry de que no debía estar aislado, y fueron los dos al centro.

Entraron en el café de Fornos y se encontraron con Golfín. Éste vaciló en acercarse, porque suponía a Thierry muy incomodado con él; pero Jaime ya no se acordaba para nada de El Bufón y de su historia. En vista de que Thierry le saludaba sonriente, se acercó y estuvieron hablando los tres. Pasado algún tiempo, Golfín sacó el reloj, lo miró y dijo:

—Estoy citado con unas muchachas en un colmado, medio taberna, de la calle de la Paz. Si queréis, os convido.

—¿Tienes cuartos? —preguntó Dobón.

—Sí. Se hacen combinaciones.

—¿Quiénes son esas muchachas? —dijo Thierry.

—Son dos institutrices extranjeras, amigas de una chica que tiene relaciones conmigo.

—Relaciones poco formales —dijo Dobón.

—Naturalmente. Las he convidado a cenar, y han aceptado. Si venís vosotros, mejor; tendrán así con quien hablar.

—¿Vamos? —preguntó Dobón a Thierry.

—Vamos.

Salieron los tres y fueron a la Puerta del Sol, y de aquí a la calle de la Paz. Entraron en el colmado, medio taberna, subieron al piso entresuelo y se sentaron delante de un balconcillo. Pidieron una botella de vino blanco, y mientras la bebían aparecieron la española y las dos extranjeras: una prusiana, rubia, basta, fuerte, con la cara un tanto juanetuda; la otra, medio dinamarquesa, del Schleswig Holstein, delgada y pálida. Ésta, de aspecto distinguido, se hallaba un poco marchita; tenía el pelo rubio, arrugas alrededor de la boca, que la envejecían, y ojos azules y cándidos, de una expresión alucinada.

La española era una morena muy expresiva y graciosa, pero no guapa.

Se sentaron los seis, y trajeron la cena. La española se puso a hablar y a recriminar a Golfín porque había faltado a una cita. Dobón comenzó a hacer preguntas a la alemana rubia, fuerte y juanetuda, acerca de Nietzsche, y Thierry habló con la danesa delgada y pálida.

A Dobón y a la alemana se les oía divagar constantemente acerca del superhombre, del cristianismo y de la moral de los esclavos. Ninguno de los dos decía nada muy original. La alemana lanzaba a cada paso admiraciones con un ¡Aj! explosivo.

A las pocas palabras que la dinamarquesa cruzó con Thierry supo que ella estaba en casa de una amiga de Concha de Villacarrillo. Conocía a la alemana institutriz de los niños de Concha. Cuando dijo su nombre, la danesa exclamó:

—¡Ah! ¿Así que usted es Jimmy Thierry?

—El mismo.

—Se ha hablado mucho de usted en mi casa.

—¿Probablemente mal?

—Mal y bien; de todo ha habido; pero siempre se le considera a usted como un hombre de suerte. El ser amigo de una mujer como la marquesa no es cosa que esté a la altura de cualquiera.

—Y, sin embargo, ya ve usted; yo soy, a pesar de eso, un hombre desgraciado y, quizá, si hubiera ido a vivir con una chica menestrala o con una criada, sería más feliz.

—¡Ah, claro! Es muy posible. La felicidad no se puede saber dónde se encuentra.

La dinamarquesa divagó sobre esta cuestión con cierto fondo de sabiduría. Ella también tenía una historia llena de complicaciones. Era casada, divorciada. Había estado en América del Norte y en Australia y tenía un gran afán aventurero.

Thierry, olvidado de sus achaques y de su miseria, pidió por su cuenta una botella de champaña y unas copas de coñac. Todos bebieron de más y prolongaron la sobremesa hasta las once de la noche.

Al salir del primer piso del restaurante, por un corredor, se oyeron grandes voces y gritos en un cuarto de al lado.

—¿Qué pasa? —preguntó Golfín a un mozo—. ¿Hay que avisar a la Casa de Socorro o a la funeraria?

El mozo no contestó, como si le pareciese la pregunta muy impertinente, y desapareció con una bandeja en la mano. En el mismo momento salió del cuarto del que partían las voces y los gritos un cómico, que estaba con una mujer. Este cómico, muy chulo, tenía amores con una señora que se había entusiasmado con él y le seguía a todas partes. El cómico, con una cara blanca y pecosa, de payaso, tenía una nariz de alcuza, la boca grande, de dientes desiguales y la voz chillona. Este pequeño histrión hacía en las obras del género chico papeles de tonto, de secretario de Ayuntamiento pedante, de sacristán o de hijo de boticario, siempre con una indumentaria ridícula. Sin duda, harto de hacer reír, tenía la aspiración de hacer llorar alguna vez en la calle o en el teatro. El comiquillo apareció con un aire entre fosco y amable, a tantear el terreno, para echárselas de bravo si venían bien dadas y si no achantarse la mui, como hubiera dicho Beltrán. El cómico conocía a Golfín, y le dio la mano. Luego dijo que la broma de avisar a la Casa de Socorro o a la funeraria no la hubiese tolerado él de otro, y para demostrar lo muy terne que era, sacó un puñal del bolsillo, con su vaina, y lo mostró.

—¡Vamos, anda! —le dijo Golfín—; eso es bueno para el teatro.

El cómico guardó el arma con la vaina en el bolsillo del pecho, preguntó a Golfín y a sus amigos qué iban a hacer, y les ofreció un palco para el teatro Apolo.

Salieron a la calle las tres parejas. Golfín preguntó si irían al teatro. La alemana y la danesa dijeron que no. Suponían que les podría ver cualquier persona conocida con unos jóvenes periodistas, y esto les desacreditaría.

—Hay una manera de que vayamos todos juntos, y de que, aunque las vean a ustedes hablar con nosotros, no choque —dijo Thierry.

—¿Y es?

—Tomar un palco próximo al que nos ha dado el cómico.

—Si se puede… vamos.

Se acercaron a la taquilla. El palco inmediato estaba desocupado. Decidieron que ellas entraran primero y ellos después, haciendo como que no se conocían. Les dieron el palco a las tres mujeres.

Cuando se vieron ellos solos en la calle, Golfín, que estaba ya medio borracho, dijo:

—¿Vamos a tomar una copa?

—Bueno.

—Esto va a ser la puntilla —murmuró Dobón, que era el que estaba más sereno.

Mientras la española y las dos extranjeras entraban en el teatro, ellos marcharon a una taberna de la plaza del Rey y tomaron una copa de ron.

Fue para Thierry y para Golfín como el golpe de gracia; la espuela, que dicen en algunos pueblos castellanos. Volvieron hacia el teatro ya trastornados; entraron en el palco muy comenzada la representación. Hicieron ruido al sentarse; hablaron en voz demasiado alta, sin darse cuenta, y la gente comenzó a sisear.

Se representaba una funcioncilla que conmovía al público, bastante ridículo para emocionarse con frases patrióticas dichas por una tiple vestida de soldado.

—Esto es muy malo —dijo Golfín con su voz ronca.

Una gran parte del público comenzó a sisear para imponer silencio a los alborotadores.

—¡A callarse! —gritó Thierry desdeñosamente.

El público, comenzó a protestar más; Dobón se levantó, sorprendido de la gritería, cogió una silla y, sin querer o queriendo, la tiró al suelo y sonó con gran estrépito.

Se suspendió la representación: gran parte de los espectadores salieron amenazadoramente a los pasillos. Thierry había cerrado la puerta del palco y sacado el revólver.

De pronto la danesa pálida de los ojos azules alucinados de valquiria extendió la mano desde el otro palco y le quitó el arma.

—Abra usted la puerta y no sea usted tonto —le dijo en inglés con un tono de mando.

Thierry obedeció. Un jefe de policía se les acercó, y tomándolos como borrachos los llevó por un pasillo y después por unos corredores a la calle y de aquí a una Delegación, donde tuvieron que dar los nombres y las señas de su casa, y los dejaron en libertad.

Golfín, más hábil que los otros dos, dio un nombre falso y unas señas igualmente falsas.

Cuando al día siguiente Thierry le contó a Beltrán lo que había ocurrido, y cómo le echarían una multa, el farolero le dijo:

—¡Bah! No haga usted caso y déjemelo usted a mi cuenta. Que echen multa si quieren. La pagará el nuncio de Su Santidad, si le parece, pero usted no la pagará, ni yo tampoco.