LIII

Se supo en las redacciones quién era el autor del desmán cometido contra Pipo y quiénes le acompañaban. Se habló en algunos periódicos, sin nombrarlos, de Thierry y de sus amigos. Se les achacaba el querer imponerse por el terror con una partida de la porra.

Unos días después se presentó en casa de Thierry una joven vestida con aire modesto: la mujer del caricaturista Pipo.

Desde el golpe recibido, su marido estaba en la cama, sin posibilidad de trabajar. El médico había dicho que tardaría aún una semana en poder hacer su vida habitual. A ella le aconsejaban denunciara el caso a los tribunales; pero prefería entenderse con Thierry, porque, por otra parte, comprendía la culpa de su marido por haberle insultado a él gratuitamente.

Thierry dijo:

—Yo me avengo a todo. Dígame usted qué debo de darle como indemnización.

—Yo supongo que la enfermedad de mi marido no representa, por el gasto y por el trabajo que no puede hacer, unos cincuenta duros de pérdida —indicó la mujer.

—Eso me parece poco. Si quiere usted le daré cien.

—No, no; de ninguna manera. En el caso de que la enfermedad durara más de lo que yo supongo, vendría otra vez aquí.

—Muy bien.

—¿Usted quiere que le firme un papel como recibo?

—No, señora. Me basta su palabra.

Los dos se retiraron muy amigos, Thierry aseguró que desearía de todo corazón que el caricaturista se curara lo más pronto posible. No hubo denuncia en el juzgado.

Estos sucesos escandalosos de riñas y de palizas hicieron que algunos colaboradores espontáneos dejaran de escribir y de frecuentar la casa de El Bufón. Hubo quien se pasó al otro bando y comenzó a colaborar en El Arlequín. El Bufón decaía, era evidente; hasta su tipografía y el papel iban siendo cada vez peores.

Dos de los redactores principales del periódico, Villaverde y Golfín, se marcharon. Antes habían hecho una jugada: fueron a cobrar al Ministerio de la Gobernación del fondo de los reptiles y sacaron dinero en dos ocasiones. Así lo averiguó don Jacinto Palacio del Campo.

De la última vez le contaron a don Jacinto una anécdota bastante divertida.

Habían pactado Golfín y Villaverde sin duda con algún jefe del ministerio el suspender una campaña en El Bufón, a cambio de dos mil pesetas. Al llegar a la puerta del ministerio preguntó Villaverde a su compañero:

—¿Subiré yo?

—Bueno.

Al bajar de nuevo al portal, Villaverde dijo a su colega con aire cariacontecido:

—Chico, nos han fastidiado; no me han dado más que mil pesetas.

—Pero ¿cómo ha podido ser eso? Si habían prometido las dos mil.

—Pues no han dado más.

Marcharon por la Puerta del Sol los dos con aire malhumorado y entraron en el café de Madrid y se sentaron en un rincón solitario.

—Ahora diremos al mozo que nos cambie el billete —exclamó Villaverde.

—Antes, una precaución. Desátate esa bota —indicó Golfín, señalándole el pie derecho.

Villaverde, a pesar de su natural cinismo, se puso rojo como un pavo. Villaverde había cobrado las dos mil pesetas, y en uno de los pasillos del ministerio se soltó la bota y metió en ella uno de los billetes.

Ya descubierto, preguntó a su compañero:

—Pero ¿cómo demonio has podido averiguar que yo he hecho esa maniobra?

—¡Toma! Porque yo la he hecho otra vez.

—¿Y te salió bien?

—Sí.

—Yo tengo mala suerte —dijo cínicamente el periodista.

El Bufón fracasaba, no se vendía apenas; redactores y amigos lo iban abandonando, únicamente don Jacinto Palacio del Campo seguía encantado y esperando el momento en que el director le permitiera publicar un número y explicar en él lo ocurrido hacía años en Cuba.

El periódico agonizaba. «El Sapo» se desinflaba. Thierry hizo dos números con mucho brío y acometividad.

En tres o cuatro días escribía seis grandes páginas impresas de a tres columnas; casi más de doscientas cuartillas.

El tercer número, que quiso hacer solo, ya no lo pudo concluir.

La cabeza no le daba más violencias ni frases agresivas. Viendo su pluma como muerta sobre el papel, la tiró con rabia y dijo:

—No sale el periódico. Yo no puedo hacerlo solo.

Entonces don Jacinto publicó un número con su vindicación, titulada: «Un asunto escandaloso en Guantánamo». Don Jacinto demostró a los pocos lectores de El Bufón la escasa moralidad de los empleados en Cuba, lo cual lo sabía perfectamente todo el mundo. Después ya no volvió a salir El Bufón. Don Jacinto Palacio del Campo encuadernó con mucha elegancia varias colecciones del periódico, y se marchó tranquilo y contento a vivir a su pueblo.