LVII

Don Florestán del Rayo era tipo pintoresco, de quien se contaban muchas cosas más o menos inverosímiles. Se le tenía por hombre muy viejo, de más de ochenta años; algunos decían que andaba cerca de los noventa. Iba siempre muy empaquetado; se aseguraba que llevaba alguna faja o corsé especial, que le tenía muy tieso, y que se teñía y pintaba. Todo esto parecía cierto.

Don Paco Lecea le conocía y le trataba. Al parecer, le había pedido prestado algún dinero, con poco resultado.

Don Florestán, cuando hablaba de su juventud, recordaba a Espartero, a Narváez y al cura Merino, a quien vio con una hopa amarilla, montado en un burro, cuando le llevaban al Campo de Guardias a agarrotarle.

Había presenciado también el fusilamiento del policía don Francisco Chico en la calle de Toledo, cerca de la Fuentecilla, en la revolución del 54. Había estado en su juventud en casa de Chico, en la plaza de los Mostenses, donde el jefe de Policía tenía una magnífica galería de cuadros. Don Florestán consideraba a Chico como buena persona y hombre muy perspicaz. Según contaba, una vez se encontró éste con un tipo sospechoso en las afueras de Madrid y le detuvo al momento.

—¿No me conoce usted? —le preguntó el jefe de Policía bruscamente.

—No, señor.

—Yo tampoco le conozco a usted, y cuando yo no le conozco, ni usted me conoce a mí, es prueba de que es usted un hombre honrado. Puede usted marcharse.

Se decía que don Florestán era inclusero.

Don Florestán comenzó su vida de peón de albañil, según aseguraba, y después se hizo maestro de obras y contratista. En la revolución del 68 se distinguió por su audacia y su atrevimiento, y figuró más tarde entre los federales. Luego tomó parte en el complot contra el general Prim y estuvo preso. Al parecer, de este atentado político célebre sacó las primeras sumas para enriquecerse.

Don Florestán había vivido largo tiempo en Cuba y en México, donde había intentado, con éxito, muchos negocios. De su vida allí no le gustaba hablar. Nadie estaba enterado de sus empresas americanas. En realidad, no se sabía gran cosa de su historia. No parecía tener amigos. Se aseguraba que don Florestán había hecho quiebra como bolsista, y que años después pagó la deuda para poder volver a entrar en la Bolsa y hacer operaciones de banca. Se decía que había favorecido al célebre Mariano Conde cuando estaba en la cárcel, y que el ilustre falsificador le debía la vida.

Los amigos de lo novelesco habían inventado que este señor no era el verdadero don Florestán del Rayo, sino uno que había suplantado la personalidad del auténtico don Florestán, cuando éste había muerto o lo habían suprimido.

Don Florestán a veces paseaba en coche con una señora pintada de rubio, ya no joven: probablemente su mujer.

Las oficinas de su casa de banca estaban en un entresuelo de la calle del Barquillo. El despacho de don Florestán, a juzgar por lo que contaban los que habían estado en él, era muy curioso. Iban allí agentes de Bolsa, zurupetos, corredores de alhajas, anticuarios, prenderos, contratistas. Don Florestán tenía además, según se decía, una casa de empeños en la calle de la Cruz, en donde se prestaba sobre alhajas y papeletas del Monte; pero no aparecía como amo, aunque lo era. Don Florestán vivía al final de la calle de Alcalá, en una parte próxima a la Plaza de Toros, en donde todavía no se comenzaba a edificar.

El hotel que habitaba era grande, viejo, aislado, destartalado, con la pared de la fachada llena de desconchaduras y un jardín, también ya viejo, con árboles retorcidos, probablemente del tiempo de Espartero y de Narváez.

Don Florestán del Rayo, con su aire agrio y malhumorado, hacía de cuando en cuando su aparición por las tardes en la Bolsa y en el Bolsín, y dirigía sus operaciones bursátiles con mucha frialdad y mucha calma.

A todas horas, tarde o temprano, se veía a don Florestán con su levita entallada, su sombrero de copa, sus pantalones estrechos, con trabillas; su bastón retorcido, de color de caramelo, y los zapatos, muy pequeños y apretados. Estos zapatos debían de molestarle horriblemente al andar; pero, sin duda, los consideraba un detalle trascendental de elegancia y de coquetería masculina.

Por las tardes, don Florestán, con frecuencia iba al paseo de la Castellana, guiando un coche alto de cuatro caballos, un mail-coach, al lado de un lacayo con librea de galones y grandes solapas, sombrero de copa con escarapela y los brazos cruzados. A veces marchaba en compañía de la mujer rubia. Entonces el lacayo se colocaba en un asiento de atrás, en la misma postura rígida, con su sombrero de copa, su librea de grandes solapas y los brazos cruzados.

En ocasiones, por las mañanas, don Florestán aparecía en un tílburi, dirigiendo él, con una jaca blanca, que galopaba vertiginosamente, con mucho brío. Llevaba otro tílburi parecido una señorita delgada, morena y de dientes muy blancos, hija de un duque, a la que llamaban doña Sol. Doña Sol y don Florestán se cruzaban en la Castellana y en Recoletos; la una, sonriente, llena de esperanzas, en el comienzo de la vida; el otro, siniestro y arrugado, al final de la existencia, cargada de oscuridades y maquinaciones.