Tenían solemnidad en el Madrid de hace cuarenta años las funciones del teatro Real.
Se aseguraba, y parecía cierto, que en casi ninguna de las capitales europeas presentaba la sala de un teatro un aire de fiesta cortesana tan solemne como la ópera madrileña. Muchos venidos del extranjero así lo aseguraban. En Madrid no se veían, como en la ópera de París, palcos con negros o con ingleses vestidos con traje de sport. Madrid, relativamente pobre, era pueblo de gran tono. Este tono ha ido bajando poco a poco, y la capital ha quedado reducida a una ciudad proletaria y de pequeña burguesía.
La marcha de los coches por las calles, cuando había función en el Real, daba una impresión de preludio de fiesta ceremoniosa, fastuosa. Pasaban éstos, la mayoría, por la calle del Arenal, en una carrera incesante; sonaban las pisadas de los caballos en el pavimento de madera, y el paso tenía cierta solemnidad. A la luz de los faroles se vislumbraba en el interior de los carruajes damas vestidas con elegancia, algunas con diademas en la frente, y caballeros de frac o de uniforme.
Al mismo tiempo, y para producir el contraste romántico, mendigos, mujeres y chicos astrosos y desarrapados se amontonaban en las aceras.
Aquella noche, función de abono del turno segundo, el teatro estaba como en las grandes solemnidades. Se representaba Tannhäuser. La decoración pomposa de la sala, de tonos calientes rojos y dorados, brillaba con las luces. El gran telón estaba tendido aún.
El público iba ocupando las localidades con más apresuramiento que de ordinario; la sala de butacas estaba casi llena. A cada instante se abría la puerta de un palco y aparecían de pie damas elegantes y caballeros de frac. El foso de los músicos se agitaba con los profesores de negro y de pechera blanca, y se oían de cuando en cuando notas sueltas de algún violín o de algún violoncelo.
Para los espectadores habituales estaba allí el público de siempre, lo que para ellos constituía la sociedad; las mismas damas, los mismos uniformes, los mismos fraques, los mismos senos desnudos y las mismas caras.
En los palcos ocupados lucían los hombros y los pechos blancos, los trajes espléndidos, las joyas y las gasas. Los diamantes fulguraban, temblaban los abanicos, relucían las calvas como el marfil y los gemelos apuntaban con insistencia aquí y allá. El aire entre judío y pisciforme de los aristócratas españoles se mostraba en muchas elegantes plateas. Se oía el murmullo del público como un vago rumor de tempestad.
En un espacio de tiempo corto el teatro quedó completamente lleno.
En esto sonaron los primeros compases de la Marcha Real. Entraban la Reina con sus dos hijas en el palco; no era en el palco regio, sino en el que llamaban de diario. La mayoría de la gente de las localidades bajas se puso en pie. Hubo algunos aplausos discretos y silencio en el paraíso. La Reina y sus hijas sonrieron y saludaron inclinando la cabeza a derecha e izquierda.
La Reina vestía de morado, abrigo negro con pieles grises y perlas en el cuello. Las dos hijas, un tanto insignificantes, llevaban trajes sencillos, de colegiala, que parecían baratos, de color de rosa. Iban peinadas con un moño muy alto y lazos brillantes en el pelo. La una era algo rubia y se parecía a la madre; la otra, morena, tenía un tipo vulgar de criada, la tez oscura y unos ojos de campesina relucientes y negros como el azabache.
En el palco de al lado aparecía la Infanta, tía del rey niño, hermana de su padre, gorda, pesada, herpética, el pelo blanco, el aire borbónico y la expresión un tanto cínica de la familia. Llevaba un traje verde de color de loro y muchos diamantes, algunos del tamaño de avellanas gruesas.
La buena señora se preparaba a saborear a Wagner durmiendo en la representación y charlando en los entreactos.
A su lado se sentaba una dama vieja, pequeña, de aire insinuante y nariz afilada, con traje color de pulga, y detrás de las sillas permanecían de pie un señor estirado, con barba blanca y aristocrática prestancia, y un infante alto, rubio, vestido de oficial de caballería, con una cruz de paño de una de las órdenes militares en el uniforme.
En el palco de gala se lucía la alta servidumbre de palacio, los cortesanos de casaca bordada llena de cruces y las damas con el lazo rojo prendido en el pecho. Una de ellas era una señora de aire imponente, con una diadema alta de brillantes, la nariz corva, solemne, los ojos como caídos por los extremos exteriores, la boca pintada y muchas joyas. La otra era una flamencota fondona y sonriente, propia para producir entusiasmo en la calle entre los estudiantes y los horteras.
En una platea aparecía una princesa morena, goyesca, con los ojos negros brillantes, las mejillas sonrosadas, vestida con traje de seda negra de lentejuelas, muy ceñido, y grandes perlas.
El príncipe se mostraba detrás, alto, empaquetado, muy calvo y con una gran barba roja. Por su aspecto parecía un retrato antiguo de la escuela lombarda, pero al decir de las gentes no tenía más que aspecto.
Una dama rubia, chata y pintada, con el pelo alborotado y la expresión picaresca, estaba con Niní de Launay, acompañadas por Quiñones y por un joven medio albino de la Embajada francesa. La duquesa de Haro aparecía en una platea con un traje un poco chillón y sus rizos negros y sus caracolas en la frente y en las sienes.
—Su cabeza es un plato montado —había dicho Victoria Calatrava.
En uno de los palcos del proscenio se presentaba al público el marqués de Castelgirón, solo, cadavérico, como una figura de cera que fuese la estampa simbólica de la Muerte.
Una señora gorda, con mucho aire de raza y cierta prestancia de obispo, vestida de morado, llevaba un gran collar alto, muy oprimido al cuello, un collar chien, sin duda para sujetarse la papada que se le caía. Tenía un cuello fuerte, ancho y musculoso.
La tal señora llevaba unas antiguas alhajas de oro con piedras preciosas de colores.
Su hijo, a su lado, flaco, pequeño, amarillo, como un mono viejo, se inclinaba a galantear a la vecina del palco próximo, Luz Calatrava.
Se decía que la madre de la galanteada veía con antipatía al galanteador de su hija, a quien llamaba con desdén el Putrefacto. Ella había sido en su juventud entusiasta de los mozos guapos y comprendía la debilidad por ellos, pero no le gustaban los raquíticos ni los entecos. Se añadía que el pequeño aristócrata, con su aire de mico envejecido, se arruinaba haciendo regalos de príncipe, como de los cuentos de Las mil y una noches, a Luz Calatrava, que se dejaba querer con tal que la llenasen de joyas.
La condesa de Aracena, con su aire sombrío y vestida con gran tocado, aparecía en otra platea con una señora italiana de aspecto medieval. Detrás se destacaba el conde, con su fachenda de hombre guapo e insinuante, que ocultaba admirablemente su insignificancia al lado de dos jóvenes gomosos, muy estirados, uno un poco chato y el otro audaz y picudo como un gallo, que quizá por entonces se entendía alguno de ellos o los dos con la condesa.
El embajador de Alemania mostraba su cara roja de bulldog pedantesco; el de Francia, su aire de catedrático de un liceo, y el de Rusia, hombre alto, grande, inyectado, con su monóculo, su gran barba blanca, su nariz de patata rojiza y su gardenia en el ojal del frac, parecía un viejo orangután de jardín zoológico, vestido de etiqueta.
Los individuos del cuerpo diplomático debían de sentir cierta tendencia centrífuga unos para otros, pues se notaba que huían de la posibilidad del contacto mutuo. Las embajadoras, la mayoría flacas, secas, rubias, descoloridas, muchas con aire de institutrices, no llamaban la atención, pasaban inadvertidas. Únicamente había una que se destacaba por su estatura de granadero, que erguía el busto desnudo, orgulloso, entre pieles de color leonado, y otra que parecía la serpiente negra de Australia por su delgadez, por su traje fúnebre y su expresión displicente y rencorosa.
Una eximia escritora, la única que monopolizaba el adjetivo elogioso, bastante mal vestida, corpulenta y achaparrada, con la cara ancha y vultuosa y los ojos blanquecinos y turbios, se agitaba en la silla de un palco explicando algo de una manera doctoral a un joven diplomático y novelista, que la oía sonriendo con un aire de paje entre indiferente y remilgado.
En las butacas el marqués de la Piedad estaba con unos jovencitos discípulos suyos, patrocinados por él; entre ellos uno elegante, esbelto, pálido, pintado, con los párpados caídos, que el maestro parecía mostrar al mundo entero con orgullo, como su creación.
Había además jóvenes de la aristocracia, banqueros, médicos de gran clientela, críticos de arte y notabilidades; el político, el torero con pretensiones de culto; varios pintores, gentes de la burguesía, periodistas y algunos tipos todavía no catalogados en el mundo elegante, entre ellos un joven con aire de figurín, ojos lánguidos y barba negra muy cuidada sobre la pechera blanca del frac, que aspiraba sin duda, con su aire de trovador, a ser una de las bellezas masculinas de Madrid.
Luego, arriba, el anfiteatro y el paraíso aparecían como hirvientes de cabezas y caras congestionadas por el calor.
En el palco de Concha Villacarrillo se destacaban ésta, la de Aguilar, y como caballeros, un joven diplomático de la Embajada de los Estados Unidos, seco, anguloso, con una nariz como un sable, y Jaime Thierry.
La de Aguilar iba vestida de negro con encajes de seda y el escote exageradísimo. Concha llevaba traje de color de lila pálido, de cola larga, el pelo en dos bandas con ondulaciones, diadema con un gran diamante en medio de la frente y un collar de perlas de varias vueltas.
La de Aguilar se mostraba más lánguida que de ordinario; sin duda estaba en un capítulo amoroso de su vida, con el joven yanqui. Concha tenía su aire indiferente habitual. Thierry contemplaba con entusiasmo los rizos rubios de su nuca, sobre su piel de nácar. Concha estaba seductora; parecía más una muchacha que una mujer casada; los gemelos se fijaban con insistencia en ella; algunos, en manos femeninas, eran amenazadores.
En un palco de un club aristocrático unos cuantos gomosos de aire impertinente miraban con los gemelos a Concha y a la de Aguilar y reían y hacían ostentosamente comentarios para llamar su atención.
—¡Qué imbéciles! —exclamó la de Aguilar con un mohín de desprecio—. Quieren que notemos que hablan de nosotras.
—¡Psé!, déjalo —dijo Concha con indiferencia.