XXX

Jaime, después de su desafío, pareció subir de categoría. Las amigas de Josefina bromeaban mucho con él. Le llamaban con diminutivo inglés Jimmy. El padre de Josefina le permitía que fuera acompañada de Thierry cuando ésta paseaba con sus amigas.

Jaime las convidaba a tomar helados en el café de los jardines y charlaba con ellas por los codos.

Les contaba cómo vivía él con la Silvestra y con Beltrán el farolero; les hablaba del Payaso y del Piripitipi y del cura don Antolín, que cuando llegaba a su casa se comía todo cuanto había.

—Don Antolín es un Gargantúa —decía—. Los helados que hemos tomado entre todos se los tomaría el solo y no le parecerían nada.

Las chicas se reían y tenían a Thierry por un muchacho divertido, fantástico y de buen humor.

Jaime, de noche, iba a pasear la calle a Josefina y a pelar la pava.

La casa de Josefina era un caserón viejo del siglo XVIII, de dos pisos. Daba a dos calles y a una plazoleta. Tenía rejas salientes en el piso bajo y balcones espaciados en el primero. Su fachada era barroca, con un escudo muy complicado; el portal, grande, con antiguos azulejos en las paredes, en medio un farol en el techo y una cancela de cristales de colores. A un lado estaba la portería, pintada de rojo oscuro. Tras de la cancela partía una hermosa escalera de piedra, con la barandilla de metal dorado y los escalones carcomidos.

El portero, un viejo gordo con patillas y anteojos, librea larga y gorra galoneada, parecía una caricatura inglesa de míster Pickwick. El portero, Rodríguez de apellido, llevaba con gran diligencia las cartas de Thierry a Josefina y las contestaciones de ésta a Thierry, llamaba a Jaime señorito y recibía sus propinas con gran entusiasmo.