Don Florestán, para algunos madrileños figura decorativa y pintoresca, pasó de pronto, durante algunos días, a ocupar el primer plano de la atención general y a ser motivo de las conversaciones del público. A don Florestán del Rayo lo encontraron muerto una noche, cerca de la tapia del Hipódromo, en el camino de Maudes y de Chamartín, con una herida contusa en el cráneo. Durante varios días los periódicos hablaron del suceso.
Según el lacayo de las grandes solapas, acompañante habitual de don Florestán, éste salió de casa después de cenar, a eso de las diez y media de la noche. Ordenó al mozo de la cuadra aparejara el tílburi con la jaca blanca, y fue a Recoletos y a la Castellana, en donde dio varias vueltas.
A eso de las doce y media o una menos cuarto se detuvo en la plaza delante del Hipódromo, cerca del monumento a Isabel la Católica, bajó del coche y dio las riendas al lacayo.
—Ahora vuelvo —le dijo.
—¿Espero aquí al señor quieto, o daré unas vueltas con el coche? —preguntó el lacayo.
—Haga usted lo que quiera. Dentro de un instante volveré.
Don Florestán se dirigió hacia la tapia del Hipódromo, dobló la esquina por el lado derecho, que miraba al palacio de las Exposiciones. El lacayo esperó dando vueltas en el tílburi, con la jaca, alrededor de la estatua de Isabel la Católica; pasó tiempo y tiempo, y el señor no apareció. Como tardaba tanto, sospechando algún atraco o algún crimen, el lacayo saltó del pescante, cogió a la jaca del bocado y se acercó a un guardia que en aquel momento bajaba del tranvía y le explicó cómo había desaparecido su patrón.
—¿Y por qué no va usted a buscarlo? —le preguntó el guardia.
—Por no dejar el coche solo, con esta jaca que se me quiere escapar.
El guardia habló con el dueño de un aguaducho próximo. Cerraba éste en aquel momento, porque ya se habían marchado los parroquianos. Era la una y media. Pidió el guardia al hombre del puesto tuviera cuidado un instante de la jaca del coche, y el guardia y el lacayo tomaron juntos el camino a lo largo de la tapia del Hipódromo, en dirección a Chamartín de la Rosa.
La noche estaba muy oscura; únicamente iluminaba el suelo el resplandor de las estrellas.
Habían andado los dos hombres unos trescientos metros y estaban dispuestos a volverse, suponiendo que no había nada, cuando el lacayo creyó ver en el suelo un bulto negro. Se acercaron. Era el cuerpo de don Florestán. Intentaron levantarlo. Estaba muerto y frío.
Decidieron volver a la Castellana y pedir socorro. Se acercaron al aguaducho.
—¿Qué pasa? —preguntó el hombre del puesto.
—Que han matado al amo.
El lacayo sacó uno de los faroles del tílburi y con él fueron de nuevo a ver el cadáver. Lo reconocieron. Tenía un tremendo golpe en la cabeza que, sin duda, le había producido la muerte.
Con la luz y las idas y venidas, se habían reunido varios curiosos. Se avisó al puesto de Guardia Civil del Palacio de las Exposiciones; desde allí se telefoneó al juzgado. Dos guardias se acercaron al sitio del crimen.
El juez se presentó una hora después, y mandó levantar el cadáver y llevarlo al depósito. Tenía una terrible contusión en el parietal izquierdo, con rotura del hueso y salida de la masa encefálica. Probablemente el golpe se lo habían dado con una barra de hierro.
El matador o los matadores registraron escrupulosamente a la víctima; se llevaron su dinero, sus papeles y las alhajas y sortijas de los dedos. Únicamente le dejaron en el bolsillo del gabán un revólver de cinco tiros, cargado y en el seguro.
El juez interrogó al guardia, al lacayo y al hombre del puesto.
El guardia, por lo que dijo, creyó ver, antes de encontrar el cadáver de don Florestán, dos hombres, uno alto y viejo, y el otro más joven, que pasaron por el camino.
El lacayo aseguró no recordar haber visto a nadie. La versión de éste parecía más lógica, porque a lo largo de la tapia, al menos al comienzo, no había ningún farol, y la noche no era bastante clara para poder distinguir si un hombre que pasaba era joven o viejo.
El juez volvió a preguntar al lacayo si había visto a estos dos hombres, y el lacayo contestó que no lo recordaba.
El del aguaducho no había visto tampoco acercarse a nadie por el camino de Chamartín.
Los periódicos hablaron con extensión del asunto. Don Florestán aparecía mezclado en ciertos negocios de bolsistas, de corredores de alhajas y de jugadores. Se pensó también si se hallaría perseguido por antiguas enemistades.
A pesar de lo pintoresco de la vida del prestamista, no insistieron gran cosa en ella los periódicos. No sabían nada de don Florestán; no les producía curiosidad bastante para indagar en su pasado. Se supuso por la mayoría que se trataba de una venganza o de un atraco. Se señaló al asesino como hombre de gran fuerza física y conocedor de las costumbres del muerto.
Se detuvo al lacayo, se le dejó en libertad poco después; se prendió al jardinero del hotel, sospechoso por haber salido aquella noche de casa e incurrir en contradicciones evidentes. A éste se le consideró, si no como autor material, como posible cómplice.
Algunos periódicos se inclinaron a la versión de que el crimen se había preparado en la casa del muerto; otros creían que era un acto de atracadores del barrio de Chamartín o de los Cuatro Caminos. Pocos días después se dejó de hablar de aquello. Las noticias, muy graves, de Cuba y de Filipinas atraían la atención general, y el sumarlo de la muerte del prestamista no tenía incidentes de interés.