Una noche, al volver a casa, Thierry encontró una carta de Josefina. La carta era agria, amarga.
Le escribían a la muchacha desde Madrid cómo Jaime cortejaba a la Villacarrillo de una manera indecente. Ésta era su expresión. Ella no tenía vergüenza, y él, tampoco, añadía.
Josefina se humanizaba, bajaba de su pedestal, se incomodaba y hasta insultaba como una mujer cualquiera interesada por un hombre.
Thierry, al leer la carta, pensó en contestar con otra para sincerarse y al mismo tiempo para romper. La escribió como si estuviera redactando un artículo.
Hay cosas desagradables que son mucho más fáciles de escribir que de decir; en cambio, a otras les pasa lo contrario; se siente vergüenza de estamparlas en el papel y no se siente tanta de dejarlas flotando en el aire. Es difícil saber por qué ocurre esto.
Thierry consideró fácil el exculparse en una carta y lo hizo con perfecta tranquilidad; el tratamiento de usted que usaba al escribir a Josefina le sirvió mucho para dar a sus relaciones pasadas un aire de amistad afectuosa que no pasaba de ahí.
Concha y Jaime comenzaron a verse y a tener citas en el hotel de Thierry. A Jaime le molestaba que la Silvestra y su marido le espiaran, aunque el hecho le parecía naturalísimo, y alquiló para sus encuentros un estudio de pintor en la calle de Santa Engracia.
Jaime comenzó a vivir desquiciado, tan pronto feliz, lleno de ilusiones y de esperanzas, como deprimido y triste hasta la exageración.
Le contaban cosas de Concha, más o menos ciertas, desacreditadoras y poco agradables de oír.
Hubiese querido, sin duda, que la considerasen como una mujer virtuosa, como una Lucrecia o la madre de los Gracos. Luego, ya comprendía la estupidez de esta pretensión.
Le comenzaron a mandar también unos anónimos extraños, en los cuales le prometían hacerle revelaciones muy interesantes sobre Concha y su marido. Thierry fue a una cita al paseo de la Castellana, de noche, y se encontró con Lola la Valkiria. Ésta le contó una serie de horrores acerca de los amigos y amigas de Concha. Todos los hombres de su círculo eran invertidos; todas las mujeres, sáficas. Thierry comprendió, en un momento de reflexión, que estas historias eran falsas y que Lola era una embrollona, embustera, que mentía quizá de un modo inconsciente, creyendo en sus invenciones.
A la segunda cita ya no fue, y Lola le persiguió con sus cartas y sus avisos misteriosos, hasta que sin duda se cansó y le dejó en paz.
Thierry, durante algún tiempo, temeroso y desconfiado del espionaje y de la curiosidad de la Silvestra y de Beltrán, los tomó luego como confidentes, así como a don Antolín, a quienes contaba sus amores con toda clase de detalles.
—Eso ya se te pasará —le decía don Antolín, mientras cogía el cucharón y se llenaba de garbanzos el plato.
—Yo no sé si esto de estar enamorado es una realidad o es una ilusión —exclamaba Jaime—; realidad o ilusión, es algo que mortifica mientras se siente.
—Yo no creo que eso sea una realidad —contestaba don Antolín con un zoquete de pan en la mano—: es una ficción.
—Quizá como se pinta en los libros tiene mucho de ficción —replicaba el enamorado—, pero de otra manera no. Ya ves tú, yo no puedo comer.
—Ensaya, hombre, ensaya —decía el cura—; el apetito viene comiendo.
—Es algo terrible —seguía diciendo Thierry— el querer a una mujer de quien dicen todos que no es digna de estimación.
—Mira, esos son bizantinismos de escritor decadente, tonterías de poetastro.
—Para mí es una desgracia inmensa.
—Si me dijeras que sientes interiormente el tener esos amores, porque son adúlteros, te daría la razón.
—Eso me tiene sin cuidado —exclamaba Jaime con cierta cólera—. El adulterio para mí no existe. Esa mujer es mía ante la Naturaleza porque yo la quiero y ella me quiere a mí.
—Esa mujer está unida a un hombre por un sacramento —replicaba el cura.
—Eso no me importa nada. Al marido lo mataría yo como a una rata.
—No me hables, no me hables. Estás en pecado mortal, Jaime; te lo advierto.
—No me importa nada.
—¿Cómo que no te importa? ¿No eres un cristiano?
—No sé lo que soy.
—¿No estás bautizado?
—No me preguntes tonterías.
—No me hables, no me hables. Te repito que estás en pecado mortal.
Y don Antolín llenaba un vaso de vino, lo vaciaba de un trago y chasqueaba la lengua con satisfacción.
Después hacía sus distingos escolásticos para puntualizar sus teorías, y Beltrán, cuando le oía, caricaturizaba sus ideas.
Para retratar las sutilezas del cura solía contar esta anécdota: Un pastor se confesaba y decía que un día de ayuno, mientras hacía queso, le salpicaron unas gotas de leche en la boca y se las tragó con fruición, lo que era gran pecado. El cura le preguntó después: «¿Y no has salido tú alguna vez con los demás pastores a robar a los caminantes?» «Sí, muchísimas veces, contestó el pastor; pero eso se acostumbra tanto entre nosotros que no lo tenemos por cargo de conciencia.»
Para el cura, todo esto del amor no era más que vicio, sensualidad y lujuria. Él no encontraba diferencia entre una mujer que tuviese sólo un amante y una mujer de burdel; si había diferencia era en beneficio de la del prostíbulo, la del lupanar, porque ésta pecaba para poder vivir.
—A mí la idea del pecado —le decía Thierry— no me interesa ni creo en ella.
—Pues no hay otra y no desaparecerá nunca.
—Eso no lo podemos saber nosotros.
Cuando el cura exponía sus ideas, con un convencimiento absoluto, Thierry le miraba sorprendido.
«¡Este animal lo cree así!», pensaba con asombro.
Si don Antolín suponía haber hablado demasiado fuerte, para congraciarse con Jaime le decía:
—Anda, lee algo de lo que has escrito.
Thierry sacaba sus papeles, las Metamorfosis y las Revelaciones indiscretas, y leía párrafos de prosa oratoria con cantos panteístas a la Naturaleza y a los instintos fieros y frases violentas y cínicas contra la sociedad. Beltrán a veces escuchaba y asentía, pero otras movía la cabeza dando a entender que no estaba conforme.
Antes de terminar el verano comenzaron las lluvias y se cerraron los jardines del Buen Retiro. Se abrieron poco después los demás teatros.
Thierry se constituyó en satélite de Concha Villacarrillo. Muchas veces se presentaba en su palco y tenía entre las señoras gran éxito. Se mostraba más triste y sin la petulancia de antes.
Parecía que los amores afortunados le habían dado una idea melancólica de la vida.
Estos amores de Jaime se comentaron entre los amigos y compañeros con gran interés. Muchos le envidiaban; algunos comprendían que su éxito debía de estar impregnado de cierta amargura interior, cuando se mostraba tan melancólico.
Villacarrillo, en su papel de marido indiferente, no se preocupaba para nada de lo que hacía su mujer. Vivía aparte una vida de soltero y se le veía con frecuencia en algún palco con alguna corista o con alguna pelandusca de baja estofa, porque en sus devaneos no parecía hombre muy delicado ni escrupuloso.