XXXIX

En la primavera varias damas y algunos señores elegantes pensaron dar una fiesta en una finca de un amigo aristócrata próxima a Torrelodones.

La fiesta se celebraría en honor de la hija de un marqués español casada con un príncipe polaco y llegada a Madrid a pasar una temporada con su familia. Eran los organizadores el marqués de Quiñones, Pepito Velarde y Alfredísimo.

La princesa era una mujer de gran tipo y de gran distinción, alta, esbelta, gallarda, muy culta.

Thierry la conoció en casa de Concha Villacarrillo y estuvo hablando con ella de Nueva York, donde la princesa había vivido algún tiempo.

A la fiesta fue invitado Jaime.

Marcharon por la mañana unas veinte personas entre señoras y caballeros en el tren y después en dos coches a la finca.

La cercaba a ésta una tapia y tenía campos con pinos y carrascas, huerta y jardines. La casa era amplia, de a principios de siglo, con habitaciones tapizadas con papeles antiguos, chimeneas altas, puertas de cuarterones y una gran terraza de piedra con tiestos con geranios llenos de flores rojas.

Estaba elegido el sitio para el almuerzo en una plazoleta entre árboles con una vista espléndida sobre la sierra. Se sentaron algunos en el suelo, las señoras en cojines, y los criados sirvieron la comida.

El marqués de Quiñones contó cómo había visto en la estación del pueblo al viejo torero Frascuelo con su cara cetrina, atormentada, solo, pensativo y triste, vestido como un guarda rural. Quiñones quiso conversar con él, recordarle sus glorias pasadas, pero el torero rehuyó la conversación hundido en su melancolía de verse ya olvidado por todo el mundo. La princesa hubiese deseado verlo, pero el torero no tenía ninguna gana de hablar con nadie ni de salir de su rincón.

Después del almuerzo se marcharon los criados, se trajo un organillo de manubrio y se bailó hasta el atardecer, en que comenzó a soplar el viento frío del Guadarrama. Habaneras y polcas populares hicieron el gasto. Se tocó el pasodoble de los barquilleros de Agua, azucarillos y aguardiente:

Las niñeras y los soldaos

por nosotros están pirraos

y dan cuartos a los chiquillos

para que nos compren unos barquillos.

El schotis de La Gran Vía: «Yo soy un baile de criadas y de horteras», y el coro de «Los marineritos», de la misma revista, se repitieron varias veces acompañados por las voces de los bailarines. Este coro tenía la chunga habitual de la música del maestro Chueca, pues estos marineritos que hablaban de las playas remotas se referían al estanque del Retiro.

Cuando Concha bailaba con Jaime tarareaba la letra pedestre de la canción casi apoyando la mejilla en el hombro de su pareja:

Ya nuestro barco, cual rauda gaviota,

las olas va rompiendo de nuestra suerte en pos,

y allá en la playa, que ya se ve remota,

pañuelos que se agitan sin cesar nos mandan un adiós.

Este adiós de la canción le pareció a Jaime durante un momento que era una despedida auténtica de Concha, que le dejaba.

Thierry bailó también repetidas veces con la princesa y se mostró con todas las damas servicial, amable y galante.

La fiesta tuvo un aire goyesco. Los trajes claros de las señoras se destacaban en el fondo del campo, verde, primaveral, y hacían un efecto encantador. Thierry se excedió en amabilidad y en galantería.

A alguno de los señores, un poco demasiado alegre, se le ocurrió colgar una botella vacía de la rama de un árbol y dedicarse a tirarle piedras y a romperla. Otros le imitaron. Este juego, un tanto brutal, dio a los aristócratas un aire de horteras en una partida de campo.

Thierry no quiso intervenir en aquel ejercicio. El juego parecía como si pusiera a flote toda la vulgaridad y la chabacanería de aquellos señores, que seguramente sólo en la ropa se distinguían de sus criados.

El marqués padre de la princesa, viejo y anglómano, dijo de Jaime una frase que en su boca era definitiva y lapidaria:

—El señor Thierry es un hombre correcto.

Para él esto debía valer tanto como para Homero el llamar a uno de sus héroes el irreprochable.

La corrección constituía la suprema cualidad y el máximo elogio en boca del marqués padre de la princesa. Este señor, al parecer no muy comprensivo en otras cosas, tenía dos especialidades: una, la de señalar con seguridad la corrección en una persona, y la otra, el saber colocar los fondos hábilmente.

Al entrar en la casa a tomar los abrigos y disponerse a volver, Alfredísimo se sentó en el piano y comenzó a tocar En r’venant de la revue, canción que hacía algunos años era popular en París en los cafés-conciertos. El marqués de Quiñones, perdido un poco el decoro, se puso a cantar y a imitar las actitudes y el acento parisiense de un cómico francés de los bulevares.

Por la tarde los viajeros volvieron a Madrid, y por la noche Concha y Jaime fueron al circo.