Concha Villacarrillo se marchó de nuevo a su finca dejando a Thierry como alma en pena. Al poco tiempo cayó enfermo con un catarro muy fuerte, tuvo fiebre y escupió varias veces sangre. Era una sangre muy clara, de color sonrosado, y Thierry decidió que aquello no tenía importancia, que era de la garganta.
Esto ocurría al final de las guerras coloniales; todos los días había noticias de sensación.
Thierry se exaltaba y se ponía furioso contra los yanquis y no pensaba para nada en su enfermedad. La Silvestra y Beltrán le recomendaban continuamente que llamara al médico, pero él no hacía caso. Beltrán, curioso siempre por las enfermedades y las cuestiones de medicina, supuso que aquello que tenía el señorito era sencillamente la tisis.
Beltrán trajo para que viera al enfermo a un médico joven, profesor clínico del hospital, el doctor Montoya, a quien conocía.
Montoya era hombre serio y de aspecto frío, rubio, de cara redonda, bigote corto, labios gruesos y anteojos.
El médico reconoció a Thierry dos o tres veces, unas poniéndole la oreja en la espalda y en el pecho, otras con un estetóscopo rígido y con un aparato de goma.
El doctor Montoya no le dijo a Thierry cuál era su enfermedad. Le puso un plan riguroso y habló a la Silvestra, a su marido y a don Antolín para que le vigilaran. El plan consistía en sobrealimentación, en dormir con el balcón abierto y en tomar perlas de creosota y sellos de tanino.
Montoya comenzó a ir con frecuencia a casa de Thierry. Éste le interesaba como caso clínico y psicológico.
Sostuvieron los dos largas conversaciones sobre todo lo divino y lo humano.
El médico tenía, indudablemente, una vida interior muy activa; leía mucho y obraba siempre por razón, no por sentimiento. De ideas revolucionarias, deseaba un cambio político y al mismo tiempo hacía el esfuerzo necesario para adaptarse al ambiente de la época.
Esta sensatez irritaba a Thierry.
Montoya era muy estudioso, concienzudo y sabio, poco social, amigo de aislarse. No le gustaba destacarse de primera intención en una tertulia. Tenía poca confianza en sí mismo y menos en los demás, y parecía orgulloso a causa de su alejamiento de la vida común.
A pesar de sus buenas condiciones y de su honradez, el doctor no juzgaba siempre bien los sentimientos y las ideas de los otros. El punto de vista de los demás no lo podía tomar ni aun siquiera por deporte.
Para él la bohemia, la vida irregular de los escritores y artistas no era solamente una cosa antihigiénica y absurda, sino algo despreciable y ridículo.
Varias veces discutieron el médico y el enfermo un punto extraño: si el hombre mejoraba o no en la vida de sociedad. Montoya estaba inclinado a creer que sí; Thierry afirmaba rotundamente que no.
—Yo —decía éste—, de chico, tenía ideas más generosas que ahora y era más decidido y más valiente. Conviviendo con los demás me he hecho mezquino, cobarde y prudente.
—¡Usted prudente! Tiene gracia.
—Veo que usted me considera como un insensato.
Thierry era muy aficionado al autoanálisis y al autovejamen. Tenía, como le achacaba Concha, el spleen masoquista, que ella llamaba en alemán Leidseligkeit. Esta forma de masoquismo le agradaba; pero si alguno se ponía de su lado y le daba la razón, entonces el asentimiento le molestaba.
Montoya y Thierry se hicieron, en parte, amigos; pero se mostraron muchas veces hostiles.
El buen juicio de Montoya irritaba a Jaime. Le parecía una prueba de vulgaridad y de cobardía; en cambio, Montoya despreciaba profundamente la tendencia de verlo todo en literatura, característica de Thierry. En las discusiones terciaban muchas veces don Antolín el cura y Beltrán el farolero.
—Que no venga aquí ese médico —exclamaba Thierry en algunas ocasiones—; me pone malo con sus consejos.
—Bueno, ¡cállate! No seas estúpido —le decía don Antolín—; ten en cuenta de él sus consejos médicos, porque es hombre que sabe; lo demás, tómalo, si quieres, a beneficio de inventario, y le oyes como quien oye llover.
Montoya consideró necesario vigilar a Thierry, y encargó de esta misión a Beltrán y a la Silvestra. Encontraba al enfermo muy predispuesto a hacer temeridades y tonterías.
—¡Pero si yo no tengo nada! —exclamaba Thierry—. El doctor Montoya me ha tomado sin duda como un conejillo de Indias para hacer sus experimentos.