Alfredísimo, siempre admirador del éxito, cuando vio que Thierry estaba en un momento de boga, le convidó a una cena con varios aristócratas en un restaurante que, según decía, acababa de descubrir. Alfredísimo era la amabilidad y la servicialidad hecha hombre. Estaba siempre de acuerdo con todo el mundo y dispuesto a favorecer a amigos y a conocidos.
A pesar del esmero que puso en la cena y de lo mucho que le costó, no acertó, no dio en el clavo.
Al terminar, el marqués de Quiñones le ofreció a Thierry su coche para llevarle a su casa, pues sabía que vivía muy lejos.
Al sentarse en el asiento de la berlina, el marqués dijo con un tono de lamentación un poco pedantesco:
—¡Este pobre Alfredo, qué cena nos ha dado!
—Pues ¿qué ha ocurrido?
—La manteca, rancia; una botella de Burdeos, con gusto a corcho viejo. Esto ha sido fatal.
—Yo no lo he notado.
—Pues el vino estaba completamente bouchonné.
Thierry estuvo a punto de soltar la carcajada. Este era su premio. Alfredísimo se desvivía por ser grato a los aristócratas auténticos y le pagaban así, echándoselo en cara, como si él tuviera la culpa de que la manteca de la cena estuviese rancia y el vino bouchonné.
«En parte, a pesar de que es buena persona, Alfredo merece este trato —pensó Jaime—. Seguramente no sería capaz de gastar ni la cuarta parte de ese dinero en convidar a Platón en compañía de Galileo y de Pasteur. La debilidad por los aristócratas es su vicio.»