Salió el primer número de El Bufón. Se decían en él horrores de todo el mundo, de políticos y de literatos, de generales, de actrices, de cómicos y de aristócratas. En los cafés se habló mucho del periódico y también en algunos círculos y casinos.
—Esto es una cosa indecente —decían las personas sensatas—. Es un periodicucho que no hace más que insultar y denigrar sin motivo. Periódicos así debía suprimirlos la policía.
El aristócrata anglómano, padre de la princesa, de llegar a leer un número de El Bufón no hubiera podido decir:
—El señor Thierry es un hombre correcto.
A pesar de las críticas adversas de la mayor parte del público, don Jacinto Palacio del Campo se mostraba satisfecho y el administrador, don Melitón García, también.
—¡Bah! —decían el uno y el otro—. El Bufón irá poco a poco haciéndose su camino.
Thierry comenzó a escribir en el periódico una sección titulada «Diálogos de los muertos del siglo XIX», firmando Menipo.
Hizo algunos diálogos graciosos, el primero entre Caronte y un vendedor de petróleo. Caronte se quejaba de la carestía del petróleo para el motor de su barca y de que muchas almas de los muertos daban moneda falsa o no pagaban los billetes el trayecto por la laguna Estigia porque no tenían un cuarto.
También se celebró el diálogo de los generales famosos, en el cual Napoleón desdeñaba a todos los demás y se subía a los guardacantones de las calles y plazoletas del infierno, poniéndose en actitud académica, con la mano en el pecho. Escribió Jaime otra discusión entre los filósofos y los músicos y después comenzó los diálogos de las cortesanas a imitación de Luciano.
Aquí el escritor volcó sus odios y sus resquemores, y muchos conocieron entre los tipos de mujeres retratadas algunas señoras de la aristocracia, entre ellas a la marquesa de Aracena. A ésta se la pintaba como a una dama muy católica, que después de andar en malos pasos con casi todos los amigos del marido se liaba con un mayordomo o empleado de la casa, lo que, al parecer, era cierto.
Con tales diálogos Thierry consiguió escandalizar a los lectores.
Se ponderó excesivamente la desvergüenza, la procacidad y el mal gusto de estos artículos. Decía en ellos barbaridades de las mujeres de la alta clase y se veía que los detalles estaban tomados del natural.
Los diálogos dedicados principalmente a la buena sociedad llamaron la atención de un público muy restringido. Otros, en cambio, más populares y más retóricos, se ensalzaron por los profesionales. De éstos fueron: un «Responso al imperio colonial español», «Los repatriados» y «Aquí todo se compra y todo se vende», imitado de Larra.
También hizo un artículo titulado «Aristocracia de pacotilla», lleno de mala intención. Decía en él que para muchos aristócratas la gran preocupación era huir del contacto con los advenedizos y los cursis; pero los aristócratas lo primero que debían probar era que no eran ni tan advenedizos ni tan cursis como los demás. No había que remontarse muy lejos en la familia titulada para encontrar el contratista de géneros del ejército, el defraudador en tiempo de la guerra civil, el tabaquero, el negrero de Cuba o el usurero de Castilla. No era, ciertamente, necesario ir a buscar datos contra la aristocracia española en el libro auténtico o apócrifo del arzobispo don Francisco Mendoza y Bobadilla titulado El tizón de la nobleza y sacar de allí a relucir los judíos y judías aliados con las casas nobiliarias. Toda la turbiedad cenagosa de los orígenes podía perdonarse si la aristocracia tuviera un poco de espiritualidad, un poco de gracia, aunque no fuera más que un poco de forma, pero no tenía más que dinero y éste lo empleaba de una manera presuntuosa, miserable y tacaña.
Más que los artículos de Thierry, por duros que fuesen, molestaban las pequeñas notas que publicaba el periódico contra éste y contra el otro y las alusiones, llenas de saña y mala intención, sobre la política y sus gentes.
En general, ningún periódico citaba ni comentaba lo que decía El Bufón. Algunos le llamaban «El Sapo» y otros «El Sapo Inflado».
A muchos redactores del semanario había que vigilarlos, por ejemplo, a Golfín, porque unía la rapacidad y las ideas aviesas con la tendencia al chantaje.
De este mal intencionado se decía que en un periódico más escandaloso aún que El Bufón había escrito un suelto por vengarse. En este suelto se daba la noticia de que una marquesa que vivía en la calle de Alcalá acostumbraba a bañarse con leche. Esta leche, según se aseguraba, se llevaba, después de filtrada, a un café de la misma calle y se servía a los parroquianos. La noticia corrió por Madrid y perjudicó tanto al café que el amo tuvo que cerrarlo.
Cuando le reprochaban estas hazañas, Golfín se reía a carcajadas. Golfín se firmaba, alternativamente, unas veces Cateto y otras Hipotenusa.
Golfín acusó a un librero de que hacía ediciones fraudulentas de los libros que él mismo editaba, engañando a los autores, lo que parecía cierto, y consiguió con esto que le publicaran una obra para la cual no encontraba editor.
Había en El Bufón colaboradores espontáneos que mandaban denuncias contra éste o contra aquél.
Dos artículos muy celebrados, cuya paternidad no se pudo averiguar, fueron: uno titulado «¡Viva todo el mundo!» y el otro «La apokolokyntose», imitado de Séneca, en donde un político convertido en calabaza vomitaba una cosa negra y fétida, que era su alma. Se hicieron varias versiones acerca de quién podría haberlos escrito, pero al último no se averiguó el nombre del autor o de los autores.
Dos personas que leían El Bufón de arriba abajo sin dejar una línea eran don Jacinto Palacio del Campo y el cura don Antolín. También era lector asiduo el Gafas, el vendedor de periódicos de la glorieta de Quevedo.
Don Jacinto se mostraba encantado de su obra y de ser él el que sostuviera una publicación así, tan acometedora y tan mordaz.
Don Antolín Torrecilla, el cura, entraba el sábado en casa de Thierry y preguntaba en seguida a la Silvestra:
—Oye, ¿han traído el periódico de Jaime?
—Sí, aquí está.
El cura lo leía despacio, comentándolo.
—Está bien, está bien —decía—; pega de firme. Este chico es un escritor. Si no hace alguna barbaridad antes, va a llegar a ser algo.
—¿Y por qué cree usted que puede hacer una barbaridad? —le preguntaba la Silvestra.
—Un hombre entregado a las mujeres es una cosa perdida. ¡Sois vosotras tan malas!
—Sí, que ustedes son muy buenos. Para matarlos —decía ella con su voz chillona.
El cura se reía.
Don Antolín se sentía socialista y enemigo de los nuevos ricos, porque creía que éstos, con la desamortización y la guerra contra la iglesia, habían favorecido el proletariado y el anarquismo.
Don Jacinto Palacio del Campo, para tener contentos a sus redactores y colaboradores les convidaba a comer con frecuencia en los merenderos de las Ventas y del Puente de Vallecas, y después de comer jugaban a la rana y al chito y entonaba el anfitrión canciones de su país.
Le gustaba contar historias de un compañero suyo de Cuba, vasco, que a juzgar por sus aventuras debía de ser un tipo absurdo. Este vasco juerguista era el director de una banda de cinco o seis calaveras que anduvieron durante algún tiempo vagabundeando por la campiña cubana. Solían recorrer los ingenios haciendo juegos de manos y gimnásticos y bailaban el baile del zorro, del oso, de la serpiente y otros inventados por el director a su capricho. Luego se reían de sus bromas. Una vez, en un poblado lejano, entraron en un bohío donde celebraban un velorio muy suntuoso. Acababa de morir un negro rico y de importancia. El vasco, que estaba borracho, al verse en la cámara mortuoria, engalanada, comenzó el baile de la serpiente ante la estupefacción de los reunidos. Los de la cuadrilla, al comprender que si los negros veían una intención de broma en aquella bufonada los iban a machacar, colaboraron en el baile con gran seriedad. Los negros creyeron que se trataba de una ceremonia fúnebre y les convidaron. Al salir de aquel poblado los farsantes, según decía don Jacinto, se reían como locos.
El oír estas cosas molestaba mucho al sargento Ramos. Le parecían una falta de formalidad indigna. También el sargento estaba quejoso de El Bufón. Ramos, al leerlo, murmuraba disgustado:
—Este es un periodicucho inmundo, que ataca a la Monarquía, y al Ejército, y a los puntales de la patria. Debían de fusilar a todos los redactores. A mí también me había de tocar el ser conserje de un sapo así. ¡Venir a la madre patria para esto! ¡Qué vergüenza!