XLIV

En una temporada en que el marqués salió de Madrid, Jaime pudo ir con frecuencia a casa de Concha, y conoció a sus hijos, un niño y una niña, muy bonitos y simpáticos y muy parecidos a su madre.

Jaime sintió celos retrospectivos al conocer a estas criaturas. Muchas veces por las mañanas iba al Retiro o a Recoletos a verlos. Todo lo próximo a ella le producía gran entusiasmo. Los niños tenían una institutriz alemana, con quien solía hablar Thierry.

A Concha no le pareció nada bien esta intromisión de Jaime en la vida de sus hijos y le advirtió que no quería que interviniera para nada en sus asuntos.

—A los chicos hay que dejarlos; no mezclarlos para nada en nuestras cosas.

Jaime y Concha reñían con frecuencia. Ella tenía que hacer su vida de sociedad y faltaba muchas veces a las citas que daba. Él quería que le dedicara exclusivamente la existencia. Como esto no era posible, Jaime se lamentaba y le acusaba a ella de perfidia y de coquetería. En algunas ocasiones le echó en cara lo que había oído de ella en la calle. A sus palabras violentas, Concha replicó una vez:

—Tú crees, sin duda, que yo soy peor que las demás.

—¿Te lo he dicho yo?

—No, pero veo que lo supones.

—Yo me quejo de tu frialdad y de tu desconfianza conmigo.

—En la situación en que estoy, ¿qué voy a hacer?

—Vamos a América.

—No, yo no abandono a mis hijos.

—Podríamos llevarlos con nosotros.

—No, porque legalmente los reclamaría su padre. Yo no hago la desgracia de mis hijos como han hecho la mía.

—¿Quién ha hecho la tuya?

—Mi marido.

—¿Pues qué te hizo?

—Se portó conmigo como un bestia. Bien sabe Dios que yo no quería más que vivir como mi madre, que era una santa. La pobre enfermó al saber nuestras disputas conyugales —y al decir esto, Concha sollozó un momento—; pero mi marido se encargó de apartarme del buen camino. Yo me habría contentado, como digo, con vivir tranquilamente, como la mayoría de las mujeres casadas, pero mi marido tenía una rabia, una locura extraña.

—¿Qué locura? ¿En qué consistía su locura?

—En rebajarme, en corromperme y en mortificarme. Mi marido, cuando se casó conmigo, era hombre corriente y afectuoso. Tuvimos una niña y después un niño. Cuando yo estaba embarazada de este último mi marido comenzó a cambiar y a mostrarse malhumorado, envidioso y rencoroso. Tales cosas me dijo y tal desesperación me entró que quise abortar y lo intenté. Afortunadamente, mis tentativas no tuvieron éxito. Después de tener el hijo me llevó a París. Hay que dejar esta vida de virtud, estúpida y aburrida, me decía con frecuencia, y se reunía con lo peor y lo más pervertido, y me llevó varias veces, por sorpresa, a unos burdeles lujosos, dorados, en donde hacían cuadros vivos hombres y mujeres desnudos.

—¡Pero qué bestia! ¡Qué bruto!

—Yo no he podido comprender después la conducta de mi marido; no sé si hizo lo que hizo por no darse cuenta de las cosas o por locura. Desocupado, aburrido y desesperado, creyó sin duda que la única manera de divertirse era envilecerse él y envilecerme a mí y ponerme frenética.

—¿Y no le tienes odio a ese canalla?

—No, más bien le tengo compasión.

Jaime protestaba de que se pudiera tener compasión a un miserable así, pero ella era una mujer que no sabía sentir odio.

Concha tenía razón al exculparse, porque, aunque le gustaban las diversiones y la vida ligera, nunca habría saltado de la existencia honesta si no la hubieran impulsado a ello.

Después de estas explicaciones, Thierry acabó diciendo:

—No me quieres como yo te quiero. Yo te quiero de una manera tan ciega y tan estúpida que no pienso más que en ti.

Thierry tenía espíritu dominador, pero a Concha no se la podía dominar. Era demasiado flexible y demasiado humana. Jaime pretendía ser un director de su vida, pero le faltaba autoridad y energía para ello.