XLV

No se comprendía cómo Villacarrillo, con su aire apacible y vulgar, podía haber tenido aquella idea satánica de corromper a su mujer que le atribuía Concha. No parecía un hombre pervertido.

Entre los amigos se le consideraba alegre, ocurrente y original. Había sido educado en Francia y había pasado algún tiempo en Inglaterra en su juventud.

Concha aceptaba a su marido como un hecho consumado contra el cual no se podía hacer nada. Probablemente aunque hubiese existido el divorcio no lo habría solicitado.

Villacarrillo, desde que estaba separado de su mujer, la trataba en un tono mixto de alegría y de broma, como a una amiga. Ella no le tomaba en consideración, y únicamente le escuchaba en serio cuando trataba de cuestiones de intereses.

Jaime rondaba con frecuencia la calle donde vivía Concha, sobre todo de noche, movido por la suspicacia y por los celos.

—Jimmy tiene la manía de hacer ahora de sereno —decía ella en broma a su amiga la de Aguilar.

—Pobre —exclamaba ésta—. Lo tienes loco.

—Yo no le tengo loco. Es él el que se empeña en serlo.

—Está enamorado, ¿qué quieres?

Al comenzar el invierno, Concha Villacarrillo y su marido fueron, como de costumbre, a sus propiedades de Andalucía.

Jaime quedó aplanado, con el alma ausente. Su aplanamiento tenía intervalos de irritación furiosa. Concha le escribía con frecuencia, él la contestaba largas cartas lamentándose; le decía que no podía vivir sin ella, que necesitaba verla. Se dedicaba a una retórica sentimental áspera y violenta.

La letra de Concha era de una feminidad completa, verdaderas patas de mosca, adornadas de cuando en cuando con alguna falta de ortografía graciosa. No le gustaba escribir, buscaba el redactar cartas breves, y concluía casi siempre diciendo: Me llaman. Va a salir el correo y no tengo tiempo para más. ¡Adiós!

Jaime pensó varias veces, de una manera teórica, en terminar sus relaciones con Concha. Cuando comprendió que ella estaba más interesada que él en acabar, le entró una furia de celos y de rabia. De ninguna manera aceptaría la ruptura, y si le amenazaran con ésta sería capaz de hacer alguna barbaridad.

Había llegado para los dos la época en que el lazo de flores ligero y alegre se convertía en una cadena pesada, en una traba difícil y mortificadora. El problema, aunque no se lo planteaba quizá ninguno de los dos de una manera clara y fría, estaba en ver quién rompería primero y quedaría libre.

Concha se hallaba dispuesta a soltar sus ligaduras con facilidad extrema; en cambio, Thierry se agarraba a ellas cada vez con más fuerza, e iba hundiéndose en el mundo del despecho, de la suspicacia y de la rabia. Estos sentimientos no producían más flores que las frases amargas, sarcásticas e irónicas.

Había llegado el momento en que los dos egoísmos en contacto se desgarraban y se herían. Ella consideraba su vida unida a la de sus amigos y parientes y, en general, a la sociedad. Él miraba la suya relacionada con sus ilusiones amorosas y con su individualismo, cada vez más exaltado y más fiero.

Concha tenía de los hombres la idea de que eran seres poseídos de un egoísmo cínico y brutal, y esto lo perdonaba; lo que le parecía absurda era la posición de intransigencia sentimental de Thierry, incómoda y molesta para los dos y sin ventaja para nadie.