A principios de agosto Josefina Cuéllar anunció a Jaime su marcha de Madrid.
—¿Así que se va usted? —le preguntó él.
—Sí, vamos a Zarauz. De Zarauz iremos a casa de una tía mía que vive cerca de Bayona, y volveremos a Madrid a principios de octubre.
—¡Qué largo me va a parecer el tiempo!
—A mí también. Podría usted hacer una cosa, Jimmy.
—¿Qué?
—Ir a Bayona.
—¿Cuándo?
—A mediados de septiembre.
—¿No habrá obstáculos?
—Ninguno.
—¿No le molestará a su familia?
—De ninguna manera.
—¿Lo sabe usted?
—Sí, lo sé.
—¡Ah!, muy bien; entonces, iré.
—Yo le escribiré en el entretanto con frecuencia.
—Yo también.
Jaime, acostumbrado al trato de usted en inglés hasta para las personas de la misma familia, no insistió en proponer a Josefina el uso del tú entre los dos. Probablemente ella habría aceptado.
A los dos o tres días de la marcha de Josefina, Jaime se encontró sorprendido. Le pasaba todo lo contrario de lo supuesto por él; en vez de estar desasosegado e intranquilo por la ausencia de Josefina, se encontraba a sus anchas.
La mañana la pasaba durmiendo; al levantarse tomaba un baño frío y comía solo o con don Antolín. Discutía con él, hablaba con Beltrán y con sus chicos, salía al anochecer y volvía al clarear la mañana. Don Paco Lecea era uno de sus acompañantes noctámbulos.
Thierry escribía a horas intempestivas. Preparaba al mismo tiempo dos libros: uno de prosa poética, al cual pensaba llamar las Metamorfosis, y otro satírico, que iba a titular las Revelaciones indiscretas.
Josefina le empezó a escribir desde Zarauz. Le decía muchas veces, más o menos en broma: «Sé que lleva usted una vida de calavera, y me hablan muy mal de usted».
Al poco tiempo las cartas de Josefina comenzaron a cansar a Thierry. Había en ellas demasiada literatura estilo Fernán Caballero y el padre Coloma, demasiados perfiles conceptuosos. Eran cartas de monjita repipiada y sabihonda. Su letra, de colegiala del Sagrado Corazón de Jesús, angulosa y segura, le molestaba.
Thierry seguía acudiendo a los jardines del Buen Retiro; Peña Montalvo y él no se miraban nunca; si por casualidad se colocaban uno frente al otro, de mutuo acuerdo cambiaban en seguida de sitio.