Por entonces ocurrió en Madrid un crimen sonado. Se habló de él mucho y más entre el público habitual de los Jardines del Buen Retiro. Los amigos de Thierry hicieron sobre el caso grandes comentarios.
En las dos o tres primeras semanas de abrirse los jardines se veía constantemente un tipo misterioso y extraño, que no faltaba una noche. Era un viejo raro, melenudo, pintado, el bigote y la perilla teñidos de negro y el aire de matamoros. Tenía el pecho abombado, como si llevara corsé; la levita, entallada; los pantalones, estrechos y con trabillas, a la moda del tiempo romántico, y los zapatos de charol, con tacones altos.
El tal señor se llamaba don Florestán del Rayo, y parecía con su levita, sus pantalones ceñidos, con trabillas, su sombrero de copa, su bastón nudoso, de color de caramelo, y su mirada fiera y agresiva, un superviviente de la época romántica, un personaje de un dibujo de Ortego para una ilustración o una novela por entregas de a mediados de siglo.
Don Florestán, hombre-momia, hombre-cecina, hablaba con voz ronca y catarrosa y un acento constante de mal humor.
Siempre encontraba ocasión de reñir con alguien; con el acomodador o con el vecino; pero si le halagaban, se mostraba amable, y si se trataba de persona humilde, mozo, acomodador o cochero, le daba una buena propina. Al parecer, no era nada roñoso.
Don Florestán paseaba por la pista de los jardines solo, con su aire malhumorado, fumando su puro y después se sentaba en un palco, también solo, como si se hallase separado por algún muro espeso del resto de los hombres.
Don Florestán, como prestamista, suponía probablemente una hostilidad general de todo el mundo contra él, por razón de su oficio, lo que era una ilusión misantrópica, pues la mayoría ni le conocía, ni sabía a qué se dedicaba. Seguramente otros mucho más usureros que él se creían ciudadanos beneméritos buenos cristianos y dignos de alabanza.
Muy pocas veces se le veía a don Florestán hablar con alguien. Sin embargo, a veces se reunía y paseaba con un bolsista extranjero, probablemente judío, con aire de cerdo, rojo y grasiento y unos andares de pato.
Una de aquellas noches de principio de temporada, al cruzar con don Florestán por delante de Thierry le saludó sonriendo, con una sonrisa de inteligencia.
—¡Hombre! ¿Conoce usted a ese pajarraco siniestro? —le preguntó el doctor Guevara a Jaime.
—Sí.
—¿Quién es?
—Pues es un banquero y prestamista.
—¿Tiene usted negocios con él?
—Sí; le he vendido unos títulos del Ayuntamiento de Madrid, que no me los quería comprar nadie, de una emisión Erlanger.
—¿Y él se los ha comprado?
—Sí.
—¿En buenas condiciones?
—En muy buenas.
—¿Cómo se llama?
—Don Florestán del Rayo.
—¿Pero es posible que se llame así? —dijo Aguilera—; eso es una broma. Ese nombre parece de un personaje de novela de caballería, como Florisel del Niquea o Felixmarte de Hircania.
—Pues es un nombre auténtico. Él mismo no se conoce otro.
—¡Qué nombre para un usurero! ¡Don Florestán del Rayo! Debe ser del rayo de la usura.
—¡Qué se va a hacer! —dijo Thierry—. Cuando bautizan a un niño, no se sabe si va a ser papa, general o prestamista.
—Y ese Shylock será implacable.
—No; yo no le considero como un Shylock. Conmigo se ha portado muy bien.
—Te tendrá miedo como libelista —dijo Aguilera, y recitó unos versos de la «Danza General de la Muerte», dirigidos a don Florestán:
Traidor, usurario de mala conciencia,
agora veredes lo que faser suelo;
en fuego infernal, sin más detenencia,
porné la vuestra alma cubierta de duelo.