Pasó el invierno, con sus fríos, sus lluvias y sus nieves. La gente se divirtió o por lo menos, creyó divertirse en los carnavales, paseando en las carrozas por la Castellana, tirando serpentinas y confetis en los paseos y en los teatros; oyó sermones bastante malos en Semana Santa; lucieron las muchachas las mantillas y las peinetas en la calle de Alcalá, y sacaron viejos y jóvenes los primeros sombreros de paja en la fiesta del Dos de Mayo, en el Prado. Hizo calor en San Isidro y llovió los días de la verbena de San Antonio, como casi todos los años.
Thierry pasó el invierno y la primavera delicado, con catarros y fiebres.
—¡Cuídate, Jimmy! —le decía Concha—; te vas poniendo muy flaco. Compra un termómetro, y cuando tengas fiebre, quédate en la cama.
Thierry compró el termómetro, y muchas veces se lo ponía y decía:
—Tengo treinta y ocho grados, pero eso no importa; me voy al café.
Al llegar el verano se sentía, según algunos aficionados, la necesidad de los jardines del Buen Retiro.
Se inauguraron con una compañía de opereta italiana. Thierry, cuando iba, no se reunía, en general, con sus antiguos amigos. A veces se acercaba a la tertulia con un aire melancólico y abstraído; estaba un momento sin hablar y se marchaba al poco tiempo. Andaba inquieto, espiando a la marquesa. Se había convertido en su sombra. Se le veía ir y venir y realizar combinaciones a cual más misteriosas y absurdas. Algunos, como el doctor Guevara, le compadecían. Los amigos de Peña Montalvo le miraban con asombro.