LXI

Quince días después del crimen la mujer de don Florestán le escribió a Thierry; quería verle. Jaime fue a visitarla y tuvo una entrevista con ella.

La casa del usurero era por dentro pintoresca y destartalada. Se veían mal colocados muebles antiguos lujosos, de estilo Luis XIV y Luis XV y otros americanos de aire puritano. Había grandes espejos, relojes dorados, bustos, tapices por todas partes, pero, en general, la casa estaba alhajada con poco gusto y sin la menor gracia ni arte, ni siquiera comodidad.

La mujer de don Florestán era una señora de más de cuarenta años, gruesa, rubia y romántica. Se llamaba Eloísa y era portorriqueña.

—Mi marido hablaba de usted con mucha simpatía —le dijo a Thierry.

—Conmigo se portó muy generosamente.

—Le he llamado a usted por eso y porque no tengo quien me aconseje con lealtad.

Doña Eloísa explicó los asuntos embrollados que le había dejado su marido. Luego contó su vida. Se había casado con el viejo usurero, cuando era niña, en Cuba. Don Florestán en su casa era celoso y déspota. Ella había vivido casi secuestrada, sin relaciones, consolándose escribiendo versos y tocando el piano.

La portorriqueña no quería hacer cuenta acerca de la muerte de su marido.

—Yo creo que los que le han matado eran atracadores vulgares, circunstanciales, que quizá no habían pretendido matarle, sino robarle —dijo Thierry.

Doña Eloísa no estaba en esto conforme y mostró una carta, encontrada entre los papeles de su marido, que daba seguramente la clave del móvil del crimen. Era un anónimo en el cual amenazaban a don Florestán con publicar varias cartas y le citaban a la una de la noche cerca de la tapia del Hipódromo, al comenzar el camino de Chamartín.

Doña Eloísa no quería renovar el asunto y no dio la carta al juez. Estaba escrita con lápiz. El sobre tenía sello del interior. El papel era rayado, parecido al que solía usar Beltrán, que lo compraba en un pequeño bazar de la calle de Bravo Murillo.

En este bazar se vendía papel, sobres, tinta, juguetes para niños, bastones y sombrillas y objetos de tocador.

Thierry observó el anónimo y supuso, sin saber por qué, si sería obra del Payaso y de sus amigos.

Doña Eloísa y Thierry, después de una larga conferencia, se despidieron afectuosamente y ella le rogó que volviera otra vez a su casa. Los asuntos de don Florestán estaban muy embrollados. Había puesto las fincas a nombre de una parienta de doña Eloísa; los valores y el dinero, a nombre de otra persona. Todo ello era muy complicado y difícil de desenredar.

Thierry, a pesar de sus preocupaciones, prometió con interés volver a casa de la portorriqueña y ayudarle en lo posible a aclarar sus asuntos.

Jaime le habló a Beltrán de la carta que habían mandado a don Florestán, de la clase de papel que tenía y de sus sospechas de que el Payaso y sus amigos anduvieran en el asunto.

—No me chocaría nada —dijo Beltrán—. Al Payaso, al Chepa y al Marinero no se les ve en el barrio. Se han escapado. No tendría nada de particular que ellos hayan dado el golpe.

Unos días después Beltrán le dijo a Jaime:

—¿Sabe usted?

—¿Qué pasa?

—El Payaso, el Marinero y el Chepa han estado hace unos días en casa de doña Paquita y ayer les han visto en el coche del señor Benigno muy elegantes y con unas maletas; iban a la estación del Norte.

Esto acentuaba más la posibilidad de la intervención de aquellos pillos en la muerte de don Florestán y quizá la complicidad en algo de la usurera de la vecindad.