XLIII

La tarde de octubre era de una belleza y de una placidez admirable. El paseo de coches del Retiro estaba lleno.

En esta luz clara y limpia de Madrid marchaban despacio filas de carruajes charolados y brillantes, la mayoría negros, algunos con ruedas de goma pintadas de verde o de rojo. El cabriolet, que elegantemente llamaban milord y popularmente manuela, con su caballo con un gran cascabel, alternaba con la berlina cerrada de dos caballos ocupada por el señor viejo o la señora anciana, y el landó abierto, lo que se llamaba antes carretela en las capitales de provincia, alguno de doble suspensión, que parecía por sus movimientos una barca, llevaba como un ramillete damas peripuestas y vistosas. Dos o tres de estos landós estaban por dentro forrados de seda.

Los caballos, grandes y hermosos, piafaban con aire de orgullo; lacayos bien vestidos, con pantalones blancos, levitas y sombreros de copa con su escarapela o con un lazo de cordones en el hombro, se mostraban rígidos e impasibles. Brillaban al sol correajes, aceros y cristales.

Mujeres lánguidas y finas, enguantadas, con una manta de gamuza o una piel moteada de león a los pies y un perrillo, como un objeto de lujo, friolero y tembloroso, pasaban meciéndose en los coches con muelles.

Jinetes y amazonas cruzaban por una avenida lateral, levantándose ellos de cuando en cuando en los estribos, dando un aire de estampa inglesa al paseo.

Por el andén, de asfalto, la clase media trepadora marchaba mirando a los privilegiados con ansia, como buscando el momento de saltar del andén al coche.

Todos o casi todos se conocían. Eran los mismos que por la mañana se encontraban en Recoletos y por la noche se veían en el Real.

Thierry había tomado el coche elegante del señor Benigno e iba a ver a Concha. A pesar de que le había dado cita allí, no estaba. Se detuvo y bajó cerca del Ángel Caído.

Estaba esperando cuando Villacarrillo y un amigo suyo, los dos en un simón, pasaron siguiendo a muchachas pintadas acompañadas de una Celestina, que iban en otro coche. Seguramente habían salido éstas de un burdel, porque tenían un aire pobre, miserable, y al mismo tiempo desvergonzado. Era raro que aquellos señores ricos las siguieran.

Thierry se puso a pasear a pie con la idea de espiar a Villacarrillo y a su amigo.

Los dos simones, el de las busconas y el de los aristócratas, se detuvieron uno al lado del otro, y los que los ocupaban estuvieron hablando largo rato. Después volvieron por donde habían venido.

Cuando Thierry fue a tomar su milord, el paseo del Retiro estaba ya desierto. Todos los coches habían partido hacia Recoletos y la Castellana.

Thierry pensó si habría ido allá Concha directamente, y mandó al señor Benigno que fuera hacia la Cibeles.

Entraron en la fila y llegaron al obelisco de la Castellana, en donde dieron la vuelta.

Ya comenzaba a oscurecer. La masa de carruajes marchaba despacio y al retornar se dirigían rápidamente al centro. Concha no apareció.

—¿Ahora adónde, señorito? —preguntó el señor Benigno.

—Vaya usted por la carrera de San Jerónimo y me deja allí, en una librería.

La calle de Alcalá brillaba con sus luces. Iban subiendo los coches hacia la Puerta del Sol.

Después de cenar, Thierry, invitado por un periodista, entró en el teatro Romea, donde le habían dicho que había una gran bailarina. Estaba en la butaca cuando vio a Villacarrillo y a su compañero con las dos mozas prostibularias, que hicieron su aparición en un palco. Se representaba una revista bastante escandalosa y después bailaba una bella el vito, el ole y los caracoles y un zapateado rabioso. Los aristócratas aplaudieron con entusiasmo.

Thierry contó a Concha al día siguiente los pasos de su marido e insistió en su gusto torpe y vulgar, pero ella no concedió ninguna importancia a la noticia.

—Que haga lo que le parezca —exclamó.

—¿Pero no te importa?

—No me importa nada.

Thierry no comprendía tanta indiferencia.

—¿Pues qué quieres? ¿Que me ocupe de lo que hace él? No, hijo, no. Cada una tiene bastante con sus preocupaciones.

—¡Andar con mujeres de ese aspecto!

—Allá se las haya.

A pesar de esta indiferencia, Thierry sospechaba que en la mayoría de las cuestiones, sobre todo en las prácticas, Concha hacía más caso de su marido que de él, lo cual le desesperaba.