LII

Tres a cuatro días después de publicarse el número de El Arlequín con la caricatura agresiva de Pipo salieron Thierry, Dobón y Golfín de la redacción de la calle de Jacometrezo con la idea de unirse en el café de Fornos con don Jacinto Palacio del Campo y don Melitón García, que les esperaban.

Pasaron por la calle del Desengaño y después por la Red de San Luis y la calle del Caballero de Gracia. Al ir a salir hacia la de Alcalá, Golfín señaló a Pipo el caricaturista; un tipo de pobre hombre, oscuro e insignificante. Marchaba cabizbajo, mirando al suelo, envuelto en un gabán raído de color pardo.

—¿Es él? —preguntó Thierry.

—Sí, es él —contestó Golfín—; el mismo que viste y hace malas caricaturas.

Entonces Thierry se abalanzó sobre el caricaturista con el bastón levantado y le dio un golpe formidable en la cabeza.

El hombre dio una vuelta en el aire y cayó redondo al suelo.

—¡Que se muera! —gritó exasperado Thierry.

Los otros dos periodistas agarraron a Jaime del brazo y le llevaron de prisa hacia la calle de Alcalá.

Ante el hombre caído se acercaron dos o tres personas.

—Esto es una canallada —dijo uno—; son esos que se escapan.

—¡A esos! ¡A esos! —gritó otro—. ¡Detenedlos!

Los periodistas doblaron la esquina, se separaron unos de otros para despistar y siguieron adelante entre la gente que salía del teatro de Apolo y entraron en el café de Fornos, lleno de público y de humo.

Don Jacinto Palacios del Campo, siempre encantado, encontró que el garrotazo de Thierry dado al caricaturista constituía un magnífico argumento, el argumento baculino de los antiguos. Don Melitón estaba un poco asustado porque previa que después de los bastonazos iban a venir los tiros.

Se habló mucho entre unos y otros del suceso. Había en una mesa próxima un médico militar recién llegado de Cuba y, un capitán de infantería un poco borracho, hombre alegre y jovial crítico de toros en un periódico republicano, conocido en el mundo taurino por el remoquete de Primores.

Se les reunió un general carlista, flaco, de bigotes largos, el cual, a pesar de contar largas relaciones de sus batallas, según malas lenguas no había estado nunca en los campos, sino en las oficinas del ejército del Pretendiente llevando cuentas y, a lo más, probando ranchos.

Comenzaron todos a hablar y a beber. Jaime, un poco febril, contemplaba las figuras pintadas de las paredes y de los techos del café.

Había en una mesa próxima un articulista de fama de un periódico, un trasnochador, hombre de cara brutal, de poco talento, y que, sin embargo, no dejaba de tener acierto en sus artículos.

Con él estaba un sainetero viejo, muy impertinente y chantajista, a veces crítico de teatros y de música. Solía andar en invierno con sombrero de copa, capa parda y bastón. Se contaban de él muchas anécdotas. Una vez se había puesto de acuerdo con un tenor italiano, que se llamaba algo como Palavicini, de que éste le daría doscientas pesetas por un elogio largo y entusiasta que el sainetero crítico pondría en su periódico. Llegó la representación y el cantante no mandó las pesetas estipuladas. Hubo que hacer la crítica de la función. El sainetero habló de los unos y de los otros y al llegar al tenor de marras dijo: Respecto al tenor Palavicini no cabe duda que promete… Veremos a ver si da.

Con el periodista y el sainetero estaban el marqués de la Piedad, que solía hacer gala de su homosexualismo, y un vividor a quien llamaban Sancho de apodo porque era grueso, pesado, rechoncho y amigo de refranes. Este charlatán, fanfarrón, mentiroso y amigo de la vanagloria, no permitía que nadie le aventajara en nada, ni en bueno ni en malo, sobre todo, naturalmente, en malo. ¿Sinvergüenza? No había nadie tan sinvergüenza como él. ¿Vicios? No le faltaba ninguno. ¿Enfermedades venéreas? Las había tenido todas. A pesar de su charlatanería, Sancho era buena persona y amigo de hacer un favor a cualquiera.

El marqués de la Piedad irritaba con sus frases al sainetero crítico y éste le decía que se fuera a hacer la carrera con la Chana, la Rabanitos y otras busconas que husmeaban por el café.

Mientras se charlaba y se discutía entró un escritor bohemio, melenudo, con su pipa en la boca, seguido de un perro. El escritor venía de París y pretendía tener una cabeza de artista, un tipo de romántico del año treinta. El bohemio dio un paseo por entre las mesas como buscando a alguien y se marchó con su aire displicente, altivo y desolado.

Thierry, cansado y con la boca seca y amarga, se retiró del café ya al amanecer.