XXXII

A principios de agosto Josefina Cuéllar anunció a Jaime su marcha de Madrid.

—¿Así que se va usted? —le preguntó él.

—Sí, vamos a Zarauz. De Zarauz iremos a casa de una tía mía que vive cerca de Bayona, y volveremos a Madrid a principios de octubre.

—¡Qué largo me va a parecer el tiempo!

—A mí también. Podría usted hacer una cosa, Jimmy.

—¿Qué?

—Ir a Bayona.

—¿Cuándo?

—A mediados de septiembre.

—¿No habrá obstáculos?

—Ninguno.

—¿No le molestará a su familia?

—De ninguna manera.

—¿Lo sabe usted?

—Sí, lo sé.

—¡Ah!, muy bien; entonces, iré.

—Yo le escribiré en el entretanto con frecuencia.

—Yo también.

Jaime, acostumbrado al trato de usted en inglés hasta para las personas de la misma familia, no insistió en proponer a Josefina el uso del tú entre los dos. Probablemente ella habría aceptado.

A los dos o tres días de la marcha de Josefina, Jaime se encontró sorprendido. Le pasaba todo lo contrario de lo supuesto por él; en vez de estar desasosegado e intranquilo por la ausencia de Josefina, se encontraba a sus anchas.

La mañana la pasaba durmiendo; al levantarse tomaba un baño frío y comía solo o con don Antolín. Discutía con él, hablaba con Beltrán y con sus chicos, salía al anochecer y volvía al clarear la mañana. Don Paco Lecea era uno de sus acompañantes noctámbulos.

Thierry escribía a horas intempestivas. Preparaba al mismo tiempo dos libros: uno de prosa poética, al cual pensaba llamar las Metamorfosis, y otro satírico, que iba a titular las Revelaciones indiscretas.

Josefina le empezó a escribir desde Zarauz. Le decía muchas veces, más o menos en broma: «Sé que lleva usted una vida de calavera, y me hablan muy mal de usted».

Al poco tiempo las cartas de Josefina comenzaron a cansar a Thierry. Había en ellas demasiada literatura estilo Fernán Caballero y el padre Coloma, demasiados perfiles conceptuosos. Eran cartas de monjita repipiada y sabihonda. Su letra, de colegiala del Sagrado Corazón de Jesús, angulosa y segura, le molestaba.

Thierry seguía acudiendo a los jardines del Buen Retiro; Peña Montalvo y él no se miraban nunca; si por casualidad se colocaban uno frente al otro, de mutuo acuerdo cambiaban en seguida de sitio.