Con el tratamiento, Jaime empezó a mejorar y a engordar un poco. Como le convenía pasear y tomar el sol, se decidió que Manolín, el hijo mayor de Beltrán, le acompañara en sus paseos.
Marchaban los dos por los alrededores, por las orillas del Canalillo, por delante de los cementerios de San Martín y de la Patriarcal; recorrían la Moncloa, El Prado y la Dehesa de Amaniel. También cruzaban los campos, desde los Cuatro Caminos al barrio de la Prosperidad y de la Guindalera.
Thierry se aburría. Empezaba a tener cierta fobia por el doctor Montoya y por su despotismo médico.
—Voy a alquilar una choza y a meterme allá para que no me vea nadie.
Con este motivo iba con Manolín a ver los chamizos y hoteluchos desalquilados de las afueras. Preguntaba cuánto era el alquiler, pedía las llaves y visitaba aquellas casas estrechas, mezquinas, con aire de lugar de escenario de algún crimen entre gente miserable y siniestra.
Beltrán convenció a Thierry de que para distraerse debía ir a su taller de carpintería y ayudarle en los trabajos que no exigían fuerza. Así lo hizo y comenzó a pasar los días mejor.
También tradujo al inglés algunos artículos pintorescos sobre la España de la pandereta, que le pagaron bien en revistas americanas, y del inglés al castellano vertió algunas notas médicas para el doctor Montoya, que se lo agradeció mucho.
Después del trabajo en la carpintería, Beltrán empezó a dar a Thierry lecciones de guitarra.
—Lo que me ha perdido es el dinero —decía Thierry—. Si hubiese tenido que trabajar para vivir, habría vivido mejor. Creo que el trabajo es lo único decente de la vida. Lo demás, no vale nada.
Don Antolín, con fines de proselitismo religioso, le llevó el libro Ejercicios de Perfección, del padre Alonso Rodríguez. Thierry lo leyó con atención y con gusto.
—¿Qué te parece? —le preguntaba el cura.
—Quitando la base religiosa, que me parece falsa, lo demás está muy bien.
El cura se escandalizaba y le llamaba impío y hereje.