XL

Una semana después se dio una comida de gala en el palacio de la familia de la princesa. Se hallaba éste en una calle antigua de Madrid. Jaime era de los invitados. Llegó a la hora indicada en coche, vestido de frac. El criado le quitó el abrigo y le acompañó a un salón del piso principal. En el salón esperaron a que se reunieran todos, y ya reunidos pasaron por parejas y con cierta ceremonia, del brazo, al comedor.

El gran comedor, solemne, amueblado a la antigua, tenía una mesa en medio para veintitantos comensales. En las paredes lucían inmensos tapices y cuadros de caza. Del techo, artesonado, colgaban grandes arañas de cristal. El mantel, blanco, espeso, sin una arruga, estaba iluminado por bujías con sus pantallas, y sobre él, entre búcaros de flores, se destacaban cubiertos de plata maciza esculpidos y copas de cristal de Bohemia talladas, de un vidrio amarillento con figuras verdosas verdaderamente magníficas.

El marqués, la marquesa y su hija señalaron los sitios respectivos a cada uno y se sentaron. Todas las señoras estaban escotadas, y los señores, de rigurosa etiqueta.

Los criados, altos, elegantes, de frac, iban y venían sobre las espesas alfombras como fantasmas, sin meter ruido. El mayordomo, un viejo inglés, inmóvil cerca de un aparador, avanzaba a tiempo como la providencia del gastrónomo a quitar un plato o a servir el vino. Este toque del artista tan oportuno, para muchos pasaba inadvertido.

La cena fue larga y complicada. Thierry estaba a la izquierda de la princesa y habló con ella con animación casi toda la noche. La princesa había vivido en Polonia y en Rusia y estaba sugestionada por la intensidad y por la pasión del mundo eslavo. Hablaba con libertad y con fuego; no tenía nada de la mojigatería habitual en la aristocracia española. Había leído a Dostoievski y le había turbado el espíritu.

Concha, al ver a la princesa y a Thierry hablando mano a mano, sonreía. Un diplomático prusiano y Alfredísimo la atendían muy solícitos. Concha sabía muy bien el alemán, y se expresaba tan pronto en este idioma como en castellano con Alfredo. Thierry bebió un poco de más. El vino del Rin en aquellas copas talladas le parecía solemne, protocolar y delicioso. La excitación le hizo expresarse con originalidad y con brillantez. A los postres sirvieron el champaña, el café y los cigarros.

Después de cenar pasaron a otro salón, y, hablando y fumando, llegaron las tres de la mañana, en que cada uno se marchó a su casa con la impresión de haber disfrutado de una de las pocas noches agradables de la vida.

Los éxitos sociales de aquellos días hicieron que Thierry fuera invitado a varias casas aristocráticas y conociera algunas damas. Jaime no se recataba en defender en los palacios sus ideas revolucionarias.

—Pero usted no es republicano —le indicaban las señoras.

—Republicano no, anarquista.

—¡Bah! Tonterías.

Otras le decían:

—De apellido francés y nacido en Norteamérica, ¿qué puede usted tener que ver con la política de aquí?

Jaime se explicaba y afirmaba su españolismo; pero no le hacían mucho caso.